Almería, territorio mítico del Noir

No me gusta arrimar el ascua a la sardina del Noir y proclamar que clásicos de la literatura universal como “Crimen y castigo” de Dostoievski, por ejemplo, serían precedentes de nuestro género favorito. Hay gente que, con tal de “prestigiarlo” académicamente, consideran que los episodios bíblicos de Caín y Abel o el de los galeotes, del Quijote, serían puro género negro.

Y, sin embargo, desde que leí los poemas de García Lorca sobre los gitanos y sus cuitas con la Guardia Civil y, sobre todo, desde “Bodas de sangre”, no puedo evitar encontrarle una dimensión muy negra y criminal al más universal de nuestros poetas. De hecho, estoy seguro de que si los fascistas no le hubieran asesinado en 1936, habría terminado por escribir género negro, que Hammett publicó lo mejor de su obra entre 1929 y 1934 y Chandler, en la década de los 40 del pasado siglo.

 

El caso es que, en un país serio, el cortijo de “Bodas de sangre”, conocido como el Cortijo del Fraile y situado en el término municipal almeriense de Níjar, sería un Bien de Interés Cultural que iría más allá de la calificación administrativa y estaría restaurado y en uso, en vez de presentar el lamentable estado ruinoso que muestra en la actualidad.

Me acordaba de ello mientras veía “La novia”, la película de Paula Ortiz que volvió sobre el conocido como Crimen de Níjar que, el 22 de julio de 1928, sacudió a toda España.

 

La historia es bien conocida: Francisca Cañadas Morales, que vivía en el famoso Cortijo del Fraile, huyó a caballo con su primo, Francisco Montes Cañadas, el mismo día en que iba a casarse con Casimiro Pérez Pino. El hermano del novio abandonado salió en busca de los prófugos y, cuando los halló, mató a Francisco, del que su prima estaba enamorada desde que eran niños. Ella consiguió salvar la vida, estableciéndose cerca de Níjar, donde vivió hasta el día de su muerte. Nunca se casó y jamás concedió una entrevista.

 

Con estas mimbres, la mítica Colombine, Carmen de Burgos, escribió la novela “Puñal de claveles” y, se supone, Lorca se inspiró en aquella luctuosa historia para escribir su famosa tragedia en verso.

La película de Paula Ortiz, en la que una sensacional Inma Cuesta da vida a la novia, es un desaforado poema visual tan interesante como desmedido, filmado entre la Capadocia turca y Los Monegros.

 

El resultado final, visualmente hablando, es espectacular. Pero me quedó un cierto poso amargo porque no se filmara en el propio Cabo de Gata, que Almería es una tierra históricamente vinculada al cine, desde los tiempos del spaghetti western.

Quizá por eso me ha gustado tanto la novela “La mala hierba”, del escritor murciano Agustín Martínez. Por la brillante utilización que hace del paisaje desértico de Almería, consiguiendo que el lector masque el polvo del terreno o que el frío de la madrugada le cale los huesos. Y todo ello en una historia radicalmente contemporánea.

 

Publicada por Plaza y Janés, “La mala hierba” cuenta la historia de una familia compuesta por tres personas: Jacobo, que acaba de perder su trabajo en la gran ciudad; su esposa Irene y la hija de ambos, Miriam, una joven preadolescente a la que va a costar trabajo adaptarse a la vida en Portocarrero, pueblo del desierto almeriense. De hecho, la familia no va a vivir en el propio pueblo, sino en el viejo cortijo familiar, bastante deteriorado, y al que se llega a través de un carril en mal estado.

No va a ser fácil la vida allí. Algo que sabremos desde el principio de la novela, cuando unos desconocidos entran en el cortijo y la emprenden a tiros con la familia.

 

A partir de dicha premisa, la novela irá hacia delante y hacia atrás, en una narración muy cinematográfica que conecta a “La mala hierba” con clásicos del cine norteamericano como “Conspiración de silencio” o “Perros de paja”, dos atípicos westerns. Tan atípicos como esta novela, en la que la narración avanza, a veces, a golpe de conversaciones de whatsapp.

“Twin Peaks” nos enseñó que, más allá de la fachada amable, en un pueblo pequeño puede anidar tanta o más corrupción moral que en una gran y despersonalizada ciudad. Y que, por mucho que sus habitantes se saluden por su nombre cada mañana y tomen copas juntos, por la noche; los odios cervales e inveterados, la envidia, la codicia, la soberbia y el resto de los pecados capitales encuentran un inmejorable caldo de cultivo en pequeñas comunidades en las que los roles vienen dados desde tiempos inmemoriales.

 

“La mala hierba” es una novela de personajes y de ambientes cuya trama tiene giros y escorzos que sorprenden al lector, dejándole con la boca abierta en más de una ocasión. Una novela de más de 400 páginas que no me extrañaría que, pronto, veamos convertida en película. O en serie de televisión. Y, en este caso, sí me gustaría que fuera filmada en los parajes naturales en los que transcurre la acción.

