Ensoñaciones con Conde

En IDEAL, hablamos de pintura. Y sueños.

Jesús Conde nos vuelve a hacer soñar. Si no han visitado ustedes la Casa de los Pisa, orilla de Plaza Nueva, ya tardan. En su última exposición, Jesús nos invita a emprender un largo y contemplativo viaje por paisajes y paisanajes que, siendo muy cercanos, nos parecen abisalmente lejanos, en el tiempo y en el espacio.

Comparto con Jesús el placer de viajar lejos, muy lejos. Pero también comparto con él la capacidad de disfrutar de los lugares más cercanos, accesibles y familiares… y de contemplarlos y sentirlos con otros ojos. Por eso me fascina la nueva colección de pinturas que Conde acaba de presentar en Granada.

Cuadros del Albaycín y las Alpujarras se dan la mano con otros del norte de Marruecos, de las medinas de Chefchauen, Tánger, Larache o Tetuán. Cuadros en los que el blanco predomina sobre los demás colores. Un blanco roto por los fogonazos de color de plantas, flores y paseantes anónimos, apenas esbozados, difuminados. Un blanco ajado, con tonos grises y marrones que desconchan las fachadas de casas, muros y calles de la que pudo ser una patria nuestra.

En su anterior exposición sobre La Habana, Jesús Conde nos invitaba a una profunda reflexión sobre la decadencia y, a la vez, la capacidad de resistencia de un mundo que debería venirse abajo, pero aún se sostiene en pie. En esta ocasión, nos permite disfrutar con un universo de luz y color que pudo ser un sueño compartido y que, sin embargo, hoy conforma dos mundos radicalmente separados entre sí.

Nunca antes, una distancia tan corta como catorce kilómetros separó de tal manera dos zonas del mundo que, tan cerca pero tan lejos, parecen vivir de espaldas, ni siquiera enfrentadas entre sí, ignorándose mutuamente. Y, sin embargo, los cuadros de Jesús Conde constituyen una prueba palpable de que no debería ser de esa forma. Su exposición, al poner de manifiesto todo lo que nos une, es un llamamiento al descubrimiento del otro, a la concordia, a la relación, al conocimiento.

Viendo estos cuadros, convertidos en viajeros inmóviles, cerramos los ojos y nos dejamos conducir a un mundo tan inexistente como posible, tan utópico como imposible. Lo mejor de la pintura de Jesús Conde es que invita a soñar y, partiendo de un imaginario entre lo real y lo ficticio, te permite construir tu propia realidad íntima, única y personal. Frente a esta nueva colección de cuadros, sentarse bajo un tinao alpujarreño permite oler la intensa fragancia del té a la menta marroquí y pasear por la medina de Tetúan, buscando la herencia sefardí del éxodo de finales siglo XV, posibilita dar los buenos días a un vecino del Albaycín que acaba de salir de su Carmen para comprar el periódico, un domingo cualquiera.

Una pintura, en fin, que suena a música hecha con caña y tripa curtida de cordero, al rumor del Estrecho, que conecta el Rif con Sierra Nevada a través de las columnas de Hércules mediterráneas. Una pintura eterna, intemporal, mágica y subyugante.

Jesús Lens