HERMANOS DE SANGRE

Para Julia y Juanjo,

personas con tacto, ambas.

 

De los diez sensacionales y extraordinarios episodios de la serie «Hermanos de sangre», producida por la imprescindible HBO, hay uno que me provocó honda impresión. Fue el titulado, sencillamente, «Bastogne» en el que se contaba cómo los miembros de la compañía Izzie aguantaron el embate del frío ambiental y del fuego enemigo en mitad de un bosque cubierto de nieve.

 

El protagonismo de dicho episodio recaía en una de las figuras esenciales en los ejércitos que participen en cualquier conflicto armado: el Sanitario, popularmente conocido como Doc.

 

Con su brazalete de la Cruz Roja en el brazo y con una sencilla bolsa verde colgada del hombro, el sanitario es la única frontera que separa a los soldados de la muerte. Tan sencillo como espeluznante. Y «Bastogne» así lo refleja, con toda su crudeza, con toda su grandeza.

 

Comienza el episodio con uno de esos sanitarios, hiperactivo, recorriendo las distintas posiciones del frente que ocupan las tropas norteamericanas, sin suministros, varadas en mitad de un bosque, en lo más crudo del crudo invierno. Busca morfina, vendas, plasma y unas tijeras. No para quieto. Aconseja, vigila, comprueba, cura…

 

Pero, de repente, empiezan a pasarle cosas raras. El fuego enemigo siembra de muerte y destrucción el frente y el sanitario ha de ir a retaguardia, acompañando a los heridos, que son alojados en una iglesia que hace las veces de hospital. Allí se encuentra con una enfermera francesa con la que se genera una corriente de simpatía muy especial. La ve trabajar con las personas y, emocionado, le dice una de las frases más hermosas que jamás escuché: «Tu tacto calma a las personas.»

 

¿Se puede decir más con menos palabras? Como si hubiera presenciado un milagro, como si se hubiera encontrado con un Ángel, el sanitario vuelve al frente, pero se ve invadido por una especie de catatonia paralizante, arrasado por la repentina lucidez adquirida sobre lo inútil de su esfuerzo: un hombre, nada más, enfrentado a la más perfeccionada maquinaria bélica de la historia.

 

Le asaltan las dudas, inconscientemente reniega de su labor y cada vez que se requiere de sus servicios, tarda más tiempo en reaccionar, hasta el punto de que su superior le manda de vuelta a retaguardia. Pero allí se ha desatado el infierno. En la iglesia donde conoció a su Ángel ha caído una bomba y sólo quedan los restos humeantes de los muros… y una prenda azul que el Doc identifica como de su enfermera, desaparecida. La guarda con delicadeza y vuelve al frente.

 

De inmediato, reclaman su atención. Ha de socorrer a un herido. Por instinto, coge la prenda azul de su Ángel para usarla como apósito. Duda. Amaga con guardarla de nuevo, pero la mira con detenimiento y, de repente, lo ve todo claro: los únicos Ángeles de la Guardia con que cuentan esos soldados son otros hombres. Hombres como ellos mismos. Hombres que portan el distintivo de la Cruz Roja. Así, el sanitario rasga la prenda azul y la aplica sobre la herida del soldado, consiguiendo que deje de manar la sangre. A fin de cuentas, su tacto también calma y cura a las personas.

 

Un episodio repleto de poesía, onírico, fantasmal, en que el rojo de la sangre sobre el blanco de la nieve confiere a las imágenes una fuerza sin igual. Los personajes apenas tienen nombre. Lo importante es, sólo, la persona. Su actuación, su comportamiento. Y los sanitarios de la Cruz Roja, convertidos en los verdaderos protectores, ángeles de la tropa, son el mejor exponente de la honestidad, la valentía y el compromiso del ser humano, aún en las situaciones más difíciles.

Antes de terminar, pinchen en este enlace, que nos llega desde la propia Cruz Roja. Se trata de colaborar con ellos al encendido de Más de un millón de luces de Esperanza. Merece la pena.

Jesús Lens Espinosa de los Monteros.