MAGUEY

Este texto lo escribí en 2005. No sé si habrá aguantado el paso del tiempo. Creo que no lo publiqué nunca. A ver si les gusta.

Hace unos años, cuando acababa de terminar el rodaje de “Perdita Durango”, el director de cine Álex de la Iglesia decía que, entre las cosas más sorprendentes que había visto por la zona fronteriza entre México y los Estados Unidos, se encontraba el respeto reverencial por los cactus. De hecho, tras obtener el permiso para filmar dentro de un Parque Nacional, las autoridades indicaron al equipo de rodaje que dañar una de esas plantas estaba penado… con cárcel.

¿Qué tiene una planta que aquí, en España, tenemos reducida al nivel, prácticamente, de una mala hierba? De primeras, el cactus tiene su protagonismo en la mismísima bandera mexicana. De hecho, está en el propio origen fundacional del país ya que, cuenta la leyenda, cuando los mexicas andaban a la búsqueda de un lugar donde radicar su capital, una señal les indicó que habían de encontrar un águila que tuviese una serpiente entre sus garras y estuviese posada sobre un cactus.

Y si el cactus está en la bandera, eso es algo serio; que los mexicanos son muy mexicanos y llevan su enseña orgullo, haciéndola flamear siempre que se presenta ocasión. Como hacía Hugo camino del Kilimanjaro, por ejemplo.

Cualquiera que viaje a México se impregna, muy pronto, de la cultura del cactus. Camino de Teotihuacán, por ejemplo, paré en un chiringuito que ha hecho del maguey su particular piedra filosofal. “Es una planta extraordinaria. El maguey puede proporcionar al hombre casa, vestido, comida y salud, además de ser un extraordinario medio de conservación del conocimiento al funcionar como un resiste papel en que la tinta queda impresa de por vida.”

¿Estaba exagerando Efraín acerca de las cualidades de esta planta mágica? Ni mucho menos. Sobre el terreno nos hacen una demostración práctica, raspador artesanal de obsidiana en mano, de cómo obtener largos pergaminos de la planta, de cómo sacar aguja e hilo para coser y, sobre todo, de cómo sangrarla para obtener el aguamiel con que hacer el pulque primero y el mezcal y el tequila después.

Está rico el pulque. Dulzón, pero sin empalagar. Y tiene efectos afrodisíacos. Supuestamente. Pero vamos, que lo importante es que se trata de una deliciosa bebida refrescante de la que, dejándola fermentar, embotellándola y añadiéndole un gusano se obtiene el famoso mezcal que tantas veces hemos visto en el cine y hemos leído en los libros. O el tequila. Ese tequila que, reposado, es un placer de dioses.

Es fuerte el mezcal. Con un poderoso sabor a humo que te sube directamente al cerebro, casi sin pasar por el estómago. La Lupe, sabiendo que a palo seco es muy fuerte, lo vende mezclado con otras bebidas, para que su ingesta sea más placentera a las papilas gustativas poco amantes de las emociones explosivas: maracuyá, coco, café y otra amplia variedad de sabores hacen que el combinado de mezcal sepa bien sabroso a los paladares no mexicanos.

Las hojas del nopal, fritas o asadas, no están malas. Y los higos chumbos… ¿de dónde salen? Atentos a un comentario de Fray Juan Navarro: “El cocimiento de tres o cuatro hojas con otros tantos chiles purga bien por cámara y orina los humores gruesos y fríos. El vino que se saca de sus hojas medio asadas es útil al asma. Maguey divino o de Dios; su zumo bebido y aplicado por fuera sana las calenturas.”

¿Es extraño, pues, que del 11 al 15 de septiembre se haya celebrado en Oaxaca la Primera Semana Cultural del Maguey, “para resaltar los valores históricos y socioculturales ligadas a la producción del Maguey y del Mezcal” o que el artista oaxaqueño Rodolfo Nieto utilizara los grandes cactus y nopaleras como motivo de una muy especial inspiración artística?


Y eso sin hablar del cada vez más conocido, famoso, usado y reivindicado aloe vera. Hasta estrechas faldas, bien ajustadas y embutidas, con una capa interior de aloe, son utilizadas por las mujeres más “in” para ir recibiendo un continuo masaje de aloe mientras hacen vida normal; tal y como comentaba Miguel Ángel Rodríguez Pinto cuando glosábamos las maravillas de Oaxaca.

