Mala gente y, además, ridícula

El pasado miércoles, después de echar unas canastas y con la satisfacción del deber baloncestístico cumplido, el cuerpo me pedía hidratación, por lo que puse rumbo a un bar. Hacía tiempo que le había echado el ojo a un gastrobar de mi entorno y encaminé mis sedientos y cansinos pasos hacia su terraza.

Cuando estaba a punto de llegar me crucé con dos jóvenes que, vestidos de calle, corrían por la acera como si tuvieran el coche mal aparcado y un guardia hubiera sacado su bloc de multas. Les confieso que me escamó. Suspicaz que es uno. He escrito ‘jóvenes’, pero tendría que haberme referido a ellos de manera más ajustada: niñatos. Veinteañeros que deberían tener negras según qué partes de su cuerpo. Pero no.

Ejemplo de Sinpa

Como bien habrán deducido ustedes, aquel par de mequetrefes había hecho un ‘sinpa’ y corrían como gallinas, tratando de que no se les viera el plumero. “No es por las cuatro cervezas, es el coraje, la rabia que da”. Algo así decían los encargados, no sé si también dueños del garito. La atenta camarera que servía a toda velocidad, con exquisita profesionalidad, y el cocinero que había salido a ver si les echaba el ojo. Y el guante. Pero ya era tarde.

Por pura casualidad, esa misma mañana me había fijado en el cartel de un bar del Zaidín: “El servicio en terraza se paga al momento”. ¿Un celo exagerado? A la vista está que no. Me cabrea esa mala gente que, además, es ridícula. Hay que ser miserable para echar a correr por no pagar dos cervezas. Y conste que su ropa pija, esas bermuditas de color rojo bermellón y las camisas que vestían; no les hacía parecer sospechosos. Lo que tiene fiarse de las pintas. Y de la apariencia.

Desde que coordino el suplemento Gourmet de este periódico, que pueden leer hoy viernes en sus páginas centrales, siento más de cerca las zozobras de todas las personas que trabajan en el mundo de la hostelería. De todas formas, mi respeto y mi admiración por ellas es histórico y viene desde tiempos inmemoriales. Así, la dedicatoria de mi libro ‘Café-Bar Cinema’, publicado allá por 2011, rezaba lo siguiente: “A toda la gente de la hostelería que, con su sacrificado trabajo detrás de las barras, en las cocinas o en las mesas, contribuye a nuestra felicidad. Suyos son el mérito y el esfuerzo. Nuestro, el placer. Va por ustedes. ¡Salud!”.

Lo dicho: va por ustedes. ¡Salud!

Jesús Lens

Bares, qué lugares

En las últimas semanas han abierto dos bares en mi entorno habitual. Para mí, la apertura de un bar por los alrededores en que suelo moverme es toda una promesa de placer sin límites. Tomarte una birra en un buen bar acaba convirtiéndose, casi siempre, en el mejor momento del día. Pero es que, además, solo el hecho de que esté ahí, ya resulta reconfortante: aunque no lo pises en varios días, su mera presencia ya es satisfactoria.

Ni que decir tiene que, en cuanto abrieron sus puertas, fui a visitar cada uno ellos, con el mismo ánimo prospectivo con que Livingstone se adentraba en lo más intrincado del África ignota. Y de dicha prospección les hablo hoy en IDEAL.

 

Entré al primero de los garitos a la vuelta del cine. Y lo hice solo. Nada más cruzar la puerta, un gélido frío de apoderó de mí: tras semanas de reformas, la inmensa pared tras la barra, desnuda y vacía, no parecía ser una meditada muestra minimalismo, precisamente. Esa impresión de descuido y dejadez se vio confirmada por la presencia de una tele al fondo del local que emitía vídeos musicales de dudoso gusto, a todo volumen, en un infernal bucle sin fin.

Me pusieron una caña mientras elegía una tapa de las cerca de treinta que había en la carta… y no tenían ninguna de las tres primeras que pedí. Finalmente opté por la albóndiga. Llegó un par de minutos después. Me la llevé a la boca… ¡y me abrasé! Con el paladar en carne viva, pagué la cuenta jurándome no volver a pisar el local. De momento, lo he cumplido.

 

El segundo de los garitos está montado a todo lujo, decorado con cálida madera y metal posmoderno, amplias cristaleras, larga y poderosa barra y un montón de elegantes y sugerentes detalles.

 

En esta ocasión fui con un grupo de amigos. Con sed, después de haber jugado al baloncesto. Había clientes, pero no era nada escandaloso. Una hora después nos marchábamos, tan molestos como sedientos. Una hora durante la que los sobrepasados camareros solo consiguieron llevarnos dos rondas de cerveza. E, insisto, no es que el local rebosara. Era, sencillamente, una cuestión de gestión de recursos humanos. De mala gestión. Ustedes me entienden…

¿Casualidad? Posiblemente. Pero hablen, hablen ustedes con trabajadores del sector de la hostelería con los que tengan confianza, a ver qué les cuentan sobre sus condiciones laborales.

 

Jesús Lens

Café Society

Lo bueno de Woody Allen, más allá de su cita anual con las pantallas de cine, es que sus películas son fácilmente clasificables en dos categorías: las muy buenas y las obras maestras.

Café Society Allen

Me resulta curioso leer algunas críticas escritas con ese tonillo de superioridad, entre lo moral y lo intelectual, que hablan de “un Woody Allen menor”, como si la más diminuta de sus películas no fuera infinitamente mejor al 90% del cine que se estrena en las pantallas convencionales.

