Juan Madrid y los perros que muerden

Juan Madrid está de vuelta. Y no ha venido solo. En su nueva cita con las librerías y con los lectores, está acompañado por un puñado de perros. Que él dice que duermen. Pero no. Son perros fieros que gruñen y ladran. Perros que muerden.

Hace unos meses, en Getafe Negro, tras la presentación de la extraordinaria novela de Andrés Pérez Domínguez estuve hablando con la gente de Alianza Editorial, que se mostró completamente entusiasmada con el nuevo libro de Juan Madrid. Que era un tocho gordo, me dijeron. De cerca de quinientas páginas. Y que era una de las grandes obras de uno de los maestros del noir español.

Por cuestiones de fuerza mayor, el lanzamiento de “Perros que duermen” se ha retrasado unos cuantos meses, que la enfermedad sorprendió a Juan justo en el momento en que se preparaba la primera edición. “Una enfermedad te puede impedir escribir e incluso matarte y es un fastidio. No conozco nada peor”, ha declarado un Juan Madrid felizmente recuperado.

Por fortuna y desde hace unos días, “Perros que duermen” ya está en librerías. ¡Y qué razón tenían los editores de Alianza! Efectivamente, estamos ante una de las obras capitales de Juan Madrid, lo que es tanto como decir que estamos ante una de las obras capitales de la narrativa española contemporánea.

 

Tras varias novelas en las que Juan ha escrito sobre algunas de las lacras de la sociedad contemporánea, de la burbuja inmobiliaria y las políticas especulativas a la gentrificación –mucho antes de que ese horrible nombre se hiciera popular en los medios de comunicación- y a la corrupción; en “Perros que duermen”, el autor vuelve su mirada al pasado. A nuestro pasado. Al pasado de la historia de España.

Por mucho que algunos se obstinen en olvidar y enterrar, hay heridas del pasado que siguen supurando y que, mientras no se curen, jamás podrán cicatrizar. Como señala el autor: “Necesitaba contar esta historia. Se lo debía a mis padres, que lucharon en la guerra y me transmitieron sus sueños. Estuve más de dos años trabajando en ella, aún creo que no he terminado de escribirla. Ahora hay sombras por todas partes y muchas de ellas generadas en la guerra. Otras son de ahora, pero nacieron antes. Este es un país de sombras”.

 

De esas heridas y de esas sombras habla Juan en una novela que abarca un arco temporal que ocupa los años de la Guerra Civil y el primer periodo de la posguerra, cuando todavía había esperanzas de que el contexto internacional influyese en España, mientras los franquistas y la Falange se enzarzaron en una guerra sin cuartel por el control del gobierno.

Los protagonistas de “Perros que duermen” son, por una parte, Juan Delforo hijo, uno de los personajes recurrentes en la narrativa de Juan Madrid, a través del que ha construido una metaliteratura muy interesante, y Juan Delforo padre, un militar republicano que luchó en la defensa de Madrid y que es detenido y condenado a muerte, al final de la guerra.

 

Por otra parte está Dimas Prado, un falangista al que se encarga la investigación de un salvaje asesinato, en el Burgos de 1938: un jerarca de los nacionales ha asesinado a una prostituta y, después, se ha ensañado con el cadáver. Prado investigará dicho crimen y, posteriormente, intervendrá para evitar el fusilamiento de Delforo.

 

A partir de ahí, Juan Madrid traza un fresco, gris y sombrío, sobre unos años de plomo en los que todo fue desesperanza, miseria, dolor y podredumbre, física y moral. Años en los que a algunos solo les quedó la resistencia, como actitud vital.

“Perros que duermen” es una novela que narra, con la fuerza arrebatadora que caracteriza la prosa de Juan Madrid, los años de plomo del siglo XX español. Una novela en la que las balas siembran de cadáveres buena parte de sus páginas y en la que la investigación de un asesinato, durante lo peor del horror, se convierte en perfecta metáfora de la locura.

 

Como metafóricos son los perros a los que alude Juan Madrid en el evocador título de su novela. Esos perros que duermen, pero que, en cuanto te descuidas, muerden.

