De asesinos, voces en off y The Smiths

Por fin llegó a Netflix ‘The Killer’, la nueva, maravillosa y polémica película de David Fincher. Si son ustedes seguidores habituales de esta sección sabrán que le tenía ganas, muchas ganas. Casi tantas como a ‘Los asesinos de la luna’, de Scorsese. 

¿Se acuerdan del fervor con que les recomendé la lectura de los tres tomos que conforman el integral de ‘El asesino’, el maravilloso cómic de Matz y Jacamon publicado por Norma Editorial? Pues si me hicieron caso y lo leyeron, la controvertida voz en off de Michael Fassbender no les habrá pillado de sorpresa. 

Digámoslo desde el principio: ‘The Killer’ no es para todos los gustos. En términos gastronómicos, sería una carne con varios meses de maduración y muy poco hecha, más para paladares curtidos que para los aficionados a las hamburguesas industriales. Es una película de las llamadas lentas: la mayor parte de su metraje está más pendiente de lo que pasa por la cabecita del protagonista que de lo que le pasa a él como persona. Y menuda cabecita tiene el hombre. 

Sobre la trama, muy brevemente, diremos que un asesino a sueldo pierde la confianza de la organización para la que trabaja y se ve solo y abandonado, teniendo que actuar en consecuencia. Durante la magistral primera media hora, que transcurre en París, asistimos al soliloquio del ‘shooter’, un trabajo que pierde todo su glamour, por cierto. ¡Menuda ‘peoná’, eso de liquidar a alguien descerrajándole un tiro lejano! Es un poco como la ingrata investigación del Asesino del Zodíaco que el propio Fincher nos contó en esa obra maestra que es ‘Zodiac’. 

A partir de ahí y tras un fugaz paso por el Caribe, el asesino empieza a moverse por todos los Estados Unidos, que visitará Chicago, Nueva Orleans, Miami y Nueva York. Y no necesariamente en ese orden. ¿Nos lleva Fincher de turismo, a través del imponente Fassbender? La verdad es que… no. Ni falta que hace.

Su personaje es un experto en moverse por lo que Marc Augé bautizó felizmente como ‘no lugares’. Terminales de aeropuertos, desmesurados edificios corporativos, parkings de vehículos de alquiler, impersonales hoteles de cadenas internacionales, restaurantes de comida basura, barrios residenciales clónicos y hasta anónimos y fríos gimnasios a los que te puedes inscribir usando nada más que el móvil, sin necesidad de interactuar con humano alguno. Pocas veces como en ‘The Killer’, la soledad, el desarraigo y la frialdad del siglo XXI han quedado tan expuestas. 

Si a todo ello le sumamos la música electrónica de esos dos genios que son Trent Reznor y Atticus Ross, este cóctel de gélida tecno-existencia hermana a Fincher con David Cronenberg. ¿Y las canciones de The Smiths? Ahí hay que dominar el inglés a nivel pro: las letras sirven para pespuntear el ánimo del protagonista en cada momento. Cuando se enchufa los auriculares para escuchar ‘How Soon Is Now’ a modo de mantra, por ejemplo, deberíamos comprender eso de “Soy el hijo y el heredero de una timidez que es criminalmente vulgar. Soy el heredero de nada en particular. ¡Cierra la boca! ¿Cómo puedes decir que hago las cosas mal? ¡Soy humano y necesito ser amado! Igual que todos los demás”.

Se ha comparado a ‘The Killer’ con ‘Le Samuraï’, y algo de eso hay, claro. Pero con la controvertida voz en off. A mí, otra referencia que se me vino a la cabeza fue ‘A quemarropa’, la maravillosa brutalidad de John Boorman, aunque aquella Angie Dickinson y esta Tilda Swinton se parezcan tanto como el cine de finales de los 60 al de estos primeros 20.

