Al principio fue el miedo.
Dicen que en cada uno de nuestros genes existe la misma orientación ciega por mantenerse vivo que en los genes de las criaturas más simples. El Caenorhabditis elegans es un nematodo de un milímetro de longitud y un “cerebro” de 302 neuronas que le permiten, no obstante, interactuar con el exterior y reaccionar en pos de la supervivencia al grito de la unión hace la fuerza. Cuando el gusano detecta que su hábitat está amenazado, deja de moverse en solitario y se agrupa cooperativamente con sus congéneres. De igual modo, el miedo, la ira o la tristeza transforman el estado de nuestro cuerpo de manera automática, rápida y disciplinada. Estas emociones primordiales se producen en el tronco encefálico, que es la parte del cerebro que nos sitúa en el nivel arcaico de los reptiles. Ante una emoción de miedo el sistema límbico reacciona ordenando que el metabolismo se modifique, la sangre se desboque, que la cara se nos cubra con la máscara del espanto y que salgamos corriendo.
Con un cerebro capaz de convertir las emociones en sentimientos, mucho antes de que se inventaran las primeras palabras, nuestros remotos antepasados debían de ser conscientes de la alegría y de la tristeza, del éxito y del fracaso, del dolor y de la muerte. Y tendrían también necesidad de compartir sentimientos y transmitir habilidades ¿Pero, en ausencia de las palabras, cómo se alertarían de los constantes peligros que les acechaban? ¿Agitarían las piernas fingiendo la huída? ¿Imitarían el gesto universal de la mascara del miedo? ¿Gritarían iracundos golpeando los troncos huecos de los árboles, o pintarían sobre sus cuerpos las marcas de sangre del animal que les amenazaba?
Es posible que ese fuera el origen del arte.