 

Jesús Lens

Cervecería de cultura

A nuestra vuelta de Irán pasamos un día en Barcelona, a la espera de coger el vuelo a Granada. Es cierto que fuimos a La Pedrera, pero mentiría si no confieso que la visita más recordada de aquella jornada, tras diez días de rigurosa Ley Seca en el país de los ayatolás, fue al moderno bar restaurante en que la cervecera Moritz ha convertido su fábrica.

Me acordaba de aquella visita al leer que, en Berlín, en pleno centro de la capital alemana, abre sus puertas la Kulturbrauerei, literalmente, Cervecería de Cultura. Se trata de un enorme edificio industrial de ladrillo que, construido a finales del siglo XIX, albergó la fábrica de cerveza más grande de Europa.

 

Ahora es un gran espacio cultural de 25.000 metros cuadrados con una veintena de edificios y seis patios enlazados entre sí. Un lugar en que conviven salas de cine y teatro con pabellones para actuaciones musicales, bares, cantinas y restaurantes y amplios espacios para el disfrute de ferias gastronómicas.

Ni que decir tiene que la Kulturbrauerei se ha convertido en uno de los pulmones culturales más vivos y excitantes de Berlín, acogiendo igual conciertos de grandes bandas internacionales que el famoso Mercado de Navidad o una enorme hoguera en la Noche de Valpurgis.

 

Sí. Lo sé. Y ustedes saben que yo sé en lo que tanto ustedes como yo estamos pensando. ¿Se imaginan que, en mitad de la popularmente conocida como Cuesta de las Cervezas Alhambra, conviviera la fábrica de nuestras adoradas Especial, Milno y Roja con un espacio cultural y recreativo, una vez rehabilitados los pabellones más antiguos, actualmente cerrados?

Granada no ha tratado bien su patrimonio industrial. De hecho, no lo ha tratado de ninguna manera, olvidándolo y destruyéndolo. Tener en el centro de Granada un espacio como el de la fábrica de Cervezas Alhambra es un privilegio y sería fabuloso que una de las grandes empresas de nuestra tierra mostrara al público las interioridades del proceso creativo de una de nuestras bebidas de referencia… además de darle vida cultural y festiva a esa zona de Granada.

El compromiso de Cervezas Alhambra con la cultura local es innegable. Convertir parte de su fábrica en otro espacio cultural más para esta ciudad, una vez restaurada, sería algo que redundaría en beneficio de todos. ¿Le echamos una pensada mientras nos tomamos unas cañas?

 

Jesús Lens

Equidistancias y argumentarios

Lo que más me gusta de la realidad es que, en ocasiones, nos obliga a hacer denodados esfuerzos fantasioso-imaginativos, dialécticos y estilísticos. Por ejemplo, lo de la concesión de la Medalla de Oro de Cádiz a la Virgen del Rosario, aprobada por el ayuntamiento gaditano gobernado por Kichi y Podemos.

¡Increíble, leer a gente de la izquierda laica -y hasta atea- de toda la vida, tratando de justificar lo injustificable! Pocas veces la expresión “comulgar con ruedas de molino” ha tenido tanto sentido. En serio. Solo por leer según qué estados de Facebook, hay que darle las gracias a la susodicha Virgen del Rosario.

 

Que digo yo que, con callarse, ya está bien, ¿no? Que eso de hacerle la pelota a los de arriba y reírles todas sus gracias, debería tener un límite. ¿No dicen que quien calla, otorga? ¡Pues ya está!

Desde que en los partidos políticos se ha puesto de moda lo de tirar de argumentario-tutorial hasta para ir al baño, los militantes-activistas cibernéticos aburren cantidad, siempre con el manual a cuestas, a modo de catecismo.

 

Y luego están los que, con tal de mantener las equidistancias de lo políticamente correcto y del buenrollismo imperante, son capaces de justificar cualquier cosa. Es algo que me deja anonadado. Gente que hace funambulismo mental para tratar de demostrar que contempla todos los ángulos y examina todas las perspectivas de cualquier situación, antes de manifestarse, significarse o tomar partido.