Jesús Lens

El eterno retorno de ‘Blacksad’

Intento recordar la primera vez que leí ‘Blacksad’, pero no lo consigo. He mirado la fecha de edición de mi ejemplar de ‘Un lugar entre las sombras’, el primer álbum de esta serie prodigiosa, y es de 2006, pero estoy convencido de que lo leí antes. ¿Me lo prestaría mi querido Jorge? Él siempre ha sido de los desprendidos y generosos. Yo no: tengo una relación tóxica con mis tebeos y soy más posesivo y egoísta que Gollum con el anillo. 

Da igual. Para mí, es toda una vida, que diría el tango. Escribo esto nada más terminar la primera lectura de la segunda entrega de ‘Todo cae’, el nuevo tótem que acaban publicar nuestro Juanjo Guarnido y Juan Díaz Canales en Norma Editorial. Digo bien la primera lectura porque vendrán más, muchas más. La siguiente, mañana mismo, que el sábado presentamos el álbum a las 17.30 en Cómic Stores y hay que estar a la altura de las circunstancias. 

Decir que me ha gustado ‘Todo cae’, un portentoso doble álbum, es quedarme corto. ¡Me ha enamorado, claro! Conquistado. Abducido. Si la primera entrega terminaba con un cliffhanger de manual y la reaparición de una figura mítica en la serie, este segundo álbum termina de redondear la historia, dándole mucho protagonismo a uno de esos personajes trágicos que tanto les gustan a Canales y Guarnido: Shelby, la gaviota. 

Y está el puente, claro. El puente que sirve como eje medular de la trama. Un puente que tiene tanta, tantísima simbología… Ustedes lo saben: soy muy de puentes. A los puentes de verdad, me refiero, no a los vacacionales. Me gustan tanto que tengo pendiente un viaje temático dedicado a los puentes históricos de la provincia de Granada, con mi Cuate Pepe; y un proyecto sobre los puentes más cinematográficos. Me apresto a leer ‘El puente’, de Gay Talese, que estaba esperando al desenlace de esta historia de Blacksad, y me fascina un librito que nunca pierdo de vista: ‘Cómo leer puentes’, publicado por Blume. 

¡Y los bares! ¡Y los bares!

Sí. ‘Blacksad’ también me ha hecho feliz este ‘Noirvember’ tan negro y criminal. Como ‘El cielo en la cabeza’, esa otra joya de Sergio García, Antonio Altarriba y Lola Moral. ¡Cuánto talento surgido de Granada en el Noveno Arte! Lo tengo muy escrito: un día alguien se va a enterar… y verán ustedes, entonces.

Jesús Lens     

Un genio viene a Granada

El viernes, actúe como si fuera un día normal y no estuviera en Granada uno de los genios del cómic mundial, un talento revolucionario. 

Tenga o no tenga puente, usted como si nada. Si tiene que currar, levántese a la hora de siempre, tome su café y diríjase a su puesto de trabajo sin mesarse los cabellos ni suspirar hondamente por no poder ir a escuchar a Chris Ware. 

Si tiene puente, no vaya usted a estresarse porque el de Nebraska tenga cita con Sergio García, otro genio del dibujo, en La Madraza a las 12 horas, invitado a España por el Museo Reina Sofía y a Granada por el Centro José Guerrero, que cada vez más y mejores cosas.

No debemos ponernos nerviosos por el hecho de que Ware pase por nuestra ciudad. A fin de cuentas, ¿qué más da que sea el equivalente a Miles Davis, que cambió dos veces la historia de la música, o a Picasso, que hizo lo propio con la pintura?

La última vez que leí a Ware fue durante el confinamiento. Sus libros no son fáciles, en ningún sentido de la palabra. Son complicados hasta de colocar en las estanterías. Para su lectura, no paraba de cambiar de posición, de acercarme el libro al ojo, de alejarlo, girarlo, subirlo y bajarlo. ¡Qué trabajito me dio ese ‘Rusty Brown’ publicado por Reservoir Books! Pero qué placer fue leerlo. Y ahora, recordarlo. 

Como estoy unos días fuera, no puedo echarle mano, pero el jueves espero tener tiempo para darle una vuelta. Otra vez. Chris Ware funde el texto y el dibujo en un todo que unas veces puede parecer simple como el mecanismo de un chupete y, al pasar la página, complicado como tratar de secuenciar el ADN usando la batidora de la cocina.