Esa Almería que, desde “Campos de Níjar”, de Goytisolo, se ha convertido en un territorio mítico gracias a una naturaleza austera y exigente que reduce y aplasta al ser humano, mostrándole qué insignificante puede llegar a ser y obligándole a dar lo mejor de sí mismo para salir adelante.

 

Jesús Lens

Des…

Días de desconexión, desaceleración, desaparición. Tenía escrita esta columna desde hace un par de días. De hecho, era la que estaba previsto que saliera el pasado viernes. Los acontecimientos de Barcelona la convirtieron, de pronto, en algo frívolo, absurdo, casi surrealista.

 

¿Cómo hablar de vacaciones, del cansancio de este plomizo mes de agosto, de lo largo que se está haciendo un verano que empezó a freírnos y a achicharrarnos a comienzos de mes de junio, y que lleva acumuladas tantas alertas amarillas y naranjas que parece una cesta de cítricos?

 

Jugando con las palabras, les decía que no me lo tomaran a mal, pero que iba a tratar de estar muy a gusto el resto de agosto y que, para ello, me evadiría de todas las responsabilidades posibles. Por ejemplo, la de esta columna. No porque me pese o me canse, sino para relajar a las neuronas, sin forzarlas a buscar tema cada día, a plantearse el tono y la forma del artículo, etcétera.

 

Cuando ocurre una atrocidad como la de Barcelona, cada persona reacciona de forma distinta. Quienes llevamos el veneno de la literatura en las venas, necesitamos exorcizar nuestros demonios, descomprimir y expulsar el miedo, el asco y la rabia a través de la escritura.

 

Escribir una columna diaria es tanto una gozada, créanme, como una responsabilidad. Publicar todos los días en IDEAL, además de ser un privilegio, es un desafío constante a la creatividad que me obliga a estar atento a la realidad, a leer mucho, a hablar más, a preguntar, buscar, estudiar, recordar, consultar, investigar… Que rellenar de palabras con sentido esta cajetilla, todos los días, no es fácil.

 

Dado que, como ya les conté, este año no puedo viajar, había pensado marcarme un Cifuentes y seguir escribiendo esta columna todo el verano, que no hay nada más retador y apasionante. La luctuosa y trágica actualidad, además, así parece exigirlo.

 

Sin embargo, a agosto aún le quedan dos semanas largas y la mente me pide relajo y abandono; descanso y desconexión, entregarse a la molicie y rendirse al tiempo espontáneo: hacer lo que le dé la gana según el momento, sin compromisos ni obligaciones.

 

Días para seguir la actualidad de cerca, pero también para mantenerme un poco alejado de todo y para leer mucho, tratando de encontrar respuestas a los desafíos del futuro inmediato. Nos reecontramos en septiembre. ¡Cuídense!

 

Jesús Lens

Acción. Reacción. Contradicción

Reconozco que me molestó, el jueves por la noche, leer estados de Facebook de gente que seguía a lo suyo, como si lo de Barcelona no hubiera pasado. Sí. Es cierto que no se arregla nada con crespones negros, velas y fotitos con mensajes de apoyo, pero la solidaridad demuestra, como mínimo, empatía. El que sigue a lo suyo, con sus cosas, además de parecer un frívolo absoluto, demuestra una egolatría y una insensibilidad que roza lo psicopático.

 

Y, sin embargo, más allá de mostrar un ápice de solidaridad cibernética, ¿qué hacer? ¿Cómo llenar las horas? Por un lado, estamos convencidos de que tenemos que seguir con nuestra vida para no darles la razón a los terroristas. Pero, ¿cómo disfrutar de un concierto, de una película, de una cerveza o de un libro, con lo que estaba ocurriendo? Es lo que tiene ser humanos: que somos pura contradicción.

 

La gente llena el Twitter de gatitos y las fuerzas del orden piden que no se viralicen vídeos ni fotografías con las imágenes de las víctimas. Pero los medios de comunicación están obligados a contar lo que pasa. A mostrarlo. ¿Serían honestas las portadas de los periódicos sin la foto de las Ramblas con los cuerpos tendidos de algunas de las víctimas? Complicado debate. Pero, sinceramente, creo que no.

 

Entre recrearse en el morbo, la sangre y la desolación y mostrar imágenes dulcificadas que no muestran la verdadera magnitud de la tragedia, están el rigor y la profesionalidad de los periodistas, que nada tiene que ver con retuitear compulsivamente información de fuentes dudosas ni con compartir grabaciones de móviles con imágenes salvajes. Insisto, son las contradicciones de esta edad digital en la que vivimos.

 

Leo salvajadas y animaladas en las redes sociales, también. Y quejas ridículas de gente más ridícula aún, que trata de politizar y polemizar sobre cualquier acontecimiento, mezclando la banalidad con la tragedia. Y no me parece mal. Las redes se han convertido en una de las formas de descompresión favoritas de mucha gente. Y, si vomitando su odio, su racismo y su desprecio de forma virtual, se queda más relajada y actúa con cordura en su vida normal; eso que ganamos todos. Siempre que no se traspase un límite: el marcado por el Código Penal.

