Un método peligroso

A la chita callando y a base de peliculones tan imponentes como solo aparentemente discretos, el otrora efectista y asalvajado David Cronenberg se está convirtiendo en uno de esos directores cada día más clásicos que, como los buenos vinos, ganan con los años. A pesar de algunas explosiones de sadismo circunstancial, “Una historia de violencia” y “Promesas del Este” son muy calmadas, plácidas y apacibles. En la superficie. Porque por debajo…

Y llegamos a esta “Un método peligroso”, que sorprendió enormemente cuando se estrenó en el Festival de Venecia, no en vano su fundamento y base estructura es la palabra.

Ha querido la casualidad que caiga esta película justo después de haber visto otra bomba de relojería verbal: “Un Dios salvaje”, de Roman Polanski, un director que parece llevar una carrera paralela a la de Cronenberg, con películas de corte clásico, pero ciertamente revolucionarias.

A estas alturas, todos sabemos que “Un método peligroso” cuenta la historia del encuentro /distanciamiento entre Freud y Jung, interpretados por dos magistrales y ajustados Vigo Mortensen y Michael Fassbender, la gran revelación del año. Aunque, en realidad, la auténtica protagonista, la persona que todo lo inicia y sirve como catalizadora de la historia, es Sabina Spielrein, interpretada por una mucho menos contenida y mucho más efectista Keira Knightley, a la que no será raro que nominen al Óscar por este desmesurado papel.

¿Preparando los agradecimientos para los Óscar?

Sabina es una rusa, judía, de clase alta, que sufre una crisis nerviosa al principio de la película, siendo internada en el hospital suizo en que ejerce Jung. A lo largo de la historia, la veremos convertida en un conejillo de Indias (va sin segundas) del médico y, después, crecerá y evolucionará hasta convertirse en una de las médicos más reputadas de su tiempo.

La historia de “Un método peligroso” relaciona a estos tres personajes y avanza de acuerdo con sus encuentros y desencuentros, sus conversaciones, discusiones, cartas, tesis, antítesis y, finalmente, despedidas. Sin olvidar por supuesto, al hedonista y libertino Otto Gross, interpretado por un secundario de lujo, Vincent Cassel, que pone el contrapunto febril a la discreción de los dos personajes principales masculinos.

No creo que pueda haber discusión posible sobre si esta película encaja en ese “Universo-Cronenberg” que el director se ha ido forjando a lo largo de una filmografía extraña, bizarra y personalísimamente subjetiva. ¡Pues claro que sí! ¿Qué ha estado haciendo Cronenberg en todas sus películas, sino invitar al espectador a ir más allá de los límites, de lo políticamente correcto, de lo típico y habitual, de lo de siempre?

Hay quién se ha aburrido sobremanera con la película. Es un riesgo. A mí, sin embargo, me ha encantado esta defensa a ultranza de la palabra como recurso cinematográfico. Frases como “‎A veces hay que hacer algo imperdonable para seguir viviendo” o la de “pararse a beber siempre que se pasa por un oasis” son de esas que s quedan impresas por siempre jamás en el subconsciente. Y en el consciente.

Además, la película también es corta. ¡Volvemos a aquella duración estándar de la hora y media! Más que suficiente para contar una historia intensa, densa y diabólica.

Si vas a verla, lo mismo no te gusta. Pero, si no la ves, ¿cómo lo sabrás?

Un crítico de referencia decía que debía ser de visión obligatoria en los institutos. Habría padres que pondrían el grito en el cielo. Y más allá.

Pero coincido: ¡de obligatoria visión!

(Y luego, lo discutimos)

Jesús Lens Espinosa de los Monteros.

En 2008, 2009 y 2010, blogueábamos…