Los niños tienen que aprender a vivir, pero también a morir

 

 

 

Jesús Ferrero

Buenas, soy Emilio Calatayud, que nadie se asuste por el título de este comentario, pero también hay que hablar de la muerte porque, a fin de cuentas, es una parte de la vida. Resulta que María del Mar, una amiga del blog de Lucena, escribe para contarnos que, tras quedarse viuda, fundó con su compañera Mercedes un grupo de ayuda mutua para los procesos de duelo. Pues bien el grupo, que se llama Nueva Esperanza, está comprobando que hay un «gran vacío» en el apoyo a los  adolescentes  «que tienen una pérdida». El resultado es que hay chavales que, al no digerir lo que les ha pasado,  reaccionan con violencia y pueden acabar delinquiendo y consumiendo drogas. Es un asunto muy interesante. Yo me he encontrado con casos así: chicos y chicas que, por ejemplo, maltrataban a su padre tras fallecer la madre.

Mi reflexión sobre este tema, aparte de felicitar a estas amigas de Lucena por su iniciativa,  es que los niños tienen que aprender a vivir, pero también a morir. Desde pequeños, igual que los llevamos a bodas y las comuniones, deben asistir a los funerales. Y a visitar a los familiares enfermos (siempre con sentido común: toda recomendación tiene sus excepciones). Es que estamos criando niños muy ‘light’. Queremos protegerlos de todo y lo que hacemos en realidad es desprotegerlos. La muerte no tiene que ser un tabú.

Cuando yo era chaval, los niños íbamos a los velatorios y no nos traumatizamos.

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