CORRER POR SENSACIONES

Entrada dedicada a los amigos de Las Verdes.
Sin ellos, no habría ocurrido todo esto…

Hace unos días escribíamos sobre el desafío del domingo por la mañana en La Ragua, un desafío del que no sé cómo saldremos. Hoy, José Antonio Flores escribe, también, sobre ello en su Diario de un Corredor.

Y las charlas, los comentarios, los mensajes y las conversaciones de estos días nos sugirieron unas reflexiones que incluimos dentro del Proyecto Florens, al trascender lo puramente deportivo para entrar en lo psicológico y lo humano.

Lo había leído una vez en una revista. Fartlek, o algo así. Hago un poco de googling… sí. Fartlek. La Wikipedia lo define así: “El fartlek es un sistema de entrenamiento que consiste en hacer varios ejercicios, tanto aeróbicos como anaeróbicos, principalmente ejercicios de velocidad, caracterizados por los cambios de ritmo.

El término «fartlek» proviene del sueco y significa «juego de correr». Fue desarrollado por el entrenador sueco Gösta Holmér (1891-1983), y posteriormente fue adoptado por muchos fisiólogos.

Incluye juegos de velocidad en los que los individuos corren a través de bosques, playas o en campo abierto moviéndose en libertad en medio de la naturaleza. Las características del fartlek vienen definidas por las irregularidades del terreno, cuanto más variado mejor, y en el cual no hay un trazado preestablecido (excepto en entrenamientos ya estudiados, puesto que quita emoción a la práctica de este deporte). El individuo se mueve por instinto, cambiando la velocidad, la intensidad y el volumen a su propio gusto.”

En esta entrada de la enciclopedia virtual se habla de moverse por instinto. Nuestros aguerridos amigos de Las Verdes utilizan otra expresión parecida: correr por sensaciones. La primera vez que les oí utilizar esa expresión, de no ser porque iba ahogado, atragantado y extenuado, les hubiera contestado lo que pensaba en ese momento: “para sensaciones, ¡las que siento yo ahora…!”

Porque cuando uno empieza a correr, más que por sensaciones, corre en base a una única sensación: la de la asfixia. Te pones en marcha, echas las piernas por delante, empiezas a alargar la zancada, el corazón se revoluciona… y el aire comienza a no llegar a los pulmones. ¡Y ahí está la sensación! Una sensación que sólo desaparece cuando, acodado en la barra del bar, te bebes tres litros de cerveza, en un desesperado intento por aplacarla.

Y, sin embargo, hay que verles, a los de Las Verdes, con sus sensaciones a cuestas, corriendo a 4,30 el kilómetro y charlando como si estuvieran de paseo por Puerta Real. ¿Cómo es eso posible? A medida que vas corriendo, te acostumbras a llevar un ritmo trotón que cada vez resulta más cómodo y llevadero. Poco a poco, te das cuenta de que la asfixia tarda más en llegar, de que respiras mejor y de que la tan temida sensación se va quedando agazapada, dentro de ti.

Es como cuando aprendes inglés. Al principio, antes de responder a una pregunta cualquiera del profesor, por simple que ésta sea, has de hacer un doble juego de traducción en tu cabeza: del inglés, pasas la pregunta al español. Después, preparas una respuesta sencillita y la traduces al inglés, en un proceso lento, pesado y extenuante. Hasta que, de repente, un buen día, respondes de forma automática.

– Hello.
– Hello.
– How are you?
– Fine thanks. And you?

¡Hey! ¡Ya sabes inglés! Al menos, ya sabes manejarte con un inglés macarrónico y básico que te permite medio defenderte con una cierta dignidad, por esos mundos. Pero ¿es suficiente? Pues depende. Porque, cuando te encuentras trotando, a 5,15 minutos el kilómetro, casi sin forzar la respiración, hay un problema: como ya no te ahogas, no experimentas sensación alguna.