 

Es la gente del pero. Del pero empobrecedor. Del pero que le resta fuerza y valor a cualquier afirmación o declaración. Es la gente que, cuando matan a tres mujeres en 24 horas, critican la violencia machista, pero sostienen que hay que analizar cada caso de forma concreta e individualizada y que no hay que olvidar que también puede haber hombres maltratados.

Y nos queda la otra equidistancia. La de quienes afirman atesorar tanta información, que todo les parece entre mal y peor. Entonces, cuando se trata de votar a Hillary o a Trump, concluyen que ambos son igual de malos. Y no votan contra Trump. Al no votar a Hillary. Y cuando sale Trump, solo dicen: ¡Quién-lo-iba-a-pensar! Pero insisten en que Hillary era malísima de la muerte.

 

A ver, cuando desaparezcan la cobertura médica y las ayudas para los estudios, qué argumentan los finos equidistantes.

 

Jesús Lens

Dos novelas noir

Hablemos de dos de las novelas negras que he leído recientemente y cuyas reseñas están en una de nuestras páginas hermanas, Calibre 38, referencia obligatoria para cualquier interesado en el género.

De «Piel de topo», de Jon Arretxe, publicada por Erein, ya hemos hablado. Que Toure es uno de nuestros personajes de cabecera, como escribí en esta entrega de El Rincón Oscuro.

Lo más importante en las novelas de Jon Arretxe es su capacidad para ponerse en la piel del Otro, lo que permite al lector verse reflejado en un espejo que le devuelve una imagen que, posiblemente, no es la que esperaba. Y eso es lo que convierte a Arretxe en uno de los grandes del Noir contemporáneo.

 

(Lee aquí la reseña completa)

 

Y luego está «Que te vaya como mereces», de Gonzalo Lema, publicada por Roca editorial y ganadora del Premio L’H Confidencial.

Si eres de los que considera que la trama y el argumento están sobrevalorados en la novela negra, que lo realmente importante son los personajes, el ambiente y el contexto, Que te vaya como mereces es tu novela.

 

Mi relación con Que te vaya como mereces ha sido cambiante. Al principio, me gustó el planteamiento del autor, sumergiéndonos en la sociedad boliviana contemporánea, llevándonos a sus bares y tugurios y describiendo la amplia y sugerente gastronomía de la tierra. Me lo pasaba bien con los personajes y seguía a Santiago Blanco, con alborozo, en todos sus paseos. Me gustaban sus réplicas, sus amoríos y hasta sus dudas y zozobras con respecto a su futuro.

 

Luego, me cansé de que no pasara nada.

 

Así que decidí aparcar Que te vaya como mereces y leer otra novela, antes de volver a Cochabamba. Pero la magia del realismo boliviano se había evaporado. Sí. Seguí tumbando birras con Santiago y comiendo todo lo que podía, con él, en los puestos del mercado. Pero cada vez que me hablaba de sus cuitas con Gladis, Margarita o con Uribe, el dueño del inmueble en que ejerce como conserje, terminaba cansándome y buscaba cualquier excusa para despedirme e irme a dormir.

 

(Lee aquí la reseña completa)

 

Jesús Lens

Perdiendo la cabeza

—En realidad, Washington Irving escribió “La leyenda de Sleepy Hollow” a modo de exorcismo —decía el doctor—. Escribió aquel cuento porque estaba aterrorizado.

—¿Y piensa usted que ahora puede estar ocurriéndole lo mismo, doctor? —preguntó Amelia—. Porque yo empiezo a creer que es de tanto escribir, que está perdiendo la cabeza…

Pieza: Katha

Washington Irving había llegado a Granada el 4 de mayo de 1829, acompañado del príncipe Dolgorouki. Tras instalarse en los apartamentos que el gobernador de la ciudad, Francisco de la Serna, había dispuesto para ellos en el Palacio de Carlos V, ambos amigos bajaron a la ciudad, a través de una serpenteante cuesta que, entre árboles y el rumor del agua, les condujo al Albaycín, el famoso barrio que fuera de los moros, tras la entrega de la ciudad.

