LA CARRETERA

Monocrómica. Aunque el corrector del tratamiento de textos me lo subraya en rojo, como palabra incorrecta, me gusta esa palabra inventada, tan sonora y evocadora. Y, desde luego, si hay un calificativo para describir «La carretera» sería ese: monocrómica.

 

Ahora me da rabia no haber leído la novela de Cormac McCarthy en que está basada. Su «No es país para viejos» me gustó mucho y disfruté más de la película de los Coen después de haberla leído. Tengo «La carretera» en casa, en una de las primeras ediciones de Mondadori, de gris riguroso. ¿O tengo la edición negro total?

 

Negra, gris y marrón. Oscura. Monocrómica. Angustiosa. Densa. Pastosa. ¿Hemos dicho angustiosa? Sí. Pues hay que repetirlo. ¡Angustiosa! Desde que empieza hasta que termina. Así es la película de John Hillcoat. Desde luego, si estás bajo de ánimo, deprimido o un poco nublado y ceniciento, no es la mejor película para recuperarte. O quizá sí. Lo mismo, al ver lo que le espera a la humanidad, decides dejarte de melancolías, nieblas, nubes y tormentas y empiezas a disfrutar de la vida.

 

Porque «La carretera» cuenta la historia de un padre y su hijo, en un mundo post apocalíptico.

 

Pero no nos confundamos. No estamos ante una epopeya tipo Roland Emmerich, repleta de efectos espectaculares que barren los monumentos más famosos de la historia de la humanidad de la faz de la tierra, entre olas gigantescas y tornados huracanados. De hecho, ni siquiera llegamos a saber qué ha provocado el apocalípsis que ha oscurecido la luz del sol, haciendo enmudecer a cualquier ser vivo de forma que sólo el crujir de las ramas secas de los árboles que caen se confunde con el rumor del viento.

 

Y en medio de esa desolación, un padre y su hijo avanzan por la vacía, resquebrajada y solitaria carretera que debería conducirles hasta el Golfo de México donde se supone que el mar, fuente de vida, les deparará algo parecido a un futuro. Padre e hijo que arrastran sus posesiones en un carrito de la compra, como un Sísifo transmutado en zombie.

 

Esa imagen, la del carrito, hace que este apocalípsis sea creíble y cercano. Porque es una imagen que nos resulta familiar, acostumbrados a ver a los homeless de los EE.UU. de esa guisa. Y es lo que comenta el director, que en su recreación del universo de McCarthy, ha utilizado una identificable iconografía del desastre que el espectador conoce bien, tras el paso del Katrina o la caída de las Torres Gemelas.

 

Porque «La carretera» es cualquier cosa menos espectacular. El hecho de que bandas de personas supervivientes al apocalípsis se hayan convertido en caníbales y que la mayor amenaza para los protagonistas venga constituida, precisamente, por otros seres humanos, habla bien a las claras del sentido de esta historia. Porque el padre, interpretado por un intensísimo Viggo Mortensen, en su desesperado intento de proteger a su hijo, también pierde el norte y amenaza con convertirse en una alimaña sin sentimientos.

 

Y en esa dialéctica transcurre una película absolutamente radical y a contracorriente, única, especial y muy recomendable, en las antípodas del cine-entretenimiento que, se supone es la patente de corso del cine estadounidense.

 

Valoración: 7

 

Lo mejor: La secuencia de la llegada a la playa y la primera visión del mar. Sin palabras.

 

Lo peor: Que es imposible mantener el ritmo de la historia sin que, a veces, haya algún bajón en la misma.        

IMPAR Y ROJO

Sábado. Un inmejorable día para leer. En una de nuestras páginas hermanas, La Balacera, tenemos ESTA reseña sobre una excelente novela de Oscar Urra, «Impar y rojo», publicada por la editorial Salto de Página.

 

De Óscar ya hablamos, mucho y bien, de su «A timba abierta», hace unos meses.

 

Reproducimos un extracto de la reseña que, a la vez, reproduce unos párrafos de la novela.  

 

«¿Qué te parece este holandés que hemos fichado?

 

Las cejas del camarero hicieron un gesto peregrino que podía significar «bien», «mal», «habrá que ver» o cualquier otra cosa que deseara su interlocutor. Para sobrevivir en El Portón había que ser discreto, neutral, andarse listo y conocer el arte de no pillarse los dedos…

 

-Los holandeses pueden ser buenos, o malos. A veces ni una cosa ni otra.

-Opino igual.»

 

Ni que decir tiene que he utilizado este pasaje para ese proyecto del que venimos hablando de un tiempo a esta parte: «Café-Bar Cinema«, un largo trabajo sobre cine, bares y cafés en que, por supuesto, la mejor literatura tiene un hueco, tan necesario como imprescindible.

 

Lo dicho, para leer el resto de la reseña, AQUÍ. Pero lo importante es leer el resto de la novela 😀