Jazz heroico y emocionante

Terminó la edición 2020 del Jazz en la Costa, la más especial desde que guardo recuerdo. No ha habido, por razones obvias, megaestrellas internacionales, pero el programa cerrado por Jesús Villalba y su equipo ha sido excepcional. Un programa de tronío, buena prueba del extraordinario nivel del jazz patrio, con músicos veteranos como Chano Domínguez o Javier Colina, a quienes no vamos a descubrir a estas alturas; y de bestias pardas como Marco Mezquida o Ernesto Aurignac, insultantemente jóvenes, pero sobradísimamente preparados.

Ha tenido mucho de heroico este año, en el Parque del Majuelo de Almuñécar. Y todos los músicos se han encargado de reconocerlo. Lo fácil, efectivamente, era no ir. Como fácil hubiera sido no organizar el festival. Pero allí estábamos todos, músicos y público. Lo decía Colina: ellos, los músicos, están locos por tocar. Y nosotros, el público, locos por escuchar. Por disfrutar de la música.

Este año ha habido programas dobles en el Jazz en la Costa; una inmejorable iniciativa para concentrar los conciertos en cuatro intensas veladas, minimizando los riesgos. Tener la oportunidad de escuchar, seguidos y en una misma noche, al gaditado-neoyorkino Chano Domínguez y al contabajista Colina es un lujo por el que se matarían en los Blue Note de todo el mundo. Chano presentó temas compuestos durante el confinamiento. ‘Limbo’, por ejemplo. Colina, por su parte, tiró de un repertorio variado de origen africano y vocación nómada, global e integradora.

Y están los cachorros. El ardiente maridaje de flamenco y jazz propuesto por Marco Mezquida, Chicuelo y Paco de Mode, que nos propulsó hasta la estratosfera. No es de extrañar que, al terminar, al pianista le temblaran las manos a la hora de firmar discos, como si siguiera poseído por la música, en pleno trance.

Y está el MAP, el proyecto jazzístico español más importante, libre y salvaje de los últimos años. Mezquida, Aurignac y Prats son tres genios, al mando de sus instrumentos y como compositores. Para sus conciertos toman como base su disco, deciden con qué tema van a empezar, se lanzan a improvisar, retarse y emboscarse sobre el escenario y, 45 o 50 minutos después, cuando a Ernesto no le queda un ápice de oxígeno en los pulmones y su camisa está empapada de sudor, terminan.
Cada concierto es diferente. Fluye la magia porque ni los músicos ni el público saben lo que va a pasar sobre el escenario. Algo que va con el espíritu de los tiempos.
Jesús Lens