Aplazar, cancelar, suspender

Estos días estoy en comunicación directa con la embajada de Uzbekistán en Madrid. En Semana Santa tenía previsto visitar su país para cumplir uno de mis sueños viajeros: conocer Samarkanda. Un plan que, me temo, va a resultar fallido.

En Uzbekistán no hay coronavirus, por lo que la embajada me advierte que a los viajeros con síntomas de la enfermedad que llegaran a su país, se les dejaría durante 14 días en cuarentena. Y espérate tu, que la república asiática no permite la entrada a su territorio de vuelos procedentes de Afganistán, China, Corea, Irán o Italia.

Los ciudadanos de los muy desarrollados países de la Unión Europa ya no somos bienvenidos en todos sitios, como hasta ahora. Por una vez estamos bajo la escrutadora mirada de unos funcionarios a quienes no les temblará el pulso a la hora de impedirnos la entrada en su país si consideran que somos un riesgo para la salud de sus ciudadanos. Esta vez, nosotros somos los Otros.

Estos días miro con respeto, admiración y cariño a todas las personas, colectivos, entidades e instituciones que, en aras de la máxima responsabilidad con respecto al coronavirus, están aplazando, suspendiendo o cancelando sus viajes, citas, convocatorias y programas de actividades, más o menos populosos.

Todos y cada uno de nosotros, como ciudadanos, tenemos una enorme responsabilidad a la hora de minimizar los riesgos de contagio. Por mi parte, ya he cancelado un viaje por Huelva y Cádiz que tenía previsto para la semana que viene. Ya habrá ocasión de visitar las bodegas de Jerez o los jamones de Jabugo.

Ayer tampoco fui a jugar al baloncesto con mi peña. Me parece contradictorio estar a favor de que se cierren los recintos deportivos al público y, a la vez, practicar deporte de contacto en un pabellón. En las próximas semanas, excepto por razones laborales o personales urgentes y perentorias, trataré de estar lo más recogido posible. Más por responsabilidad que por miedo. Aunque canguelo también tengo, no voy a mentirles. Echaré de menos ir al cine, los conciertos y el deporte. Pero debemos ser conscientes y consecuentes.

Jesús Lens

Oriente me mata

Hace un tiempo, antes de que la Consejería de Cultura de la Junta de Andalucía decidiera dejar morir al festival Cines del Sur, le comentaba a su director, José Sánchez Montes, la posibilidad de organizar un ciclo sobre el fascinante cine negro oriental que se estaba haciendo en China, Japón y, sobre todo, en Corea.

A raíz de la ensalada de Óscar que le han dado a Bong Joon-ho y su prodigiosa ‘Parásitos’, en Filmin han estrenado un puñado de películas coreanas, a las que me he enganchado furibundamente y con pasión. A las negras y criminales, me refiero, que a las más poéticas y reflexivas todavía no me he entregado.

En un fin de semana vi ‘The yellow sea’, ‘Niebla’ y ‘Mother’. Tres películas fuertes e impactantes. Duras. Sucias. Crueles en muchos momentos. Así las cosas, no es de extrañar que el domingo me despertara antes del amanecer sudando, agobiado por las pesadillas. Había matado a alguien y trataba de mantenerlo oculto. Al cadáver y al hecho en sí. Las cámaras de vigilancia no dejaban de escrutar cada paso que daba mientras trataba de huir de no un espacio lacustre. Terminaba emprendiéndola a golpes con un coche, sin poder escapar.

De todo ello hay en las películas citadas. Cine negro de muchos quilates en el que la emigración y la violencia contra los inmigrantes están muy presentes, convertidos en temas de la máxima actualidad. Y es que la frontera entre Corea y China es compleja. Muy compleja. Como la mayoría de fronteras, por otra parte. Son temas universales. Como universal es un deseo compartido por la mayoría de seres humanos: buscarse la vida donde hay oportunidades.

En ‘Mother’, un sentimiento que mezcla justicia y venganza impulsa a una madre a hacer todo lo posible (y lo imposible) por demostrar que su hijo, aquejado de una discapacidad intelectual, es inocente del crimen que le imputan las autoridades y, por extensión, el pueblo entero donde residen. ¿De qué no sería capaz una madre con tal de salvar a su hijo?

Les aconsejo fervorosamente que vean la selección de películas coreanas que ha hecho Filmin. Es extraordinaria. Pero, ojo. Su cine negro no se anda con chiquitas ni contemplaciones. Su violencia, además de abundante y generosa, es seca, dura y brutal. No está teatralizada ni mediatizada, como es habitual en el mainstream hollywoodiense.

Vi otra película coreana, ‘The Berlin File’, en clave de espías y cine de acción. Muy movida. ¡La que se lía en la capital alemana entre los agentes secretos de las dos Coreas! En esta sí hay trepidantes persecuciones de coches y tiros a gogó. Pistolas, metralletas y explosivos. Aun así, también hay esos estallidos de violencia salvaje, esa violencia física que trata de herir al espectador.

La violencia del cine coreano impacta porque, por lo general, utiliza elementos cotidianos y del día a día como instrumentos del mal. Si ustedes vieron la mítica ‘Old Boy’ sabrán de lo que hablo, con el martillo convertido en arma letal, elemento protagonista de la trama, visible en el propio póster del film. Lo del martillo, de hecho, ha creado escuela en el cine independiente norteamericano, tal y como pudimos ver en películas como ‘Drive’ o, más recientemente, ‘En realidad, nunca estuviste aquí’. (De hecho, les dedicamos una entrega especial de El Rincón Oscuro a los martillos matones… Leer AQUÍ)

En ‘Mother’, por ejemplo, hay un momento en que la protagonista, una señora mayor, tan respetable como enclenque, administra justicia con una gruesa llave de cocodrilo. ¿Reconocen esa herramienta? Es como una llave inglesa, pero más grande y pesada. ¡Tremendo! Y cuidadito cuando se desencadena la furia de las cadenas voladoras.

Está el tema de las sartenes y cacerolas. Porque en las casas coreanas, están muy a mano. O en los barcos. Y se convierten en objetos contundentes con los que defenderse de un agresor o con los que atacar a un inesperado e indeseable visitante. Desde que veo cine coreano, le tengo mucho más respeto al menaje de las cocinas.

Las palas son objetos homicidas más clásicos. Sobre todo, en el cine británico. Y es que se trata de una herramienta muy versátil: permite romperle la crisma a un enemigo y, acto seguido, cavar el agujero en el que enterrar su cuerpo. Toda una metáfora. Azadas y azadones, hachas y hachuelas, sierras y serruchos; tan rurales, son herramientas universales con las que zanjar discusiones de lindes, tierras, herencias y cosechas.

Y nos queda, por supuesto, la cuestión de los cuchillos. La capacidad de pegarse cuchilladas que muestra el cine coreano resulta estremecedora. Sobre todo cuando los protagonistas pinchan una y otra los cuerpos de sus enemigos, que se resisten a caer.

¿Es una violencia gratuita? Sinceramente, creo que no. Es una violencia a la que no estamos acostumbrados, de la que salpica la pantalla. Pero no es banal. Ni espectacular. Es sucia, insistimos. Devastadora. Avisados quedan.

Jesús Lens