La obsesión de Ware es atrapar el tiempo y para eso utiliza todos los recursos narrativos y artísticos que tiene a su alcance, haciendo que unas veces nos devore y pase volando y, otras, se arrastre miserablemente por el suelo. 

No sé qué contará Ware en su conversación con Sergio García, dos habituales, también, de las portadas del The New Yorker. Pero sí tengo claro que el 13 de octubre pasará a la intrahistoria del cómic en Granada. Contíconeso, usted, tranquilo. Calmado. No vaya a irse con tiempo a La Madraza, no sea que la cosa no sea para tanto y no vaya ni el Tato. 

Jesús Lens

Carlos Hernández, Orwell, Dalí y Lorca

Tengo enmarcada, en casa, la serigrafía de Carlos Hernández que colgó de las paredes de la Corrala de Santiago con motivo de una exposición benéfica en favor de las Comendadoras de Santiago, las últimas monjas del Realejo. Es todo un viaje en el tiempo que me parece una auténtica virguería, una pieza de maestro maravillosamente ejecutada.

Sirva esa introducción para la siguiente declaración de principios: quiero mucho a Carlos, un tipo noble y generoso, entregado y buena gente. Muy buena gente. Pero les prometo que todo lo que escribo aquí es objetivo (más o menos) y que he dejado al margen mi cariño personal por uno de los grandes artistas granadinos contemporáneos. 

Carlos Hernández acaba de publicar en Norma Editorial un cómic fascinante: ‘La lista de Orwell’, en el que ha trabajado con denuedo varios años. Lo sé bien porque, en tiempos de pandemia, hablamos mucho sobre el tema. En concreto, sobre el uso que se hace de ‘1984’ por los unos y los otros, tratando de arrimar el ascua a su sardina. 

Lo que más me ha gustado de ‘La lista de Orwell’ es que Carlos Hernández ha hecho un acercamiento muy original a una de las figuras más complejas y contradictorias del siglo XX. El MacGuffin usado por el autor para tirar del hilo orwelliano es la polémica lista de simpatizantes comunistas que, supuestamente, había confeccionado para entregarla a los servicios secretos británicos. 

Aquella información se publicó en 1996 y corrió como la pólvora. A (casi) nadie le gustan los delatores, acusicas y acusadores y el mazazo a la figura de Orwell fue demoledor. ¿Qué hay de verdad en todo ello y qué fue usado como ariete para tratar de derribar la mítica figura de quien se opuso a todo tipo de totalitarismos, con independencia de colores, siglas e ideologías? 

No seré yo quien se lo revele, claro. ¡Faltaría más! Si quiere usted saberlo, hágase con un ejemplar de ‘La lista de Orwell’ y descúbralo de la mano de un Carlos Hernández que tomó una decisión arriesgada a la hora de contar esta historia: incluirse él mismo en la narración. Ya saben lo harto que estoy de autoficción, pero en este caso, el recurso es de lo más pertinente y funciona a las mil maravillas. Tanto, que dan ganas de brindar con el autor en ese famoso bar, The Moon Under Water que, como todo el mundo sabe, se encuentra emboscado en el Realejo, aunque para encontrarlo haya que tirar de candela. 

Carlos Hernández ha escrito y dibujado la fascinante biografía de George Orwell igual que anteriormente hizo con las de Dalí y Lorca, también publicadas por Norma y que son igualmente fascinantes. Les recomiendo hacerse con ellos si no los tienen o releerlos si ya están en su biblioteca. Y, a continuación, tirar para la Corrala de Santiago. Otra vez. 

Porque el Salón del Cómic de Granada le dedica a Carlos una retrospectiva por sus treinta años de trabajo artístico. Allí hay tiras de Chucky y Orcemán y varias páginas de sus álbumes dedicados a Lorca y Dalí. Ojo a la de Enrique Morente, tan emocionante. Hay colaboraciones en El Batracio Amarillo y originales con el proceso de creación del álbum de Orwell.