Y es que en México hay hasta 400 especies de maguey. Tantas que no es de extrañar que el hermoso y subyugante jardín del fastuoso Monasterio de Santo Domingo esté diseñado, exclusivamente, con cactus, magueyes, nopaleras y otras modalidades de esta prodigiosa planta que, en España, también conocemos como pita y que, como decíamos al principio, tratamos con un poco de desprecio. Cuando, a todo lo antedicho, se une el que sirve como extraordinario agente antierosionador del suelo.

Y que son muy agradecidos, a decir de los campesinos, que prenden en casi cualquier sitio y, sobre todo, que pocos cuidados requieren para criarse bien hermosos. Y poca agua, con lo que enlazamos con el título de estas notas.

Decir que en España cada vez llueve menos es una obviedad. Las zonas del sureste peninsular cada vez se van pareciendo más a un semidesierto, precisamente el tipo de clima perfecto para una planta que, tanto por rendimiento económico como por pura estética, va a terminar jugando un papel muy importante en nuestros paisajes… ¿y en nuestras industrias?

Los tequilas y mezcales más depurados se cotizan alto en el mercado. Los buenos reposados de las mejores añadas alcanzan los precios de los Riojas del 82. Y del aloe va quedando poco por decir, sin contar con que el agua para mantener verdes los jardines de césped empieza a estar por las nubes.

¿Tienen nuestros viveros mucha variedad de cactus entre su oferta? Porque el primero que empiece a importar, por ejemplo, esas grandes nopaleras mexicanas de proporciones homéricas, puede ponerse las botas. Y el que aprenda a destilar el hidromiel y fabrique buenos mezcales y tequilas, lo mismo se hace de oro.

Las cosas (y el clima) están cambiando. Hay que adaptarse. Y si en este mundo hay una planta que ha sabido adaptarse a las circunstancias más duras y difíciles, a la aridez de los secarrales más aparentemente estériles e improductivos, ésa ha sido el cactus. Todo un ejemplo a tener en cuenta.

Jesús Lens Espinosa de los Monteros.
25 de septiembre de 2005.

DE ROCA, AL SANTUARIO, PASANDO POR LANJARÓN Y LAS MAGIADERÍAS

Ayer nos estrenamos en una cena de Estrellas. De estrellas Michelín. En un macrohotel de Monachil operaba el equipo gastronómico del restaurante La Roca, de El Ejido. Fue una cena grata, llena de platos grandes con contenidos más pequeños, pero selectos. La pena es que fueran cicateros con el vino, pero pasamos una velada de lo más agradable, con Pepe, Panchi y Álvaro, amigos del buen comer, el mejor beber y, sobre todo, del más placentero vivir.

Tartar, pichones, tosta de calamares, una aceituna con Martini (que no un Martini con aceituna) y un largo etcétera de platos que nos condujeron, después, a la Chana, a Santuario, una terraza de verano en plan ibicenco, chill out, camas, piscinas y múltiples barras al aire libre donde dimos cuenta de unos cuantos Charros Negros, entre planes de futuro, convocatorias, bromas y cachondeos.

Lo que bebimos, desde luego, era de buena calidad. Si no, ahora, sería un Ecce Homo. Sábado de relax, tranquilidad, lectura y sofá. Y haremos unos kilómetros rápidos para no perder la tensión de las piernas, anticipando un domingo que amanecerá temprano, para ir a correr a Lanjarón. Una carrera más del Circuito de Fondo de la Diputación, 18 kms. y medio con sus cuestas arriba y abajo, por parajes alpujarreños, entre el pueblo del agua y la vecina Órgiva. Y vuelta.


Supongo que aprovecharemos el viaje para tomar unas viandas típicas del lugar, con Javi y, si se quedan, algunos de Las Verdes antes de, por la tarde, pasarnos por Vegas del Genil, a ver las Magiaderías de MagoMigue y Santi Rodríguez, en la Carpa Municipal.

