Fortino Sámano

Queridos Habibis, el tipo de esta imagen, sobre el que hemos hablado estos días y sobre el que habéis elucubrado, se llama Fortino Sámano y, si seguís la secuencia de imágenes, no hará falta que os explique más.

Miguel lo dijo y también Verónica y Alberto, cuyos comentarios me tomé la libertad de borrar para seguir dejando la incógnita e invitaros a participar. ¡Enhorabuena por dar con la verdad y gracias por dejarme “censuraros”!

Las fotos son de Agustín Víctor Casasola, uno de los primeros fotógrafos documentalistas mexicanos, cuya lente retrató buena parte de los episodios de la Revolución Mexicana.

Sámano, por su parte, llegó a esa tapia a los treinta años, después de haber sido lugarteniente de Zapata y de haber estado involucrado en un asunto de falsificación de moneda.

O quizá no.

Porque poco más se sabe de él.

Pero ahí queda su actitud desafiante ante la muerte. Ni lloroso o quejumbroso ni enrabietado o iracundo. Esa mueca que mezcla indiferencia, desprecio y un poquito de asco. Una cara que viene a decir, aproximadamente, algo así como: “¡Que os den!”

Y punto.

Una foto que, desde que la vi, me ayuda a relativizar y a tomarme las cosas con calma. Cuando todo parece ir mal, recuerdo a Fortino y procuro poner la misma cara, aunque sin cigarrillo.

¡Eso es lo que hay!

Jesús Fortinista Lens.

La toma de Las Dos Colinas

Ya lo decíamos ayer, que lo habíamos escrito… y aquí vienen, unas notas atléticas para esta perezosa mañana de lunes.

Me ha hecho falta participar en la exigente, desaforada, durísima y preciosa carrera de Las Dos Colinas, brillantemente organizada por las Fuerzas Armadas, para darme cuenta de lo grande, largo y extenso que es el Albaycín, con sus calles estrechas, cuestas, empedrados, escalones, vueltas, revueltas, esquinas y callejones.

Hay carreras que, sencillamente, hay que correr. Al menos, una vez en la vida. Y la oportunidad de subir por la Cuesta de Gomérez, todos mudos y acomodando las respiraciones entrecortadas, o la de tirarse por la Cuesta de los Chinos abajo, algunos como ciclones, no se puede dejar pasar.

Lo mejor de esta carrera es que, dada su orografía y recorrido, hacer buenas marcas es sencillamente imposible, lo que te permite disfrutar de una serie de sensaciones irrepetibles en cualquier otro lugar del mundo. Como recorrer, en el silencio de la mañana, la habitualmente bulliciosa calle Elvira. O la de atravesar el Arco de Elvira como si fueras el vencedor de una lejana guerra que vuelve a casa para celebrar la victoria.

Momentos mágicos, como el de disfrutar del Ave María, un remanso de paz, sosiego y tranquilidad. O, por supuesto, correr frente a la Alhambra, por un Sacromonte cuyas Ventas y Zambras aún rezuman a la juerga de la madrugada. Alhambra eterna, Castillo Rojo, testigo impávido del correr de cientos de atletas que, frente a ella, frenan obligatoriamente la cadencia de sus zancadas, a modo de rendido homenaje.

Y los espectadores. Ese tipo rubio que, en la puerta del bar, te anima diciendo que ya estás en lo más alto, cuando te encaminas hacia el mítico Arco de las Pesas. ¿O era después? Y esas monjas y esas niñas que, con sus gritos, te hacen sentir poco menos que campeón olímpico. O el guiri con aspecto de Hemingway, animando y haciendo fotos. Detalles, muchos detalles.

Y, por supuesto, las campanas. Esas campanas que, a las 10 de la mañana, saludan a los corredores con su algarabía y nos permiten terminar estas impresiones parafraseando a Hem y a John Donne: “corredor, cuando participes en la carrera de Las Dos Colinas, no preguntes por quién suenan las campanas alborozadas: suenan por ti.”

Jesús Lens Espinosa de los Monteros.