Encuentros

De las pocas cosas buenas que tiene el salir a correr a las cuatro de la tarde de un día cualquiera de mitad de julio es que por el Camino de la Fuente de la Bicha no hay, literalmente, ni Dios.

Salvo cuando llegas a la zona en que el río ensancha y hace pozas, donde sí puedes encontrar a alguien bañándose, lo normal es que sólo la chicharra te acompañe por el camino. Y, de vez en cuando, alguna culebrilla a la que sorprendes tomando el sol en mitad del sendero. Nada más.

Por eso, hoy, me dio alegría ver en lontananza a aquella mujer.

Avanzábamos en la misma dirección, camino de Cenes. Poco a poco, su figura se fue haciendo cada vez más nítida. Muy poco a poco: como tantas veces, más que correr, yo me arrastraba. Y ella llevaba un paso firme y decidido.

Aún así, cuando estaba cerca de ella, apreté el paso para adelantarla lo más rápido posible y no hacerla sentir incómoda, con una presencia extraña de dos metros de altura amenazándola por la espalda, echándole el aliento en el cogote.

Hubo algo en ella, no obstante, que me resultó extraño. Pero no me pude fijar bien. Disimulando, eché la vista atrás. Pero mis gafas de sol, rayadas, no me dejaron distinguir nada. Y pararme para observarla con detenimiento hubiera sido excesivo.

Seguí mi camino, sin darle mayor importancia y casi de inmediato me interné en el bosque a través de esos estrechos senderos que, por la margen derecha del río, te protegen del inclemente sol de mediodía, dando un imprescindible respiro al trotón de fondo, cabeza dura, que procura no cambiar sus rutinas ni en lo más crudo del crudo invierno ni en los largos y cálido veranos andaluces.

Tan cabezón que uno de los caminantes habituales de la famosa Ruta del Colesterol me paró hace unos días y me espetó:

– No estás casado, ¿verdad?

– Pues sí. Un rato cansado.

– No hombre. Casado. Que si tienes mujer, vamos…

– Ah no. Mujer no. ¿Por qué?

– Porque si la tuvieras, anda que te iba a dejar salir a correr a estas horas…

¡Ays! La sabiduría popular… El caso es que iba muy cansado y enflojinado así que, a la altura del primer puente sobre el Genil, me di la vuelta y puse rumbo a casa.

Y fue entonces cuando la volví a ver, de frente esta vez. Casi chocamos a la salida de una de las curvas del sendero. Era guapa. Muy guapa (sé que era lo que muchos estabais esperando saber).

Su cara se iluminó con una de esas sonrisas que son capaces de aplacar los rigores del mismísimo sol de mitad de verano y me saludó con un cálido, afectuoso y ¿prometedor?: – “Buenas tardes”.

Todo lo cuál no habría sido en absoluto reseñable, de no ser por el detalle de que la chica, ojos verdes y figura escultural; camiseta escueta y aún más escueto pantalón de deporte, llevaba ambas manos enfundadas en sendos guantes. De plástico. Guantes de plástico. ¡Con la que estaba cayendo!

Y, más llamativo aún, en la mano izquierda, un cuchillo.

Y, como último e inquietante toque cromático, abundantes manchas rojas rompiendo la uniformidad del quirúrgico y aséptico color blanco de los guantes. De plástico.

Jesús Lens Espinosa de los Monteros.

¿Qué publicábamos, otros 13 de julio? Pues ESTO y ESTO.