LOS DÍAS CON PROVECHO

Amigos
JUAN VIDA Y LUIS GARCÍA MONTERO EN LA PISCINA GRANADA

30 de julio de 2009
Una de las ventajas que tiene esta profesión mía es la ausencia de horarios y de jefes. Pero como el inconformismo y la queja son propios de la condición humana, con el paso del tiempo algunas ventajas se te vuelven lanzas. Uno de los sentimientos que echo en falta desde que dejé la Facultad es el de estar de vacaciones. Llegar el verano y dejarse caer en una indolencia sin horas. La mayoría de oficios jalonan su calendario laboral con paréntesis de desconexión: el del bocadillo, el del almuerzo, el de 8 de la tarde a 9 de la mañana, el del fin de semana, el de agosto… Pero en mi taller siempre hay actividad, nunca se detiene la fábrica de hilvanar imágenes y pensamiento.
Mi infancia son recuerdos de una piscina pública en la que me hice mayor tirando balones fuera y parando el reloj. Un universo limitado, pero perfectamente equipado para las vacaciones de un niño de los de antes. Después, cuando ya no éramos tan niños, aprovechábamos hasta el último rayo de sol de septiembre para  prolongar el tiempo sesteante del verano inventando campeonatos de futbolín, o de voley hasta que no quedara agua bajo nuestros pies. El mundo de la piscina era como la vida misma: entre el primer día de baño y el último se escondían todas las alegrías y decepciones habidas y por haber.
Prefiero no preguntar a Willy Poulantzas –mi psicólogo de cabecera–, por qué tengo nostalgia de las vacaciones y de la juventud perdida. ¿Pero si pudiera, a qué juventud volvería? ¿Cuál de las vidas que dejé de vivir me estaría esperando?

Carpe diem.

A QUISQUETE Y A JAVIER EGEA

QUISQUETE

24 de julio de 2009
Teníamos la vida por delante y el mundo parecía estar hecho a nuestra medida. Las horas, los días, los inviernos y los veranos ajustaban su paso al ritmo voraz de nuestra marcha.
Eran los años en que aprendimos a ser ciudadanos.
En las mañanas de verano, Luis pasaba por mi casa y nos lanzábamos a la calle. La primera meta volante la teníamos en la imprenta Servigraf, que también era nuestra sede permanente. Después, recogíamos a Quisquete en su oficina de la Plaza de la Romanilla y pasábamos el control de avituallamiento con Mariano en la cafetería Goya. De vuelta, cumplíamos visita a nuestros héroes marginales del mercado de San Agustín: un aprendiz de unos sesenta años que tenía una oreja más grande que otra; el Perejilo que durante un buen tiempo arengó a las hordas a comerse vivo al traidor de Jesús de Nazaret, y muy especialmente Miguel el Guardacoches, por el que sentíamos verdadera admiración.
Dejábamos a Mariano en la Facultad, a Javier en la oficina y Luis me dejaba a mi en el estudio. Allí pintaba hasta la hora del almuerzo. Sobre las cuatro de la tarde acudíamos puntuales a la Piscina Granada, en donde ganduleábamos aproximadamente hasta las ocho, hora en que volvíamos a casa para vernos más tarde cenando en el Tollín, y por último, unas copas en “El 32”, en el Planta Baja o en la Tertulia.
Así rodaba la rueda de los días, y a pesar de tanta indolencia, del Tour y de Sito Pons, tuvimos tiempo de escribir Tropo Mare y El Jardín extranjero, de pintar Iré a Santiago, de inventarnos la colección Maillot Amarillo y de que Mariano nos descubriera los secretos de Passolini, de Bola de Nieve y de la Ópera.
Respirábamos el mismo aire, entendíamos el mundo de la misma forma.
Durante los cinco años que siguieron a la muerte de Javier, cada 29 de julio dejé un libro suyo sobre el mármol de su tumba con la esperanza de que alguien siguiera viviendo en sus versos el compromiso con ese “pequeño pueblo en armas contra la soledad” que fue para él la poesía. Es decir, su vida.

ET IN LUNA EGO.

ET IN LUNA EGO.
20 de julio de 2009. 19,35 h.

Hoy puede ser un gran día. Hace cuarenta años que el hombre estuvo por vez primera en la Luna, y me han prometido en Ideal que cambiarán la foto del abrigo por otra en camisa blanca ante un fondo de palmeras. Laus Deo.
Recuerdo bien la expectación ante el televisor la noche de la llegada de los astronautas a la Luna, y me veo a mi mismo, adolescente con ojeras, haciendo un dibujo apocalíptico que no encuentro.  Recuerdo el silencio en la calle y la voz de Jesús Hermida multiplicándose por las patios de mi casa; las imágenes borrosas y el pequeño gran paso de Neil Armstrong en el Mar de la Tranquilidad; el énfasis oficial de David Cubedo relatando la decisiva aportación de la estación de Fresnedillas en la exitosa misión de la NASA. Y recuerdo a mi padre, que, como Alberti, había nacido con el cine, diciendo que todo aquello era una farsa, un montaje, que no fuéramos ingenuos. ¡No veis, decía, que hay cruces pintadas sobre el suelo de la Luna! Se refería a las señales pautadas de las imágenes que él, que había visto nacer los grandes inventos del siglo XX, y que nunca comprendió bien lo de las ondas herzianas, pensaba que eran las marcas de un truculento montaje de la CIA. Nosotros nos reíamos de la ocurrencia, pero mira por dónde, la teoría del montaje cinematográfico ha ido tomando cuerpo y crédito, ocupando cabeceras de periódico y minutos en los documentales de televisión. ¡Si mi padre levantara la cabeza!
Pues la hora que es y todavía no me han cambiado la foto del abrigo. Et in Luna ego.