Irving estaba desconcertado. Y las imprecaciones de Dolgorouki no contribuían a mejorar el ambiente.

—¿A quién se le ha ocurrido sembrar el camino de chinos?— protestaba—. Porque serán bonitos, pero un rato incómodos. ¿Y dónde está el ambientazo que decías que había en esta ciudad, siempre llena de gente joven y alegre, atraída por la fama de su centenaria Universidad?

A Washington no le quedaba más remedio que callar. Y asentir. Porque, efectivamente, la ciudad parecía muerta, prácticamente vacía y abandonada. Solo los restos de ominosas y siniestras cruces, hechas de madera resquebrajada y flores ya mustias, jalonaban su camino. También había otros restos, más orgánicos, más pestilentes y nauseabundos. Restos de vómito y orín por toda la carrera que discurría junto al río Darro, del que se decía que aún llevaba oro…

¿Qué demonios había pasado en aquella Granada que, en su primer viaje, Irving conoció bullanguera y festiva, dejando al margen el peculiar y extraño humor de sus habitantes?

No fue hasta la caída de la tarde, de vuelta a la Alhambra, que Irving y Dolgorouki supieron que la víspera de su llegada, el 3 de mayo, se había celebrado una gran fiesta en Granada, en la que buena parte de sus habitantes acabaron bastante perjudicados.

—Las Cruces. Una fiesta nauseabunda en la que se toma el nombre de Dios en vano, se bebe hasta la inconsciencia y hasta la gente más respetable de la ciudad termina bailando al son de esa música infernal, el flamenco que tocan los gitanos…

Quién hablaba con tanto odio como resentimiento era Mariano Maduro, un comerciante local con ínfulas de juntaletras que, en su momento, hizo fortuna en América. Un mediocre escritor que pagaba de su bolsillo la edición de los libros que decía escribir y que, nada más saber que el insigne Washington Irving había llegado a Granada, movió sus hilos para conseguir que el gobernador le invitara a la cena de bienvenida dispensada al famoso escritor y diplomático norteamericano.

Mariano Maduro es lo que, en jerga local granaína, llamarían un pesao. Un brasas. Un auténtico y reverendo coñazo. Tanto que, apenas lo conoció, el bueno de Dolgorouki salió por piernas de Granada, dejando abandonado a su suerte a su amigo Irving.

Al norteamericano le gustaba, a la caída de la tarde, dejar sus aposentos del Palacio de Carlos V y vagar por el recinto de la Alhambra, por entonces abierto y ocupado por gitanos, buhoneros, músicos y recitadores. Al principio lo hacía para quitarse de encima a Maduro, que no soportaba el contacto con la que consideraba gentuza del mal vivir, ladrones y estafadores. Después, le cogió el gusto a aquello de escuchar historias junto al fuego, mientras los músicos rasgueaban sus guitarras o se aplicaban al arte de dar palmas. Que nunca hubiera imaginado lo que, musicalmente hablando, podían dar de sí dos manos chocando, la una contra la otra.

Empezó a acostarse al alba, a levantarse a la hora del almuerzo y a pasar la tarde escribiendo en un espacio muy especial de la Alhambra que descubrió por casualidad, otra vez que trataba de dar esquizazo a Mariano: los apartamentos que, en su día, se prepararon para la reina Isabel de Farnesio.

Huyendo de la vida social a la que Maduro trataba de someterle con el único fin de pavonearse entre las clases pudientes de Granada, presentando a Irving como un compañero de letras, el bueno de Washington se mudó a aquellas habitaciones que, cerradas y abandonadas, le servían para espolear su imaginación.

No es de extrañar, pues, que dejara escrito que “Jamás he gozado de una residencia más deliciosa… Estoy tan enamorado de mi apartamento que me cuesta trabajo salir de él para dar mis paseos. Estar en el corazón de este gran palacio deshabitado te da una grata sensación de tranquilidad y sosiego difícil de descubrir”.