Un fin de semana variado, movido, distinto y no sé si singular, pero desde luego, grato, agradable, relajado y completo.

Seguimos on line.

DE LA GUERRA DE LOS FOGONEROS A UN POSTRE AMARGO

Dedicado a mi sorprendente y sorprendida Alter Ega, Cristina Macía,
cuyo esencial y necesario tratado gastronómico “Dame la lata”,
imprescindible para solteros, supervivientes y estresados
ya está encargado a mi querido agente del Círculo de Lectores.

Tenía unas ganas locas de tomar partido en la denominada Guerra de los Fogones que enfrenta a Santamaría, como abanderado de la comida de toda la vida, con Adriá & co., defensores de las deconstrucciones, el guisado con nitrógeno y las cocinas termoespaciales de diseño, más parecidas a un laboratorio de artista que a una honrada trastienda en que trajinar con alimentos.

Estaba afilando la pluma, presto a enfangarme en el debate, cuando caí en la cuenta de que nunca he ido (ni presumiblemente iré) a ninguno de esos templos de la nueva gastronomía. Ni de la vieja, que Santamaría habla mucho, pero cobra a precio de oro nitrogenado cada una de las judías ultrabiológicas que sirve en un plato de fabes.

Así que, dejo que sea Forges el que hable por mí en esto de la Guerra de los Folloneros, digo Fogoneros. Y también le cedo la palabra a Cristina, que una vez me leyó escribir mal sobre Adriá y me amenazó con decostuirme los morros de un sopapo.

Y vamos con un tema gastronómico más de andar por casa, rebajando el alcance de la guerra de las cocinas a ámbitos más domésticos. Hace unas semanas escribimos unas notas tituladas “Cómo perder un cliente en media hora” en que comentábamos lo acontecido en una cafetería con un camarero un tanto chungo.

El sábado pasado, cenando en el restaurante La Bella Dama, Sacai y yo nos enfrentamos a una situación, llamémosla curiosa, de esta nuestra Granada hostelera y gastronómica. En este caso, voy a referir los hechos de la manera más objetiva, fría y desapasionada, recabando vuestra opinión sobre lo que pensáis del hecho. Sin hacer juicios de valor previos.

Un hecho intrascendente, que conste, pero desde mi punto de vista, muy ilustrativo de… Bueno. Luego lo comentamos.

El caso es que nos habíamos tomado una tabla de ahumados y una fondue de carne, unas cervezas y unas coca-colas. Y pedimos el postre. Nos apetecía terminar de castigarnos el cuerpo con una fondue de chocolate. Las había de varios tipos. Nos decidimos por la de chocolate a la menta.

A Sacai le encantan las fresas así que le preguntamos al camarero que con qué fruta ponían la fondue.

– Con bizcocho, piña y melocotón.
– ¿Puede ser con fresas?
– Pues fresas hay en la cocina, pero voy a preguntar.

Al minuto, regresó el camarero para decir que sí. Que podía ser con fresas. Pero que tenían que ir como complemento del postre. Efectivamente, nos trajeron la piña, el melocotón, el bizcocho… y un cuenquito con siete fresas partidas en tres cada una. Y digo siete siendo generoso.

Nos tomamos la fondue, pedimos la cuenta y, por las fresas, nos cobraron 3,21 euros.

Llegados a este punto, podría decir lo que opino del tema y las sensaciones provocadas por el detalle en cuestión. Pero prefiero escuchar vuestro parecer. Y que conste que la cosa no tiene que ver con el dinero. Yo, como buen cinéfilo, sé que hay que dejar un 10% de la cuenta en concepto de propina. Cuando la propina es merecida.

En este caso, y sintiéndolo por el camarero, serio y profesional, no hubo propina. Que hubiera sido de seis euros. Luego pensé que el hombre podría haber dicho que no. Que no había fresas. Y listo. Es verdad que el tema de los 3,21 no era responsabilidad suya. Pero, en aquel momento, el cuerpo no me pedía dejar propina, precisamente. Aunque si nos dice que no hay fresas y luego otro comensal las pide…

En fin. Que no sé qué piensan ustedes de este método de gestión hostelero-gastronómico.

¡Pasapalabra!

Jesús Lens Espinosa de los Monteros.

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