MERCADERES

12 de julio de 2009

Como no hay manera de que me quiten el abrigo de la foto, me fui a la Sierra de Gredos con Miguel Ríos y sus amigos a disfrutar del calorífico concierto y de las bajas temperaturas de la noche serrana. Espectacular puesta en escena y espectacular actuación de un Miguel Ríos mejor que nunca. Asociado con el talento de los nuevos artistas, y con la mejor tradición del rock y el pop español, sin jerarquías ni nostalgias, estuvo rabiosamente vivo.

Allí me contaron que para los músicos la alternativa a la crisis del disco está en volver a los escenarios, a la magia insustituible del directo. Pero fíjense hasta dónde llega la sinvergonzonería de las discográficas, que, como ya no es lucrativa la venta de discos, ahora pretenden cobrarle a los artistas un tanto por ciento de los beneficios obtenidos en cada concierto. ¡Menuda panda de caraduras!

Los gremios de editores de media España andan estas semanas remojándose las barbas ante lo que se les avecina. El e-book, por muy sofisticado que sea, aún no es capaz de suplantar al libro tradicional, pero es posible que en menos de un año esté en el mercado algo parecido al papel digital, y eso sí que empezará a cambiar los hábitos de lectura. Eso y, por supuesto, la realidad creciente del pupitre digital. Pero los editores, en lugar de reinventar el oficio y mirar con perspectiva de futuro, intentan obtener beneficios modificando los derechos de edición digital. O a lo peor es que consideran la batalla perdida y tratan de salvar los muebles mientras se implantan las nuevas fórmulas editoriales. Ya sabemos que los libros no se van a vender en una manta callejera, pero una vez que yo pague por “bajarme” un libro de internet, y lo tenga en el escritorio de mi ordenador, a ver quién me impide grabarlo o reenviarlo hasta el infinito. ¿Qué pretenden, una ley que frene y tare el libre acceso a las indiscutibles ventajas de la tecnología? ¡Parece mentira!

Y no hablemos de algunos galerístas de arte y de sus porcentajes leoninos: no les basta con hacerte pasar por las horcas caudinas de cobrarte el cincuenta por ciento del valor de la venta de tu obra, sino que después te vienen con que como se trataba de un buen cliente le tuvimos que rebajar un veinte por ciento, diez de tu parte y diez de la nuestra; que los marcos y el catálogo costaron más de lo presupuestado; que ya te pagaremos cuando nos termine de pagar el cliente. Pero, además de los efectos colaterales de la crisis, como a los galeristas les ha dado por jugar al juego de lo novedoso y se han erigido en los pontífices de lo que se llevará o se dejará de llevar el próximo otoño, han terminado por ahuyentar a los clientes. ¿Con qué cara le cuentas a un tipo que el año pasado se gastó la pasta gansa en una pieza de Menganito que este año ya no es lo que era, que ahora es Fulanita la que parte el bacalao? ¡Menuda panda!

LA FLAUTA DE HOHLE FELS

27 de junio de 2009

En el yacimiento de Hohle Fels, al sur de Alemania, un equipo de arqueólogos ha descubierto, entre figuras y amuletos tallados en marfil, un grupo de ocho instrumentos musicales. Entre ellos, una flauta de cinco agujeros datada en unos 40.000 años de antigüedad. Es decir, 8.000 años anterior a las pinturas de Chauvet, 23.000 años antes que los bisontes de Altamira. Parece ser que en un tiempo muy anterior a la invención de la agricultura, cuando los neandertales aún poblaban las cuevas de lo que hoy es Europa, el homo sapiens ya se reunía en torno a las cinco notas de una flauta.

El instrumento, de cerca de 22 centímetros de longitud, está fabricado en hueso de buitre y consta de cinco agujeros que componen una escala perfectamente cifrada. Sobre el hueso del ave, unas marcas longitudinales indican el lugar exacto en el que debía hacerse cada una de las perforaciones, lo que implica el conocimiento de una técnica avanzada, que a su vez habla de en una larga tradición constructiva.

La noticia, que en sí es impresionante, me hace pensar en el momento remoto en que la flauta fue abandonada.  ¿Se le perdió a su dueño en la huída precipitada ante el peligro inminente? ¿Sería parte del ajuar funerario de un chaman? ¿Se trata de los restos de un taller, o simplemente fue olvido?

Cuando analizamos las pinturas rupestres, después de emocionarnos por su belleza y antigüedad, nos preguntamos para qué fueron hechas, cuál era su fin último. Cuando pienso en la flauta de Hohle Fels esa pregunta se me diluye: ¿para qué servía la flauta?, para hacer música. ¿Para qué sirve la música?, para ser escuchada. Dicen que alguien preguntó a Picasso el significado de uno de sus cuadros, a lo que contestó que a nadie se le ocurre preguntar por el significado de un pájaro.

Imagino el momento estelar del descubrimiento, la emoción de los arqueólogos en el instante de colocar sus dedos sobre los cinco agujeros con la misma delicada precisión que los primitivos dedos lo hicieron; la tentación de poner sus labios en el mismo lugar que los puso aquel homo sapiens y hacer sonar una escala exactamente igual a la última que salió del instrumento hace 40.000 años, poblando la cueva de la magia fugaz e irrepetible de la música.

Todo esto me trae a la memoria los versos de Rafael Alberti en la nostalgiosa “Canción 8” : Entré en el patio que un día / fuera una fuente con agua. / Aunque no estaba la fuente, / la fuente siempre sonaba. / Y el agua que no corría / volvió para darme agua.