Efectivamente, Irving solo salía, por las noches, a disfrutar de las malas compañías, tal y como empezó a criticar Maduro delante del gobernador de la Serna… y de cualquiera que se le pusiera a tiro. Y es que, en el arte de la maledicencia, Maduro no tenía rival.

—Para mí que el extranjero se está aficionando en demasía no solo al vino, que ya hemos comprobado que lo bebe con generosidad…

—Sí. Sé lo que quiere decir, Maduro. Que también le pega bien a las chacinas. Sobre todo, a la morcilla. Que empezó por hacerle ascos, al enterarse de que era sangre frita con cebolla, pero que no ha tardado en cogerle el gustillo…

—No es a eso a lo que me refiero, señor gobernador. Me refiero a que juraría que nuestro invitado, su invitado, fuma algo más que tabaco cuando aspira de esa pipa de la que no se separa. Que sé lo que me digo, que conozco aquellas tierras. Y que eso que fuma es muy peligroso. Que trastorna la mente, que si yo le contara lo que yo he visto…

Así comenzó todo.

El hecho de que Irving apenas saliera de la Alhambra, pasándose buena parte del día durmiendo, escribiendo o… en lo alto de la Torre de Comares, observando lo que pasaba en la ciudad gracias a sus anteojos Doland; junto a su inveterada afición por la vida nocturna extramuros, empezó a granjearle la fama de excéntrico.

Pero los problemas, los problemas de verdad, comenzaron a primeros de julio de 1829, cuando Irving se empeñó en que había que celebrar el Día de la Independencia de los Estados Unidos. Aprovechando que el americano se mostraba especialmente excitado, Maduro convenció a una de las sirvientas del Palacio de Carlos V para que disolviera en el té que tomaba todas las mañanas unas hierbas que un boticario de confianza le había prescrito para calmar los nervios.

La mañana del 3 de julio, como tantas otras mañanas, Irving se levantó más cerca del mediodía que del amanecer. Pidió que le sirvieran el desayuno en el Patio de los Leones. ¡Otra más de sus rarezas y excentricidades! En vez de desayunar en sus aposentos, se empeñaba en hacerlo ora en el susodicho Patio de los Leones, ora en el Salón de Embajadores. Que sí, que desayunaría “al estilo de los reyes nazaríes”, como escribió a Dolgorouki en una de sus cartas, pero que no podía ser una costumbre más incómoda.

Y es que, a esas alturas, Mariano Maduro había sobornado a una de las sirvientas encargada de adecentar los apartamentos en que residía Irving, para que leyera su correo y le contara cualquier novedad digna de interés. Su correo… y cualquier otro documento en que el americano estuviera trabajando.

Nada más terminar de desayunar, aquella infausta mañana del 3 de julio, Washington empezó a encontrarse mal. Y la cosa fue a peor a lo largo del día: náuseas, fiebre, malestar general… A última hora de la tarde, Irving se metió en la alberca del Patio de los Arrayanes, como solía. Era uno de los momentos más placenteros del día, sumergirse en el agua calentada por el sol. Pero ni aquello consiguió templarle el cuerpo.

Aquella noche, Irving no salió.

El 4 de julio, Mariano Maduro se empeñó en desayunar con Irving. Por mucho que éste le dijera que estaba desganado, el granadino insistió en que, por lo menos, se tomara una infusión. Que siempre hace bien.

Para celebrar el 4 de julio y homenajear a su distinguido huésped, el gobernador de Granada había encargado un espectáculo de fuegos artificiales, manteniéndolo en secreto, de forma que fuera una agradable sorpresa para Irving. Solo estaban al tanto los pirotécnicos y, por supuesto, Maduro, al que no se escapaba nada de lo que pasaba en la ciudad.

Fue entonces que comenzaron las pesadillas. Fue esa misma noche del 4 de julio cuando la celebración de la Independencia de los Estados Unidos se convirtió, en la cabeza de Irving, en una auténtica locura. Tanto petardo, cohete y pólvora, tanto ruido y tanta explosión de luz en el cielo; Irving lo sintió como una gravísima amenaza contra su persona.