Sudas, piensas, sueñas, imaginas, discurres, etcétera. El trote te sienta bien. Es agradable. Es beneficioso. Es positivo. Es creativo. Por supuesto. Pero, físicamente, no es como antes. Falta la sensación. Porque, a fin de cuentas, reconozcámoslo: nos gusta que todo lo que hacemos en la vida nos acelere el pulso y nos corte la respiración.

Una película, un vino, una comida, un viaje, un concierto, una persona… los mejores, los más memorables y excelentes siempre son los que nos hacen latir el corazón más deprisa. Y, por eso, cuando sales a correr, ya no te limitas a trotar. Aceleras el paso, aumentas la zancada, aprietas los dientes y procuras ir más rápido. Entonces, aparecen de nuevo las viejas sensaciones. Te cansas. Sudas. Pierdes el resuello. Empiezas a sufrir. Pero la cabeza te pide más. Tu cuerpo empieza a segregar endorfinas y, a medida que aumentan la fatiga y el cansancio, una especie de euforia se va apoderando de ti. Y te sientes bien. Porque has recuperado las sensaciones. Es entonces cuando entiendes lo que querían decir los amigos de Las Verdes sobre “correr por sensaciones” y cuando haces tuyo el célebre aforismo: “cuánto peor, mejor”.

Retomando el ejemplo del aprendizaje idiomático: tus neuronas y tus ansias de comunicación te exigen pasar de las sencillas frases simples a la complejidad de las compuestas. Del claro estilo directo al más complicado estilo indirecto. Te empeñas en utilizar pasivas, en usar los participios de los verbos irregulares, en emplear cada vez más y más difíciles palabras. Porque así se aprende un idioma. Porque así es como mejoramos, crecemos y evolucionamos. Porque así somos los seres humanos. Afortunadamente.

Entonces, cuando ya dominas los 5 minutos el kilómetro, bajas a los 4,45. Y a los 4,30. En vez de llegar el trescientos en las carreras, llegas el doscientos. Y sales a correr y haces todo eso que señalaba Holmér: jugar a correr. Aceleras, pegas tirones, buscas rampas y cuestas, te picas con otros corredores, te retas a ti mismo, te pegas a Las Verdes unos kilómetros y…, sí. Estás corriendo por sensaciones.

Hasta que te adelanta un pata pelá y, por mucho empeño que le pones, no le aguantas ni veinte metros. Sensaciones. Claro que sí. A nada que te dejes impresionar, una pasada de este tipo te dejará sensaciones, pero muy amargas: la del sinsabor de la derrota, de la decepción y de la impotencia. Porque, por mucho que quieras, nunca serás un pata pelá. Ni por edad, ni por físico, ni por condiciones. Ni por disposición, sinceramente.

Entonces dudas. ¿Qué sentido tiene todo eso del Fartlek, las series, las cuestas, etcétera? ¿No es mejor limitarse a ponerse las zapatillas y la camiseta y, sencillamente, echarse a correr, disfrutando del sol, la luz, los paisajes y los caminos, escuchándote a ti mismo, a tus pensamientos y reflexiones, en vez de ponerte en manos del impetuoso latir del corazón desbocado?

La clave: encontrar un punto de equilibrio entre la afición, la mejora, el crecimiento y la búsqueda de sensaciones y la adicción pura y dura. Porque si la primera premisa es reconfortante, la segunda acabará siendo frustrante. Del placer que conlleva un chute de endorfinas al dolor que terminan ocasionando las drogas duras. Y el deporte, como el trabajo, como la vida, puede ser una droga. Dura. Muy dura.

Ser el mejor parece haberse convertido en un requerimiento de esta sociedad hipercompetitiva en que vivimos. Y, sin embargo, ser el mejor es imposible, excepción hecha de algunas personas, en alguna faceta concreta de su vida y durante muy poco tiempo. Tender a la excelencia, a la mejora constante y al crecimiento sostenido y sostenible es una cosa. La obsesión por ser el mejor, otra muy distinta. Afrontar retos cada vez más difíciles, pero posibles y razonables no es lo mismo que embarcarse en osadas aventuras sin sentido, camicaces y suicidas.

