ÁNGEL

Apenas leo poesía. Es como si alguna fuerza maligna me alejara de ella. Hasta su formato, los versos, me condicionan la lectura. Paso por encima de ellos, casi sin fijarme, como si la brevedad de los renglones me urgiera.

Por ejemplo, si en una novela aparece intercalado un poema, aunque mi vista lo lee, mi consciente parece evadirlo, ignorarlo. No me deja poso. Tengo que volver una y otra vez a leer cada verso, cada palabra, haciendo un inusual ejercicio de concentración.

Nunca he sabido el porqué de ello.

Y, sin embargo, cuando he estado en Semana Negra y he escuchado los recitales de poesía de la madrugada de los jueves, muchas cosas se me han removido por dentro. La magia que desprendían las palabras del añorado Ángel González y Luis García Montero se hacía palpable, densa y corpórea en esa abarrotada Carpa de Encuentros.


El viernes, una amiga me envió un poema.

Y esta vez, no me costó leerlo. Porque escuchaba la cadencia de la voz de su autor, como si lo estuviera recitando, como si me lo estuviera leyendo.

Leía las palabras de “El otoño se acerca” y veía a Ángel, en la terraza del Don Manuel, sentado en la mesa más cercana a la puerta, con su barba blanca, delgado, sonrisa gentil en los labios, fumando, bebiendo un whisky.

Una inmejorable forma de pasar un fin de semana.

EL OTOÑO SE ACERCA
Angel González

El otoño se acerca con muy poco ruido:
apagadas cigarras, unos grillos apenas,
defienden el reducto
de un verano obstinado en perpetuarse,
cuya suntuosa cola aún brilla hacia el oeste.
.
Se diría que aquí no pasa nada,
pero un silencio súbito ilumina el prodigio:
ha pasado
un ángel
que se llamaba luz, o fuego, o vida.
.
Y lo perdimos para siempre.

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