EL ODIOSO PLACER DE ESCRIBIR

De verdad. Aunque piensen que estos días de playa y sol he estado vagueando, no es verdad. Vale. Apenas si he tecleado una miserable palabra, pero, como decía Henry Miller, la mayor parte de la escritura se hace lejos de la máquina de escribir. O del ordenador, que para el caso, es lo mismo.

 

El caso… el caso es que amo tanto la ficción, me gusta tanto escribir cuentos, relatos, microrrelatos… que, más allá del resultado final de los mismos, el articularlos y darles forma me genera desasosiego, insatisfacción, dudas, nervios, agobios y vacilaciones de todo tipo. Me surgen los fantasmas. Los miedos. Los terrores nocturnos. La ansiedad. Las prisas. Y, sin embargo, necesito escribirlos y sacármelos de encima.

 

Porque, como dice Paul Auster, los escritores somos seres heridos. Por eso creamos otra realidad. Y aquí estoy, desde hace más de una semana, encadenado a un cuento que surgió como una broma, como una amenaza, como una promesa. Y cuanto más escribo, más lejos estoy del final. 

 

Porque me pasa eso que dice Antonio Gala: el escritor, muchas veces, es como un caballo de carreras que ha perdido su jinete y ya no sabe porque está corriendo ni dónde está la meta y, sin embargo, se le exige seguir corriendo aunque no sepa ni hacia dónde ni por qué razón.

 

¡Ese soy yo! El caballo sin jinete. Y, por momentos, sin cabeza.

 

Cuando corro, cuando intento dormir, cuando escucho música y hasta cuando leo… estoy escribiendo ese cuento que se llamará, creo, «Muertos mínimos», en que vuelvo al género negro y criminal que me tanto me gusta, abandonando el tono melifluo y blandengue de mis últimos dos relatos, «Ella» y «El beso del viajero» y en el que me traslado a una de las ciudades que más me han impresionado en los últimos años.

 

Un cuento que comenzará, creo, con la siguiente frase:

 

– «Míralo. ¡Duerme como un niño degollado!»

 

Un cuento del que llevo escritas cinco páginas nada más, pero que me tiene absorbido y absorto estos días, con la cabeza más puesta en un remoto país centroeuropeo que en esta Granada nuestra abrasada por el sol.

 

¿Y por qué sigo, sin tan mal lo paso?

 

Pues por lo mismo que dice el propio Paul Auster: «Necesitamos desesperadamente que nos cuenten historias. Tanto como el comer. Porque nos ayudan a organizar la realidad e iluminan el caos de nuestras vidas».

 

Lo que pasa es que, a veces, además de escucharlas y leerlas; el cuerpo, el corazón, las tripas y el cerebro te piden escribirlas. Las historias.

 

Inventarlas, desarrollarlas, documentarlas, darles contenido, rectificarlas, cuadrarlas, repasarlas, corregirlas, borrarlas… sí. Escribirlas. Contarlas. Aunque ya no haya nada más en nuestro horizonte literario y vital. Aunque conviertan la vida diaria en un caos oscuro y sinsentido… jodidamente placentero, extrañamente familiar. ¡Ay, las pulsiones! ¡Ay, las adicciones!

 

Jesús Lens… ¡harto de tanta historia!    

EL CANÍBAL DE CALI

Me encanta descubrir libros y autores nuevos. Hace unos días hablábamos de «El hombre que se enamoró de la luna». Y ayer domingo, en IDEAL, nos desayunamos con este estupendo artículo de Manolo Villar, al que tengo que agradecer que sigamos manteniendo esta conexión literario-viajero-amistosa tan especial.

 

El caníbal de Cali vive «en una ciudad que espera, pero que no le abre las puertas a los desesperados., que odia la fachada de su casa, por estar mirando siempre la fachada de la casa de enfrente., que odia a sus amigas porque su pelo es casi tan artificial como sus pensamientos… Odia la avenida Sexta por creer encontrar en ella su verdadera personalidad… Odia el club campestre por ser  a la vez un lugar estúpido, artificial e hipócrita… Odia a todas las putas por andar vendiendo añoraciones falsas en sus casas y en sus calles.»