 

Acción. Reacción. Contradicción. Mientras, pasan los minutos. Pasan las horas. Pasan los días.

 

Jesús Lens

 

Con Barcelona

Me asomo a las últimas informaciones sobre el atentado de Barcelona, antes de escribir estas notas, y me invade la náusea al leer que ya van trece personas muertas.

Pienso en los muchos amigos que tengo en Barcelona y suplico que no haya ninguno afectado. Pienso en las víctimas, en sus familias, en el terrible dolor provocado por esta animalada.

 

Leo que se busca una furgoneta blanca, que los terroristas están atrincherados en una tienda o, quizá, en un restaurante turco.

 

Y las preguntas. ¿Cómo es posible? ¿Por qué ha ocurrido algo así? ¿Quién es capaz de una atrocidad de este calibre? ¿Qué quieren? ¿Qué buscan?

 

A lo largo de los últimos años se vienen repitiendo este tipo de atentados con una descorazonadora frecuencia. Y lo que más miedo da es que resultan imprevisibles: un desequilibrado, un coche o una furgoneta y se desata el Apocalipsis.

Frederic Amat

Sin bombas, sin explosivos, sin armas. Lo de Charlottesville de hace unos días es buena prueba de que cualquier enfermo, al volante de un coche, se puede convertir en un arma letal.

 

Cuando ocurren barbaridades como ésta, la vida queda en suspenso. Es difícil encontrar las palabras y todas las cosas en las que basamos nuestro día a día cotidiano dejan de tener sentido.

 

Y sin embargo, hay que seguir adelante con nuestra vida. Es la única manera posible de desarmar el terrorismo. De combatirlo de raíz. De vencerlo. Seguir adelante. Seguir creyendo en la democracia y en el Estado de Derecho. Seguir defendiendo nuestras libertades y nuestros derechos. No pensar en tomar atajos.

 

Las vísceras, las tripas piden venganza. En estos momentos de dolor, duelo e indignación, es fácil dejarse llevar por la ira.

 

Resulta esencial apelar a la sensatez, a la calma y a la frialdad de todos los poderes públicos. Es necesario un frente unido, sólido y cerrado en torno al gobierno. Que no se utilice de forma partidista una atrocidad como la de Barcelona.

 

Que el atentado de ayer sirva para hacernos más fuertes como ciudadanos y como sociedad. Ése sería el mayor fracaso de los terroristas.

 

Jesús Lens

Comer bien

Hace unos días fui a comer con mi Cuate Pepe a un gastrolugar de Peligros, el Panema. Pedimos arroz, cochinillo y pulpo.

Reconozco que, así expuesto, el tema pierde gracia. Porque el primer plato era, en realidad, un arroz negro de sepia con alioli de salsa kimchi, el cochinillo iba confitado a baja temperatura, acompañado de una salsa de manzana que le daba un delicioso toque dulce y el pulpo… ¡ay, el pulpo!

Me encantan los cefalópodos. Me encanta verlos, buceando en el mar, y me encanta comerlos, en el plato. Pero cocinar bien el pulpo es algo muy, muy complicado. ¡Cuántas veces me he arriesgado a pedir un pulpo a la gallega en cualquier sitio y me lo han puesto crudo, duro y correoso o pasado como una ciruela!

El pulpo del otro día, a la brasa, acompañado por unas curiosas patatas fritas de color violeta y una salsa romesco, fue una de las grandes delicias gastronómicas que he disfrutado este año.

El problema es que en esto de la cocina, como en tantas otras facetas de nuestra vida, hay mucha tontería y mucho postureo. Mucha cáscara y poco fruto. Mucho ruido y pocas nueces.

Leo una nota gastronómica de tres párrafos que incluye los siguientes palabros: viajeros gourmet, food explorers, food market, foodies, food court, delicatessen, bakery, coffee, pintxos y sushi. En tres párrafos impresos sobre papel couché con profusión de lujosas fotografías, por supuesto.

Uno lee semejante sarta de pamplinas y sale disparado a una venta de las de toda la vida, a meterse entre pecho y espalda un buen plato alpujarreño con sus papas a lo pobre, su chorizo y su morcilla; otro de los grandes placeres gastronómicos que nos brinda el terruño.

Será que soy Géminis, que tengo buena boca o que, sin quererlo, practico el mindfulness gastronómico, pero disfruto con la misma pasión de un espeto de sardinas, piedra filosofal de la paleodieta, costumbre atávica y ancestral en la que los cuatro elementos primigenios se conjugan para regalarnos un bocado exquisito; que de una elaborada creación fruto de la investigación, la innovación y la tecnología.

Empieza a estar de moda renegar de los avances científicos aplicados a la cocina. La burbuja de Másterchefs y de Food-cháchara ya cansa. Pero no confundamos el tontunismo rampante con el buen trabajo, la curiosidad, la osadía y la innovación.

Jesús Lens