Esa noche, temblando por la fiebre, el escritor sintió cómo el mismísimo jinete sin cabeza de Sleepy Hollow se presentaba frente a él, entrando en Palacio a caballo mientras blandía una espada. Entonces surgió una voz sobrenatural exigiéndole que, o bien le entregaba el manuscrito en que estaba trabajando, o le rebanaría el cuello de un tajo y se llevaría su cabeza bajo el brazo.

Es en este punto de la historia cuando Amelia entra en acción y, tras comprobar el calamitoso estado en que se encontraba Irving, balbuceando y delirando, llamó a un doctor que, además de versado en medicina, era docto en letras.

—¿No estará como el Quijote, loco perdido y con la cabeza ida de tanto escuchar las leyendas de la Alhambra, encerrado entre estos fantasmagóricos muros? —preguntaba Amelia—. Que, si el sueño de la razón produce monstruos, las pesadillas de la sinrazón pueden producir fantasmas…

—Podría ser, sin duda. Pero más me inclino a pensar que la supuesta locura está provocada por algo más mundano, como la ingesta de algún tipo de tóxico…

Efectivamente, a la mañana siguiente, Amelia consiguió hacerse con una muestra de la infusión que una sirvienta le llevó a Irving.

—Ipomea violácea. O, como la llaman en México, Morning Glory. Muy usada en ceremonias rituales, al provocar vívidas visiones. Y todo ello, gracias al LSA, una sustancia psicoactiva que, no por casualidad, se parece enormemente al LSD…

—¿Psicoqué? —preguntó el médico, sin entender nada de lo que decía Amelia que le habían dicho de no se sabe qué sitio con el que se comunicaba misteriosamente. Laboratorio o algo así, había creído entender.

—Nada, nada. Que, efectivamente, nos están envenenando al bueno de Irving. Que no está perdiendo la cabeza. Que su empeño en entregar los papeles de su manuscrito, a cambio de que no le corten la cabeza, tiene una sólida base… química.

No tardó Amelia en descubrir el nombre de la persona que suministraba las hierbas que supuestamente debían calmar a Irving.

—Cuando vi el efecto que le provocaban, traté de negarme a seguir administrándoselas a Don Washington, pero entonces Don Mariano me amenazó con denunciarme a Don Francisco de la Serna. Y sentí miedo, que no sabe usted lo mal bicho que puede ser, Don Mariano…

¡Ay, Mariano, Mariano!

Qué pena que aquellos viajes de juventud por ultramar, además de depararle una notable fortuna y un amplio conocimiento de la farmacopea indígena, no le sirvieran para mejorar su escaso talento literario… ni para mitigar sus excesivas envidia y ambición.

Washinton Irving tardaría todavía unos días en depurar de su organismo el tóxico suministrado por el infame plagiador frustrado. Siguió disfrutando, eso sí, de sus baños vespertinos, en los Arrayanes. Y de las noches a la luz del fuego. Aunque ya no bebía tanto vino, la verdad sea dicha…

El 29 de julio de 1829, cuando dejó Granada, cruzó su mirada por última vez con Amelia, llevándose le mano al corazón mientras bajaba la cabeza, en señal de agradecimiento, a la vez que se tocaba el sombrero.

No lo hizo porque se hubiera enamorado, lo que tampoco habría sido tan extraño; sino porque, en el bolsillo interior de la casaca, bien pegado a su pecho, llevaba el único manuscrito de un libro que le convertiría en inmortal… y que a punto estuvo de hacerle perder la cabeza.

Jesús Lens

PD.- Mi buena amiga Katha, aliada en proyectos creativos desde hace años, me propuso participar en esta iniciativa. Confieso que no he visto «El Ministerio del Tiempo», lo que no tiene perdón. Pero sí enmienda. Aun así, quise escribir este relato, que homenajea a Granada, a Washington Irving, a los viajes en el tiempo y a su famosa obra inmortal. ¡Y con un guiño a la morcilla!

Jesús Lens