Porque la inteligencia de las personas se pone de manifiesto tanto en los retos que asumen como, sobre todo, en aquellos que rehúsan, rechazan y evitan. La verdadera sabiduría radica en saber, cada vez, dónde está la tenue frontera de separa a los unos de los otros.

El Proyecto Florens es una iniciativa de José Antonio Flores y Jesús Lens.

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DOS LÁGRIMAS: ECHANDO DE MENOS A BEBO

Ha llegado el nuevo e hiperpublicitado disco de El Cigala. Le quitamos el celofán, lo metemos en el chismo correspondiente, le damos al play y suena un piano. Al segundo siete de la canción, entra la poderosa voz del cantaor con “Si yo te contara”. Unas estrofas y, al minuto y medio, calla la voz y hablan las teclas del piano.

Casi, casi, casi la misma, idéntica estructura con que arrancaba el célebre “Lágrimas negras” de El Cigala y Bebo Valdés, con la maravillosa “Inolvidable”. Y, sin embargo, nada es lo mismo. La primera y más perceptible ausencia es la del grandioso fraseo de Bebo. Para esta segunda aventura bolerístico-jazzera, El Cigala se ha rodeado de grandes músicos y el resultado, por supuesto, es brillante.

Pero falta la magia. Falta esa intimidad dialogada entre el piano de Bebo y la voz de Diego. Porque si “Lágrimas negras” era un hermoso diálogo interoceánico, intergeneracional e intercultural, éstas dos lágrimas son un exquisito monólogo de El Cigala, una pieza muy apreciable que, sin embargo, nos deja un regusto agridulce.

¿Qué pasó con la que debiera haber sido, de verdad, la segunda parte de “Lágrimas negras”? A raíz del éxito del disco propiciado por Fernando Trueba, se escribió de todo. Hasta, incluso, que estaba grabado, íntegro, pero congelado en los despachos de los abogados de las productoras, encadenado y amordazo por problemas de derechos de autor, royalties, etc. ¿Alguien sabe algo de todo esto, de verdad? ¿Problema de egos? ¿Problema de dineros, que viene a ser casi lo mismo?

Para quiénes vibramos y nos emocionamos con “Lágrimas negras”, que lloramos con su arrebatadora versión del “Suspiros de España”, incluida en la edición en DVD, que nos hizo pasar noches de insomnio al son de su música; la edición de “Dos lágrimas” no nos satisface, no nos colma, no nos llena.

Que conste que la iniciativa de El País de vender por 10 euros este disco me parece un acierto, que es muy bueno, que su presentación es modélica, que las versiones de “Si te contara”, “Dos gardenias” o “María de la O” son muy hermosas, que las colaboraciones de Tata Güines o Jumitos suenan de maravilla y la inclusión en algunas canciones de samplers históricos está perfectamente integrada; pero que echamos de menos, añoramos y no podemos olvidar los mágicos dedos del glorioso Bebo Valdés.

¿Se imaginan que “El padrino II” hubiera contado con todo el elenco artístico de “El padrino”, pero sin Al Pacino? ¿O que, para la vuelta de Indiana Jones, se hubiera jubilado a Harrison Ford? Pues, a quiénes tenemos en un altar las “Lágrimas negras” de Bebo y El Cigala, nos pasa lo mismo con estas “Dos lágrimas”, lágrimas que son de autoría exclusiva del fenomenal cantaor.

Y es que no. Sin Bebo no puede entenderse la continuación de aquel prodigio milagroso que se produjera una vez y que ya sabemos que nunca más volverá a acontecer.

Lástima.

Jesús Lens Espinosa de los Monteros.