Ir a ver cualquier película de Woody Allen es un acierto seguro. Un 1 en la Quiniela. Uno de esos ritos anuales tan placenteros como el principio de las vacaciones o el fin de las Navidades. Pero, como ocurre con “Café Society”, cuando Woody Allen está plena forma, ir a ver una de sus películas se convierte en uno de los grandes momentos cinematográficos del año.

Contar de qué va una película de Allen es un ejercicio de futilidad. Sus películas van, siempre, de él mismo. De sus demonios, obsesiones, paranoias y de su fascinante mundo interior. De ser judío. Y de no serlo. Y de la muerte, claro.

En uno de sus verborreícos y deliciosos parlamentos, la voz en off que nos acompaña durante toda la película sostiene: «Vive cada día como si fuera el último, y uno de ellos acertarás”. ¿Se puede decir más con menos palabras?

Sí. Cuando dice algo así como que la vida es una comedia escrita por un guionista sádico. Por ejemplo. Perlas de la filosofía de un Allen que en “Café Society” vuelve a acertar de pleno. Con la ambientación, entre un Hollywood áspero y un Nueva York mucho más agradecido, con sus gángsteres incluidos.

Café Society poster

Acierta con ese triángulo protagonista, extraordinario, empezando por un Steve Carrell que, al principio, creemos que se nos va a hacer antipático. Pero no. Porque los personajes de Woody nunca lo son. ¿Y Jesse Eisenberg, una nueva vuelta de tuerca al Woody Allen actor por antonomasia? Esos trajes, ese destartalamiento, ese feliz atolondramiento, esas brillantes  réplicas apenas susurradas…

Y está, espectacular, Kristen Stewart, una actriz que, para algunos, tendrá que hacer penitencia hasta el día del Juicio Final por haber protagonizado la saga “Crepúsculo”, pero que en esta película está maravillosa.

Acierta Allen, por supuesto, con sus secundarios de lujo, desde los padres judíos del protagonista al cuñado filósofo. ¿Y ese hermano hampón y su pasión por el cemento? Su postrer conversión, de hecho, es tan desopilante como todo su tránsito por la película.

Acierta, Allen, con el juego entre Los Ángeles y Nueva York. Y con el garito del que se hace cargo el protagonista. ¡Qué gozada de sitio! Yo sería asiduo, desde luego. Y está el jazz, claro. Que suena mucho y muy bien.

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Pero, sobre todo, está el final. Un final prodigioso, en absoluto abierto. Un final onírico, viaje al final de la noche, y que le da sentido al desconcierto narrativo de algunas secuencias previas, que parecen saltar en el tiempo, sin orden ni concierto.

Un final, dos miradas perdidas en lontananza, introspectivas. Miradas que a todos se nos han escapado alguna vez. Y que, por eso, sentimos tan próximas y cercanas; tan cruelmente afiladas.

Jesús Lens

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Buscando un Bartender

Disiento de la máxima de que el periódico de hoy solo sirve para envolver el pescado (o los churros) de mañana. Por ejemplo, a un adicto a los recortes de prensa como yo, una página del IDEAL del pasado martes le ha salvado la vida.

Y es que dentro de tres semanas tengo uno de los exámenes más exigentes de mi carrera negro-criminal. Porque estoy invitado a participar en el festival Bruma Negra. Y los organizadores me han convocado en el Café Residence de Bilbao con Manu Iturregui, descrito en el programa como Bartender criminal. El objetivo: degustar, comentar y hablar sobre el Gimlet de “El largo adiós” y el Bronx de “El hombre delgado”.

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Y ahí me han pillado: si bien es cierto que, en su momento, le dediqué todo un libro a los cafés, bares y garitos más famosos de la historia del cine, lo cierto es que en cuestión de cócteles estoy bastante pegado.

Menos mal que he encontrado la brillante página de IDEAL que Cristina González dedicó hace unos días a la Asociación de Bartenders y Baristas de Granada.

Bartenders Granada

Sí. Es cierto. Podría bucear por internet y documentarme sobre el Gimlet y el Bronx, aprenderme sus historias y encontrar algunas anécdotas sobre ellos. Y lo haré, claro que sí. También volveré a leer a Chandler y a Hammett, para ponerme en situación. Pero convendrán conmigo en que, para hacer las cosas como Dios manda, un día de estos debo acodarme en alguna buena barra granadina y degustar los mencionados cócteles. Que aprenderse la teoría está muy bien, pero beberse práctica está mucho mejor.

¿Qué garito y a qué Bartender elegir? Porque, como bien señala el artículo, “Bartender no es solo el profesional que hace cócteles, es el que atiende una barra en toda su extensión”. Ahora mismo, esa es la cuestión. Que un buen Bartender, además de ser habilidoso conocedor de las mejores mezclas, debe ser un extraordinario psicólogo. Por ejemplo, para aguantar estoicamente el interrogatorio de un neófito sobre las bondades de la coctelería y la historia de algunos combinados. Como el Gimlet o el Bronx, por ejemplo.

Alexander Cocktail is the answer
Alexander Cocktail is the answer

Ya ven ustedes, la cultura, los sacrificios que nos obliga a hacer y las aventuras a las que termina conduciéndonos. Que una velada, en una buena barra, se sabe cómo empieza, pero nunca cómo termina…

Jesús Lens

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