Sucia zona de confort

Pasaba por un Shawarma del Zaidín, el martes alrededor de la media noche. Había unos cuatro o cinco clientes dentro. Gente joven y bullanguera. Un par de minutos antes me había cruzado con unos chavales que juntaban dinero para comprar una litrona en el Chino de la esquina.

Justo enfrente del Shawarma, un banco. De los de madera. Completamente impracticable, repleto de desperdicios y basura: latas y botellas de plástico vacías esparcidas, recipientes de hamburguesas y varias bolsas tiradas por el suelo y, lo peor, el banco esturreado de salsas varias.

No sé si la intención de los chavales del Shawarma era tomarse su cena al fresquito o si los del litro de birra habían pensado disfrutarlo bajo las estrellas, pero en aquel banco no iba a ser, desde luego. ¿Para tranquilidad de los vecinos? Era será otra columna…

Cuando llegué a casa eché un vistazo a las últimas noticias y me llamó la atención lo de Senegal. Lo de la actitud de su público en el Mundial, quiero decir, con los aficionados recogiendo en la grada los desperdicios generados durante el transcurso del partido, para facilitar la labor de limpieza del estadio. ¡La caña! Luego vi que los seguidores japoneses habían hecho lo mismo, pero los senegaleses fueron los primeros. Al menos, para mí.

¿Qué convierte a determinadas personas en cerdos redomados, con perdón para el género porcino? Me resulta inexplicable. Nunca he entendido que a la gente no le avergüence dejar su basura tirada en mitad de la calle. Lo tengo muy escrito: ¿quién es el primero que, en el bar, tira al suelo su servilleta de papel o una cabeza de gamba, cuando está todo limpio y espercojao? Se empieza por ahí y se termina tuneando un banco con kétchup y mostaza. Por joder, básicamente.

Menos mal que, paradójicamente, el fútbol nos reconcilia con lo mejor del ser humano. Del ser humano senegalés o japonés, que de momento no consta que la afición española haya dejado limpia su zona de confort del estadio.

A ver si contra Irán cundiera el ejemplo. (Que no consta que cundiera)

Jesús Lens

“Wild, Wild Country”: el True Crime televisivo más inquietante

Cuando iba por mitad de la serie “Wild, Wild Country”, la última genialidad televisiva que se puede ver en Netflix, le escribí un güasap a mi socio y alma máter Gustavo Gómez: “Creo que es un Fake. No puede ser cierto lo que cuenta esta serie. Eso sí: si es un Fake, está inmejorablemente realizado”.

Una vez vista la serie documental de los hermanos Maclain y Champan Way, ya sé que no. Que “Wild Wild Country” no es un un falso documental de seis horas de duración. Y lo sé porque, desde que terminé de ver la última entrega, he estado documentándome sobre la secta de los Rajneeshees, su traslado de la India al estado de Oregón, Estados Unidos, y todo lo que allí ocurrió. Me he documentado sobre el culto liderado por Bhagwan Shree Rajneesh, posteriormente bautizado como Osho, y sobre el auténtico cerebro gris tras la operación: la perturbadora, manipuladora e inquietante Ma Anand Sheela.

Primer apunte: la secta fundada por Osho sigue activa y, por ejemplo en España, tiene varios centros abiertos y en funcionamiento, aunque sus adeptos no la llaman secta, ¡faltaría más! El punto fuerte de su programa es la meditación. Y todo lo que tiene que ver con la transformación personal, la energía y demás palabrería new age trufada de orientalismo y color azafrán. Sobre el hecho de que su líder fundador llegara a atesorar 80 Cadillacs, sin embargo, no se pronuncian sus actuales practicantes, conocidos como los sanniasin.

Que el mensaje de Osho fue malinterpretado y que Sheela fue la culpable de todo, dicen. Como si de la mismísima Yoko Ono se tratara. Sobre las propiedades mágicas y transmutadoras de las pulseras de diamantes que lucía su inmaculado gurú en la muñeca, los sanniasin contemporáneos tampoco suelen decir esta boca es mía.

Pero, ¿de qué hablamos cuando hablamos de culpabilidades y de culpables? ¿Culpables de qué? ¿De estafas económicas, siempre tan próximas a los cultos religiosos y a la credulidad de la gente? ¡Por supuesto que sí! Pero “Wild, Wild Country” también habla de inmigración ilegal y tráfico de personas, de tráfico de armas, escuchas ilegales, palizas y otras modalidades de abusos físicos; de acoso, conspiración, intentos de asesinato, chantaje, manipulación electoral y bioterrorismo. Entre otras cuestiones… ¿Es o no es terreno abonado al Noir? ¿Ven por qué pensaba yo que era un Fake, un falso documental?

La cosa comienza en India, en los años del desencanto post hippy, con miles de confusos jóvenes de todo el mundo que seguían considerando al país asiático como La Meca de la meditación, la iluminación y la transformación personal. Y allí dan con el tal Bhagwan, un gurú que no tiene empacho en combinar la faceta espiritual del ser humano con la crudamente crematística, declarándose fan irredento del capitalismo más puro y más duro.

Vemos a una una jovencita Ma Anand Sheela caer rendida a los encantos de Bhagwan y, a este, recompensar su devoción y su inteligencia convirtiéndola en su secretaria personal y en su portavoz.

Cuando el gobierno de Indira Gandhi empiece a preocuparse por el culto de Bhagwan, a interesarse por sus finanzas y a inquietarse por lo desmesurado de sus reclamos, con el amor libre como bandera y una salvaje y agotadora modalidad de meditación como hecho diferencial; el gurú embarca a su secretaria personal en una insólita misión: viajar al extranjero y encontrar la Tierra Prometida a la que trasladar su infraestructura, su culto y a sus acólitos.

La Tierra Prometida resultó estar en un pueblo del estado de Oregón: Antelope, habitado por apenas un centenar de personas. Sheela compró un buen puñado de hectáreas de terreno, en un rancho adyacente. Y allá que se trasladaron, de golpe y porrazo, de un día para otro, cientos y cientos de sanniasin.

Todo lo que ocurre a partir de ese momento, resumido en más de cinco horas de adictivo metraje, resulta increíble, en el más estricto sentido de la palabra. Increíble, inaudito, impensable, insólito, inquietante y todos los in más sorpresivos que ustedes sean capaces de imaginar.

El arrollador éxito de “Wild, Wild Country” se basa en tres aspectos. Por una parte, en la cantidad de material fílmico original al que los directores han tenido acceso. En segundo lugar, al impacto que tuvo la llegada de los sanniaasin a los Estados Unidos y a la enorme cobertura mediática que se le dio a todo lo que hicieron, lo que sirve para contextualizar los aspectos más sorprendentes de la historia.

Y, por supuesto, resultan imprescindibles las largas y profundas entrevistas que los directores hicieron a tres personas muy relacionadas con la secta: el cultivado abogado que defendió a Bhagwan en los juzgados, una de las integrantes de la secta con protagonismo activo en varios de los delitos imputados y… ¡a la mismísima Ma Anand Sheela, que sigue vivita y coleando!

Vean “Wild, Wild Country” y ya me dirán si no es lo más extraño, raro y diferente que han visto en mucho, mucho tiempo.

Jesús Lens