LA RAZÓN

Esa noche había puesto «Inland empire», de David Lynch, en el DVD. Aguanté despierto la primera hora. Después… no lo pude evitar. Cerré los ojos sólo un momentito… y Morfeo se adueñó de mí.

 

Tras lo que yo hubiera jurado que apenas habían sido unos minutos de sueño reparador, me despertó el estrépito de la maldita televisión. La película había terminado, el DVD se había apagado y la tele, que seguía encendida, se había conectado a alguno de los cutrecanales locales.

 

Medio adormilado aún, esperando encontrarme con el careto del alcalde o el de algún otro preboste de la ciudad, me fijé en las imágenes que proyectaba la caja tonta. Y no di crédito a lo que veía.

 

¡Aquella era mi casa!

 

Me froté los ojos y, de un salto, me incorporé del sofá. A través de la pantalla podía ver mi buganvilla y, justo delante, a un bombero, sosteniendo con fuerza una manguera de la que emergía un potente chorro de agua.

 

Cambió la panorámica de la cámara.

 

Enfocó a la puerta de la casa, a través de la que salía una notable cantidad de humo. Y, de repente, un sanitario salió de dentro, arrastrando una de esas camillas con ruedas. Sobre ella, a un tipo moreno le habían puesto una mascarilla. Los rostros del resto del séquito que salía del interior de mi vivienda no hacían presagiar nada bueno.

 

Y en ese momento, cuando inspiré profundamente para llenar los pulmones de aire, intentando contener la ansiedad que me invadía, lo noté.

 

Olía a quemado.

 

Entonces lo comprendí: una vez más me había quedado dormido, viendo una película, mientras me fumaba ese maldito cigarro por el que ella tantas veces ella me había regañado, antes de abandonarme, llevándose consigo a los niños, tras nuestra enésima bronca por mi afición al vodka y al tabaco nocturnos.  

 

Jesús Lens Espinosa de los Monteros.