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LA NIEBLA DE STEPHEN KING

Suele pasar. Está uno revisando la cartelera y lee que han estrenado “La niebla de Stephen King” y, automáticamente, piensa en subproducto de terror para adolescentes, película de verano basada en un best seller, remake de una película anterior de John Carpenter… y todo ello le lleva a despreciarla, olvidarla y, en pocas palabras, a no hacerle ni puñetero caso.

Lo que constituiría un craso y grave error de juicio, como el Irreverendo Álex se encargó de advertirnos hace unos días.

Veamos las razones.

Primero, porque al género terrorífico le pasa como al policíaco: está muy minusvalorado y se cataloga, habitualmente, como algo inferior al Arte, con mayúsculas. Los intelectuales tienden a despreciarlo, los alternativos lo miran por encima del hombro y el gran público, por lo general, pasa de él. Sin embargo, todavía quedamos algunos que pensamos que no hay géneros de primera y de segunda categoría, sino películas individuales y concretas que, con independencia del género al que teóricamente se adscriban, son buenas, malas o regulares. O, como en el caso de esta Niebla, inmejorables, espectaculares, fantásticas, colosales y otros muchos más epítetos, todos ellos positivos y grandilocuentes.

Segundo, porque el género de terror, como el negro y criminal, puede ser un inmejorable medio para contar un montón de cosas, más allá de los típicos sustos de cualquier película de miedo que se precie y de los asesinos en serie, sádicos y desequilibrados, cargados de traumas imposibles. En este caso, “La niebla de SK” es una prodigiosa película que utiliza la técnica de las cebollas: cada capa que aparece alberga, debajo de ella, otra aún más jugosa, más interesante, más ácida, más concentrada.

Tercero, entrando más en el fondo de la cuestión cinematográfica, porque el guionista y director de la película es Frank Darabont, autor de otra celebrada adaptación de Stephen King, “La milla verde”, en la que se contaban muchas y muy buenas historias, partiendo de un drama carcelario con tintes paranormales.

Cuarto, por el reparto coral de actores y la excelencia de los muy variados personajes que protagonizan la película, del héroe de toda la vida, menos heroico que nunca, a la vieja profesora del colegio, pasando por la iluminada religiosa, el paleto converso, el encargado del supermercado, la rubia guapa y voluntariosa, el abogado negro con ínfulas y un largo etcétera que conforman un riquísimo y abigarrado microcosmos que sirve para explicar cómo se comporta el género humano al enfrentarse a una situación desconocida.

Quinto, por la dimensión política y social que adquiere la película, directamente vinculada con la actualidad del mundo en que vivimos. Una película de las que, al terminar, provoca discusiones, charlas y conversaciones que, a nada que los contertulios tengan las neuronas mínimamente despiertas, prolongarán la velada hasta altas horas de la madrugada, dada la riqueza y generosidad de matices con que decenas de gestos, discursos y comportamientos de los protagonistas van pespunteando la trama.

Sexto, por el final. Joder, con el final. Uno de los finales más impactantes de la historia del cine. Un final sin concesiones para la galería. Un final de antología que será estudiado por las generaciones venideras como ejemplo de rotundidad y sobrecogimiento. Un final que, pasado un buen puñado de horas desde su visionado, aún no me lo creo. Un puñado de fotogramas que se quedan impresos en la mente del espectador a sangre y fuego.

Sexto, en pocas palabras más: porque estamos ante una de las películas más alucinantes del año. Memorable. Grandiosa y espectacular. De visionado obligatorio.

Valoración: 9

Lo mejor: todo. Especialmente, la actualidad y valentía de su propuesta y, por supuesto, el antológico final.

Lo peor: algún tentáculo y una levísima bajada de ritmo, en la parte central de la película. Apenas nada. Apenas perceptible.

Jesús Lens Espinosa de los Monteros.

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PD.- Otra reseña de La Niebla, muy interesante, la de J.P. Banco en nuestra página hermana de Séptimo Vicio.