 

Me gustaría brindarle a mi amigo Jesús Lens las obras de Andrés Caicedo, jovencísimo autor caleño, cuya obra gira por completo alrededor de la ciudad de Cali, y  que, por su voraz aprehensión por la historia del cine, debería figurar entre los dioses del autor de Hasta donde el cine nos lleve y no aparece en él. En sus artículos (concretamente en La especificidad del cine), en sus, relatos, novelas y guiones cinematográficos, siempre desde una óptica adolescente, hay referencias continuas al vampirismo, a la nostalgia, al amor, al sexo, a la violencia, a la noche caleña, en una sugestiva combinación  entre el humor y la amargura. Su folleto titulado Ojo al cine se convertiría en los años 70 en la revista especializada más importante de Colombia. Con la publicación de su novela ¨¡Que viva la música!, publicada en marzo de 1977, días antes de su muerte, Caicedo decidió que «su cabeza  estallase de una vez por todas y dejara de pensar para siempre»,  a los 25 años.

 

En la feria de Bogotá, de donde mi hijo me trae un regalo inesperado de Andrés Caicedo, Destinitos fatales, me cuenta que había ediciones piratas de sus obras, la mayoría todavía inéditas, aunque empiezan a aparecer por todas partes, no en vano a su mundo se le llama «el universo Caicediano» y empieza a universalizarse. Con sus escritos, películas y obsesiones, Andrés Caicedo ha recuperado el lenguaje de la droga y las expresiones típicamente juveniles; de ahí que nadie haya fortalecido como él las mejores imágenes adolescentes del mundo hispano y no haya nadie tan consecuente con su vida y con su obra, para destruirla de forma tan romántica y a un ritmo tan veloz; por ende y como él dijera antes de suicidarse, «vivir más de veinticinco años es una insensatez».

 

 La obra de Caicedo se asemeja mucho al concepto de «canibalismo», del que habla Raymond Chandler, porque conforma un corpus  de argumentos y fijaciones recurrentes. Vacío es tal vez su mejor narración  breve, pero es en El espectador donde utiliza el cine como parte de sus ficciones narrativas más obsesivas. Felices amistades inicia su etapa criminal y su pasión por lo macabro de Hawthorne, Melville, Poe, con situaciones que aparecen igualmente en su novela La noche sin fortuna y en su thriller Las garras del crimen. De El atravesado, él decía modestamente que era su obra maestra; pero son Los mensajeros su cuento de mayor belleza sobre Cali, su ciudad natal, la Sultana  y  Capital del Valle del Cauca, donde se sentía a gusto por su música, el ambiente, el clima, y las «peladas», que le ayudarían a morir a gusto, «cansado de pensar» a los veinticinco años. En Angelitos empantanados, el personaje más importante es Antífona, especie de metáfora de la mujer con la vagina en la boca, a la vez destructora y portadora de placeres.

 

La precocidad de Andrés Caicedo se delataba ya en sus lecturas juveniles, plagadas de notas escritas a los once y doce años, en sus diarios y en sus críticas cinematográficas, en sus guiones que no consiguió vender a Alfred Hitchcok (a pesar de recorrerse Norteamérica de Los Angeles a Nueva York, tras sus huellas,  viendo todo el cine del momento). Su precocidad está en sus grabaciones sólo- para- coleccionistas de los Stones y en el hecho de que ¡Viva la música!, se convirtiera para las nuevas generaciones de escritores colombianos en un hito, cada día mayor,  en una obra en la que la línea blanca de las drogas, los personajes angustiados que recorren las calles de Cali  y la incertidumbre de las nuevas generaciones no parezcan acabarse nunca.

 

Curiosamente, Andrés Caicedo no pasó por trágico durante su vida, a pesar de que, en sus relatos, sus personajes siempre descienden a la «espiral sin fondo de la perdición», en busca de  la marginalidad en los barrios populares, donde reside la mayor evidencia de inmundicia, y que suele terminar en el encierro de una habitación solitaria o en la muerte, como sucede en El tiempo de la Ciénaga, uno de sus mejores relatos, que en nada desmerece de La ciudad  y los perros de Vargas Llosa. El argumento es el siguiente: El muchacho se levanta a las 6 y no sabe cómo enfrentarse a la desesperación de este nuevo día. Hay colegio. La sirvienta le sirve un café frío, «entra en la cocina pisando duro y tuve que tomarme el café frío, sintiendo que se me volvía un ocho el estómago de la rabia que tenía». Tras el colegio se queda toda la tarde con Angélica. Van al cine y caminando mientras ella le contaba en susurros lo desgraciada que eternamente era desde chiquita, Mico sacó su navaja automática y se la hunde una vez, luego lo hacen el Indio y el Marucaco. Angélica cayó al suelo y allí se quedó. El muchacho regresa despavorido a su casa, pero el olor de la basura le enferma, el inodoro le descompone, y acuchilla una y mil veces a la sirvienta «porque yo también tengo mi furia». Su mamá duerme y mientras él le prepara el desayuno, los tres criminales roban su casa. Su mamá lo llama «me llama y yo así no encuentro la paz nunca».