LA CIUDAD VACÍA

Más de la mitad de los (pocos) participantes en la última encuesta que hemos hecho en esta Bitácora está de acuerdo con un servidor. ¡Que se acabe ya agosto! Mis razones, desgranadas en la columna de hoy de IDEAL…

Odio las ciudades vacías. Las ajenas, por supuesto. Cuando estás de viaje, nada más triste y frustrante que pasear por un decorado arquitectónico sin vida, compuesto por bulevares, avenidas y calles monumentales cuya única banda sonora es el silencio. Cuando hablamos del alma de una ciudad, más allá de sus cafés, bares, parques, jardines o cascos históricos; nos referimos a sus habitantes, a las personas que insuflan vida a un puñado de ladrillos y bloques de piedra, por espectacularmente bien que estén amontonados.

¿Han visto “Wall E”? Qué desoladora resulta esa primera maravillosa media hora de la película en que el robot protagonista deambula por los restos abandonados de una ciudad en ruinas, vacía, lúgubre, angustiosa.

Y si odio las ciudades ajenas cuando les falta la vida, ¿qué no voy a sentir ante el descorazonador espectáculo de contemplar una Granada abrasada por el sol, desnuda, lánguida y ausente?


Tengo amigos que aman y disfrutan las ciudades en verano. Les gusta que no haya atascos por las mañanas, que las tiendas estén vacías, poder tomarse una caña sin agobios en las barras de sus bares favoritos o sentarse en una terraza, por la noche, para disfrutar del fresco. No hay colas, se camina más despacio, la gente parece más relajada, en los trabajos de rinde a medio gas y todos parecen olvidar qué significa la palabra prisa.


Y, sin embargo, yo lo odio. Odio esta laxitud, este vacío y esta abulia. No hay apenas un concierto que llevarse al oído, la mitad de los bares están cerrados y, con el calor, ni ganas de comer en un buen restaurante te quedan.

Salir a la calle, aunque sea para comprar una película, un disco o un libro, se convierte en un insensato ejercicio de masoquismo y el paisaje humano, poblado por decenas de sujetos ataviados con camiseta de tirantes, bermudas y chanclas, invita a recluirte en casa, por siempre jamás.

Las cadenas de televisión sólo reponen sus viejos éxitos, ningún grupo saca un disco medianamente pasable y, desde luego, ninguna editorial se la juega, en verano, con algún título atractivo. Los periódicos adelgazan hasta la anorexia y ni siquiera las emisoras de radio más beligerantes y venenosas son capaces de darle mordiente a unas semanas que se arrastran lenta y perezosamente.

No. No me gusta esta ciudad agostada por el verano en que parece haber más foráneos que nativos en las calles. Si cierras las ventanas, te resfrías con el aire acondicionado. Si las abres, los tubarros de escape libre y los chumba-chumba de los niñatos te arruinan la siesta.

Además, el calor nos vuelve gilipollas integrales…
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Hacer deporte se convierte en una empresa más ardua que los trabajos de Hércules, no hay hueco para conferencia alguna y no queda abierta ni una galería o sala de exposiciones. Por caridad, ahora que las Olimpiadas tocan a su fin… ¡que se termine este Agosto de una maldita vez!

Jesús Lens Espinosa de los Monteros.