Country Noir con aroma a western

Que iba a haber tercera temporada de “True Detective”, lo sabíamos. Que el protagonista será el oscarizado Mahershala Ali, también. Que Nic Pizzolato volvería a estar al mando de operaciones, era incuestionable. Y el hecho de que David Milch colabore en el guion nos hace concebir grandes esperanzas acerca de la vuelta de la añorada serie: hablamos de un animal televisivo que ha participado en “Canción triste de Hill Street”, “La ley de Los Ángeles” o la mítica “Deadwood”, por no ser muy prolijos y venirnos a tiempos más recientes.

Lo que no sabíamos, hasta ahora, era que la trama de desarrollará en los Ozarks, un espacio mítico, sugerente y repleto de posibilidades narrativas y visuales que hemos descubierto en la excelente serie de Netflix titulada, sencillamente, “Ozark” y cuya primera temporada nos ha dejado babeando a los amantes del Noir. Y a los del Western.

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De acuerdo con la Wikipedia, “Los Ozarks, es una región montañosa densamente arbolada situada en el Medio Oeste de los Estados Unidos. Se extiende desde San Luis hasta el río Arkansas, ocupando un área de unos 122.000 km² en los estados de Missouri, Arkansas y Oklahoma y una parte muy pequeña en Kansas”.

Solo leer esos nombres hace que los buenos aficionados al Western sintamos una tentación casi irrefrenable de descolgar el viejo winchester de la chimenea, calzarnos las botas de cuero, ponernos las espuelas, ensillar al caballo y salir a cabalgar.

 

Solo que el Oeste ha cambiado mucho y el tan pavisoso como adecuado actor Jason Bateman, en vez de encarnar a un bienintencionado leguleyo del Este que pretende llevar el imperio de la ley a los dominios de Liberty Valance; interpreta a un asesor financiero de Chicago que lava el dinero del narco y ha de salir por pies de la Ciudad del Viento para esconderse en los Ozarks, arrastrando a su familia con él.

Pero los Ozarks no le reciben precisamente bien. Sobre todo, cuando empiece a meterse en la vida de sus vecinos, alterando un frágil ecosistema en el que las especies más amenazadas y en mayor peligro de extinción no son los pinzones y los abejarucos, precisamente.

 

Y ahí es cuando el término redneck sale a relucir, en toda su extensión. Redneck no tiene una traducción fácil al español. Cateto, paleto o patán no están a la altura de un término que es más, mucho más que todo eso. Y no digamos ya “campesino”, otra de las acepciones conferidas por la RAE.

 

Cuando hablamos de rednecks, nos referimos a los habitantes de la América profunda que, alejados del mundanal ruido y campando a sus anchas en terrenos aislados, solitarios, escabrosos y de tan difícil acceso como los Ozarks, no solo han construido códigos culturales propios, sino que conforman comunidades ferozmente cerradas y violentas en las que predomina la endogamia y donde ser forastero es sinónimo de ser enemigo.

 

Esta modalidad salvaje -y, por lo general, oligofrénica y mentalmente disminuida- de cuellos rojos, tal y como se conocía originalmente a los agricultores de nuca abrasada por el trabajo bajo el sol, nos ha aterrorizado en películas como “Deliverance”, de John Boorman; o “La matanza del Texas”, del recientemente fallecido Tobe Hopper.

Pero hay otra modalidad de rednecks: los que practican una cultura de la resistencia y que, apegados a la tierra y a sus raíces, están orgullosos de vivir al margen de la sociedad, integrados en la naturaleza. Tipos duros y montaraces, como la protagonista de esa obra maestra que es “Winter’s bone”, por ejemplo.

 

A caballo entre los unos y los otros se sitúan los rednecks de “Ozark”, que odian que les llamen de esa manera. Y en ese estadio intermedio podríamos situar, también, a la familia Burroughs, dueña y señora de la conocida como Bull Mountain, emplazamiento del norte de Georgia en el que también se consume alcohol de maíz en tarro de cristal, destilado en alambiques caseros… mientras se trafica con drogas algo más modernas y sofisticadas. Como la metanfetamina.

