BOMARZO

Ésta es mi aportación al Proyecto Liblogs correspondiente al mes de Octubre. El anterior fue «El Principito».

Una de las muestras de rebeldía juvenil que uno mostró en su adolescencia tuvo que ver con la literatura. Mis padres eran, ambos, personas de letras. Mi padre, catedrático de una disciplina tan imposible como era el griego clásico, se dio por contento con imbuirnos a mi hermano y a mí el amor por el cine. Aunque siempre nos reíamos de su fascinación por “Ordet”, nunca podremos agradecerle lo suficiente que nos enseñara a ver y disfrutar las películas de John Ford, Howard Hawks u Orson Wells. Para descubrir la Guerra de las Galaxias e Indiana Jones nos bastábamos solos, sin embargo, para apreciar el cine clásico, siempre es importante contar con un buen faro y guía.

Mi madre, por su parte, lo tuvo más complicado. Era profesora de lengua y literatura en su venerado Sagrado Corazón y amaba los libros casi por encima de cualquier cosa. Además, sabía cómo transmitir su entusiasmo por los mismos, de forma que cientos y cientos de alumnas de decenas de generaciones de las Brujas son buenas lectoras, en parte, gracias a su influjo.

Pero conmigo no podía. No es que yo no leyera. Que lo hacía. Y mucho. Era peor. Cada vez que mi madre nombraba el título de un libro, indicándome que debería leerlo, automáticamente yo lo incluía en una lista secreta: la de los libros que no leería jamás.

Juro que no lo hacía de forma consciente y voluntaria. Pero lo hacía. Libro del que mi madre glosaba alguna virtud que me invitara a leerlo, libro maldito y proscrito. Pero, lo peor de todo, es que dicha obsesión censora no fue pasajera. No fue sólo la reacción de un adolescente contestatario que prefería leer a Bukowski, Wolfe, Mailer, Loriga, Cooper o cualquier autor de Anagrama antes que las novelas clásicas de autores más cercanos. No. Reconozco que dicha costumbre me duró, por ejemplo, hasta la mismísima “La sombra del viento”, que tengo inédita, en las estanterías de mi biblioteca.

Un día, mi madre me llamó por teléfono. Estaba muy contenta. Había leído un libro en que a la protagonista de la novela le pasaba lo mismo que a ella con el capullo de su hijo: aunque era un lector voraz y aunque la quería con locura; se negaba sistemáticamente a seguir los consejos maternos en cuestiones literarias. Que se sentía un poco menos sola, me dijo, al encontrar a otra persona, aunque fuese de ficción, con la que identificarse.

Por culpa de esa estúpida fijación, además de perderme la novela de Ruiz Zafón, despertando la incredulidad de amigos y conocidos cuando les digo que la tengo pendiente, he dejado de leer, a bote pronto, “El camino” de Delibes, casi todo Lorca, “El corazón de piedra verde” de Salvador de Madariaga y otras muchas obras capitales de la historia de la literatura. Y menos mal que, sabiendo lo que había, mi madre dejó de recomendarme libros.

Pero, por encima de todas, la gran frustración de la María Julia profesora de literatura fue que su hijo no leyera “Bomarzo”, la novela de Manuel Mújica Laínez que contaba el Renacimiento italiano con una profundidad y una capacidad sin igual de transmitir sensaciones. Mira que me insistió. Que me iba a encantar, que era una novela maravillosa, que la iba a disfrutar, palabra por palabra… Y yo, erre que erre. Que no.

Pasó el tiempo. Un día, en mi dimensión virtual y cibernética, se cruzó un individuo que firmaba como Bomarzo. Se abrió un Blog. Empezamos a leernos, a comentarnos, a sintonizar y a caernos bien. Y los bytes se hicieron carne y Bomarzo se transformó en Juanjo y ambos, Juanjo y Bomarzo, se convirtieron en dos de mis hermanos pequeños adoptados.

Sin embargo, y aunque él no lo sabe, todas y cada una de las veces que Bomarzo entraba en mi Blog, algo se removía dentro mí. Una deuda pendiente. Una promesa incumplida. Una traición filial.