Este mes de octubre le pertenece a ese artistazo que es Carlos Hernández por derecho propio. La exposición en la Corrala, que no pueden perderse, y la publicación de ‘La lista de Orwell’, que deben ustedes abalanzarse a leer; le acreditan como uno de los Grandes de Granada, que es tanto como decir uno de los Grandes del Tebeo en España. 

Jesús Lens

Fouché, el Villarejo de Napoleón

Fouché. ¿Le suena el nombre? Hace unos años, la editorial Acantilado publicó ‘Fouché. Retrato de un hombre político’, de Stefan Zweig, una de sus míticas biografías noveladas. Recuerdo que me abalancé a la librería para comprarlo… pero no le metí mano. Se quedó en alguna de esas pilas de libros pendientes a las que soy tan aficionado. El llamado arte del Tsundoku con el que los japoneses describen a los enfermos bibliófilos que amontonamos libros sin leer aunque no dejemos de buscar, comprar y adquirir.

Fouché. ¿Conoce su figura? Así lo describe el autor: “Los gobiernos, las formas de Estado, las opiniones, los hombres cambian, todo se precipita y desaparece en ese furioso torbellino del cambio de siglo, sólo uno se queda siempre en el mismo sitio, al servicio de todos y de todas las ideas: Joseph Fouché”.

Dentro de unas semanas iremos en masa a ver ‘Napoleón’, la magna y prometedora nueva película de Ridley Scott con Joaquin Phoenix interpretando al mítico personaje. ¡El gran proyecto frustrado de Stanley Kubrick por fin llega a las pantallas! Dos dudas me asaltan: ¿cuánto habrá del Napoleón kubrickiano en ella? ¿Quién hará de Fouché y qué espacio ocupará en la narración?

Fouché. ¿Cuánto sabe de él? Yo apenas conocía nada, más allá de sus dotes como espía. Ahora, sin embargo, me vanaglorio de saber una ‘jartá’. Y es que acaba de llegar a las librerías la versión en cómic del clásico de Zweig y me la he bebido con la misma fruición con que trasegaba los tercios de cerveza después de las carreras de montaña más duras.

‘Fouché. El genio tenebroso’ es una joya que viene firmada por ese otro genio, Kim, Premio Nacional del Cómic en 2010 junto a Antonio Altarriba y autor del mítico personaje de ‘Martínez el facha’ a través del que satiriza en El Jueves a la extrema derecha española desde hace décadas.

Échenle un vistazo a la portada del soberbio cómic, exquisitamente publicado por Norma Editorial. Fíjense en la severidad de ese rostro enjuto y afilado. ¿No da yuyu? Pues cuando lean las 117 páginas del álbum sabrán lo que es el miedo. El terror. Habrán descubierto a uno de los arribistas y manipuladores más inquietantes de la historia. A un ser maquiavélico elevado a la enésima potencia. Y ojo a los años en que ejerció su maléfica labor, que nació en 1759 y murió en 1820. 

Échenle un vistazo a la Wikipedia para refrescar la memoria sobre lo que pasó aquellos años, sobre todo a partir de 1789, cuando nuestro hombre apenas contaba 30 años de edad, pero una sólida formación a sus espaldas, como descubriremos en las dos primeras páginas del cómic.

Y es que Kim no se anda por las ramas. Todo es mollar en este tebeo. No hay una sola viñeta de relleno. Hijo de familia de marineros y mercaderes, Fouché nace en el puerto de Nantes, pero “bien pronto se vio que ese muchacho delgado, espigado, anémico, nervioso y feo carecía de toda aptitud para oficio tan duro y arriesgado en aquel tiempo”. Como era buen estudiante, termina ingresando en la Iglesia, donde enseña a la vez que aprende. Hasta que cumple los 30 años a los que antes nos referíamos. A partir de ahí, 115 páginas de puro deleite.

Como tantas veces antes, no le voy a arruinar una sola de las sorpresas que le aguardan en ‘Fouché. El genio tenebroso’. Sólo le diré que no me extrañaría que un tal Villarejo tuviese su retrato como fondo de pantalla en su móvil. Ahí lo dejo.

Jesús Lens