Varias generaciones de Burroughs protagonizan la brutal y extraordinaria novela “Bull Mountain”, publicada por Siruela y en la que Brian Panovich nos conduce, con pulso firme y mano de hierro, por un territorio mítico tan indómito, complicado y salvaje como los Ozarks, en mitad de una guerra civil.

 

Porque Clayton Burroughs, decidido a romper con el estereotipo criminal de su familia, se convierte en sheriff. Algo que sus hermanos no ven con buenos ojos. Lo que no es de extrañar, a tenor de la siguiente declaración de intenciones, al principio de la novela: “Cooper Burroughs se sentó a mascar tabaco mientras observaba la espalda de su hijo de nueve años cavando su primera tumba. Había mucha más enseñanza en eso que en matar un ciervo con una cornamenta de ocho puntas”. Y es que, en ocasiones, una plácida jornada de caza puede terminar por írsenos de las manos…

Tanto el Western como el Noir son géneros en los que la fuerza del destino y la lucha contra la predestinación están muy presentes. Para conferirle dramatismo y fuerza a esos temas, la montaña, los ríos y los desiertos eran parte inherente e imprescindible de la trama de las películas del Oeste. Por su parte, en los policiales clásicos, el paisaje urbano se erigía en auténtica jungla de asfalto para gángsteres, policías y detectives.

 

Así las cosas, resulta de lo más estimulante descubrir nuevas novelas, películas y series de televisión capaces de fusionar el Western y el género negro, actualizándolos de forma creíble y atractiva, de forma que podamos seguir disfrutando de historias violentas desarrolladas en el corazón de la naturaleza salvaje… en pleno siglo XXI.

 

Jesús Lens

La cesta y los huevos

No me gusta utilizar la mal llamada sabiduría popular como argumento en ninguna charla o argumentación. A fin de cuentas, nuestro refranero lo mismo defiende que “A la tercera va la vencida”  como que “No hay dos sin tres”.

Los argumentos basados en refranes -o en la tradición- tienen escaso sustento lógico y científico, sin embargo, con el mantra de los llenazos turísticos de Granada, repetido hasta la saciedad en los últimos meses; no puedo evitar acordarme de la cesta, los huevos y del peligro de apostarlo todo nuestro capital al mismo número, viendo a la bolita saltar mientras gira la ruleta.

 

Se han hecho públicos los datos de empleo de final de agosto y, si en toda España han sido malos, en Granada han sido nefastos. Como no podía ser de otra manera en una economía que parece haber puesto todos sus huevos en la cesta del turismo y de la hostelería. Aunque el tema de convertir en un binomio perfecto a la hostelería y al turismo se merece un sereno análisis.

Según los datos publicados, el paro ha subido en Granada un 2,58% en el último mes, por un 1,39% que ha subido en España y un 2,10% en Andalucía. Es cierto que, en términos interanuales, el paro granadino habría descendido un 6,76%, pero es que en Andalucía lo hizo un 7,87% y en el conjunto de España, un 8,52%. O sea que una de las provincias con más paro de España, está a la cola, también, de la recuperación del mercado laboral.

 

No son buenos datos. Sobre todo, porque no casan con la realidad de los reventones turísticos del último año. Y no casan porque, a la luz de los números, una parte de la realidad queda a oscuras: la realidad de la precariedad, las horas extra sin cotizar, los contratos de media jornada que se estiran hasta ser de jornada completa…

¿Qué sería, por otra parte, de la economía granadina y de su mercado laboral sin la hostelería y el turismo? Efectivamente, somos incapaces siquiera de imaginarlo. Por eso, el concepto de turismofobia nos parece una pijada: si no fuera por los turistas, íbamos dados.

 

Dicen los genios visionarios de lo macro que la Crisis ha terminado. ¡Será en ese mítico lugar llamado La Europa Comunitaria! Porque en la Tierra del Chavico, desde luego, no.

 

Jesús Lens