Por eso, cuando pusimos en marcha esta aventura de los Liblogs, aproveché para homenajear a mi hermanito exiliado, proponiendo la lectura de “Bomarzo”, pero sobre todo, lo hice para pedirle perdón a mi mamá por haber sido tan idiota, obcecado y cabezón. Porque, como no podía ser de otra manera, “Bomarzo” es una maravilla, un libro de lecturas tan distintas que, sin ir más lejos, el pasado sábado me llevó a cometer una locura: vencerme a mí mismo.

Y, sin embargo, no seré yo el que glose sus virtudes, hoy. Porque hoy jueves, un puñado de amigos, sin ellos saberlo, también me están ayudando a pasar una página íntima de mi biografía.

A lo largo de estas semanas, Claro, el Tercero, GU, Rigoletto, Alfa, Bomarzo, Néfer, Lía, Alberto Bueno y algunos otros han leído “Bomarzo”. Otros amigos seguro que lo han querido hacer, pero no encontraron el hueco. No pasa nada. Lo importante es que, hoy, todos estamos escribiendo, hablando y disfrutando de “Bomarzo”. Justo lo que mi madre tantas veces me insistió que hiciera.

Aunque tarde, como casi siempre.

Tu hijo que te quiere.

Carlos.

CLAXTON

“Antes quedábamos el músico y yo. Conocía su trabajo y le pedía que se fiara de mis instintos. Ahora debo contar con el director de arte, el manager, el abogado, el directivo de la discográfica, el maquillador, el estilista… Sencillamente dejó de ser divertido.”


Entonces, Claxton dejó de fotografiar a esos músicos que ponían distancias entre su figura y el objetivo privilegiado de una cámara singular. Porque William Claxton, fallecido hace unos días, cuando estaba a punto de cumplir los ochenta y un años, no fue un fotógrafo cualquiera.

Además de haber sido un afamado, reclamado y reconocido retratista de lo más granado de Hollywood, Claxton se hizo famoso por contar, a través de sus imágenes, la historia del jazz más caliente de los Estados Unidos.

Si se fijan ustedes en la Margen Derecha de esta Bitácora, se darán cuenta de que, en el apartado de “Leyendo libros bellos”, desde hace varias semanas figura el “Jazz life” editado por Taschen.

“Jazz life” es un viaje fotográfico por ese jazz del que hablábamos antes. Los trompetistas más cool y las bandas más calientes del Nueva Orleans se dan la mano en un libro de tamaño colosal, que, para ser consultable, requiere del apoyo de una sillita africana, que utilizo a modo de atril. El libro, en una palabra, pesa del orden de cinco kilos.

Cuando pasen por casa, se lo encontrarán nada más cruzar la puerta. Item más, si se fijan ustedes, a izquierda y derecha de la diminuta entrada tengo cuatro fotos, firmadas por el autor. Hermosas, evocadoras, muy especiales. Ray Charles, una banda callejera de Nueva Orleans y un saxofonista ensimismado en su arte, en un expresivo blanco y negro, dan la bienvenida a quien entre en mi refugio y morada.


“Jazz life” es un libro que es un tesoro. Además de las fotografías de música y músicos, Claxton contextualiza el tiempo y el lugar en que se desarrollaba la actividad artística del momento, las contradicciones y tensiones sociales, los paisajes, etcétera. Y sus fotografías rezuman realismo documental por los cuatro costados: edificios, autobuses, callejones, bares… porque el jazz es, fue la música popular. La música de la gente de a pie. La música de la calle.


Como si de un naturalista se tratara, Claxton se integraba en la vida de los músicos, camuflándose, hasta hacerse invisible. Entonces y sólo entonces, cuando no sólo era un testigo invisible, sino también un amigo y un cómplice, desenfundaba su cámara y empezaba a disparar. “Jazz para los ojos”, lo llamaba él. No es de extrañar, pues, que diversos músicos le dedicaran temas como “Clicking with Clax”, “Sound Claxton” o “Claxography”.

Por eso, el “Jazz life” de Claxton, además de una belleza sin igual, es un preciso y precioso documento que trasciende lo puramente musical para convertirse en un documento de culto sobre un tiempo que ya no volverá. Un testimonio en imágenes sobre una forma de entender la existencia en que no había fronteras entre la vida y el arte.

La muerte de Claxton supone, pues, un nuevo punto y final en una parte de nuestra educación sentimental que, por desgracia, hoy está un poquito más huérfana que ayer. Descanse en paz, Claxton, pero siempre acompañado por ese Be bop que tanto le fascinó.

Jesús Lens Espinosa de los Monteros.

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