¡MERECE LA PENA!

Pues sí. Como comentaba con una buena amiga, sólo por mails y cuentos como los que siguen, foto incluida, merecía la pena embarcarnos en ESTO de “Sacudiendo letras”. (Este relato está fuera de concurso y todavía estás a tiempo de mandar el tuyo…)

¿No te parece?

Hola, Jesús, el adjunto -más que para el concurso- es para quedar bien con tanta amabilidad: un mucho de cierto y un tín de ficción.

 

A lo mejor no es más que un relato lleno de estereotipos, quizás incluso nada aceptables. Pero son lo que son, lo que fueron, la imagen que nos quedó.

 

Ya en Cuba no hay gitanos, pero sí «Gitanerías», una linda pieza musical del mejor de nuestros compositores: Ernesto Lecuona. Y sí, también quedaron raíces de esa cultura, aquí y allá. No se perdió del todo, pero nunca tan fuerte como en mis tiempos de niña.

 

El cuento, si de algo sirve, es un regalo para ti.

 

Saludos,

O. de la Paz.

La visita de los gitanos

La niña había nacido en una isla del Nuevo Mundo, muy lejos de las tierras firmes, con un óceano de por medio…pero hasta allí habían llegado los gitanos, no se sabe cómo, pero tenía que ser en barco. Quizás habían montado sus carromatos en un velero o en un mercante, los habían encajonado en las bodegas y habían llevado suficiente pasto para las bestias. A lo mejor habían atravesado el Atlántico echándole la suerte a los marinos, midiéndoles las rayas de las manos… largo, ancho y profundidad…muerte, vida, amor, fortuna…y alegrándolos con sus cantos de sirenas, taconeando sobre la borda del buque hasta hacer saltar astillas y aullándole a la Luna en las noches sin sueño, espantando tormentas y arrullándolos como a críos.

El caso es que habían llegado, porque ella los vio un día cuando iba de la mano de su padre por el malecón de su pueblo. Estaban lejos, pero pudo distinguir las faldas multicolor en torno al fuego y las figuras esbeltas de los hombres. Vio o imaginó un rasgar de cuerdas y un repicar de castañuelas.

Su padre aceleró el paso. Ella se resistía.

-Quiero ver, quiero ver.

-No, hija, es mejor no detenerse. Es gente extraña ésa, que se pasa todo el tiempo en el camino, que no se queda en ninguna parte, que andan con todo metido dentro de esos carromatos…

Esa noche, arrebujada en un rincón, abrazándose las piernas y con la vista fija en la pared, Lucía pensaba.

– Qué cosa linda esa de andar por los caminos y no parar nunca…

El día que nací yo ¿qué planeta reinaría?

por donde quiera que voy, qué mala estrella me guía…

Su madre tenía una voz atiplada y melancólica. Mientras lavaba, fregaba y ayudaba al padre en el taller, entonaba una y otra vez la canción dulce y triste de una gitana que le reclamaba por su suerte a una estrella de plata prendida en el firmamento. Lucía seguía preguntándose cómo habrían llegado a su pequeña ciudad del Caribe y se respondía a sí misma inventándose historias llenas de magia y encanto porque nadie había podido decirle a ciencia cierta cómo había ocurrido.

Su pueblo tenía tres cines. Y en los años cincuenta, cuando era niña, todos exhibían gitanerías. No entendía cómo si decían que eran gente rara, de costumbres que no había que imitar, tantas películas y obras eran sobre ellos. Hasta se sabía las palabras que usaban en un idioma especial que no era igual al español. Todos los niños se las pasaban en un papel como un ejercicio de vocabulario y en su pueblo el caló era tan conocido como la gramática que daban en la escuela…solo que era un conocimiento trasmitido de boca en boca, de mano en mano, entre la prole infantil.

Las gitanas eran las heroínas del momento. Astutas, gallardas, seductoras, sentimentales hasta el llanto y valientes como leonas.

Ella escribió en su carta a los reyes: “Queridos Reyes Magos, lo que más quiero es que me traigan un traje de gitana, con la falda llena de dibujos y colores, la pandereta que sea de verdad y no de plástico, y unas castañuelas para apretarles bien el nudo y hacerlas repiquetear como en las películas.”

Ese 6 de Enero no podía dormir. Se levantaba en la noche y miraba el árbol de luces…pero nada! Cuando todavía no amanecía, distinguió las sombras de paquetes y corrió a abrirlos. Sus padres miraban con gozo cómo los niños rasgaban los papeles de regalo y los cartones, abriendo con desespero la carga que los buenos de Melchor, Gaspar y Baltasar habían dejado junto al Nacimiento.

Lucía se quedó sin habla cuando vio su tesoro. Todavía lloraba en silencio, sobrecogida de alegría, cuando su madre la vistió con el traje de sus sueños.

Al cabo de varias décadas, solo quedaba de aquel recuerdo una foto de la niña que fue, con una sonrisa a la que le faltaban dientes…como ahora. La falda larga y colorida, el brazo en alto agitando la pandereta.

Desde la computadora suena un timbre leve.

-Ha llegado un email.

Era de su sobrina.

-Tía ¿no te animas? Es un concurso literario, tú que jamás has presentado un cuento.

Un cuento, sí, sobre gitanos. ¡Y el sitio es de Granada! ¿Cómo atreverse?

-Sería yo muy tonta si le escribiera a esta gente…de allá, precisamente. Pero quizás no sepan que estuvieron aquí, en esta islita de las Antillas…que vinieron no se sabe cómo y nos clavaron la ilusión en el pecho.

Lleva el cursor hasta la equis y cierra la página.

Una lágrima corre por su mejilla: a lo mejor lo que cerró no fue una página web, sino una puerta. Una puerta a su infancia perdida.

La foto de la autora, de la que nace el texto