LA LLUVIA FINA

Desde las ventanas de mi estudio he visto cómo los pájaros de la mañana despliegan las alas hasta alcanzar las ramas más altas y las rocas pintadas por los primeros rayos de sol. Al principio de uno en uno, después en bandadas frenéticas disputándose un lugar seguro para empezar el día. Se reconocen, se agrupan y emprenden el vuelo río arriba. Todos las mañanas igual: pardillos contra estorninos, mirlos contra vencejos, palomas contra palomas y urracas contra todos. A veces sobrecoge el aire el vuelo vigilante de las rapaces y todos callan. He visto de cerca la envergadura poderosa de las águilas huyendo del fuego y al cernícalo aturdido por la presión fustigadora de los gorriones. Con los años aprendí a distinguir el canto del jilguero y del ruiseñor, el de la oropéndola y el del capuchino; el vuelo de la golondrina y del avión, del mirlo y del zorzal. Algunos días, remontando el río, he visto cruzar la mañana el vuelo tranquilo de una cigüeña.
Al llegar la tarde vuelve el estruendo sobre las ramas más altas y sobre las rocas con los últimos rayos de sol. Y se reconocen y se agrupan disputándose un lugar donde pasar la noche. Los estorninos regresan en bandadas cayendo como piedras sobre los álamos, las grajillas se esconden en los nichos de las rocas, las urracas acechan los nidos y la calma va creciendo con la noche. Todo parece estar en su sitio, todo parece ordenado en el valle del Genil.
Camino con mi hija junto al río crecido por las lluvias que bajan arrastrando barro y piedras, desbordando acequias, anegando huertas y cortando caminos. Le voy contando que este valle fue un monte por el que la lluvia y la nieve erosionaron el suelo, limando las piedras y sedimentando el lodo. Y le digo que el agua siempre encuentra su sitio pendiente a bajo, horadando los terrenos más blandos, suavizando los más duros, formando tajos y acantilados hasta crearse una cuna por la que fluir camino del mar. Y le cuento que los patos a los que le echamos pan, no nadan porque entre los dedos de sus patas tengan una membrana, sino que la necesidad de nadar creó la membrana, y que las alas de los estorninos son la eficaz adaptación para el vuelo de sus brazos, y que las manos y los pies de los peces se hicieron aletas ante la necesidad de sobrevivir con éxito en el agua, y que incluso el dedo gordo de nuestra mano adoptó su forma a la función de coger las cosas con destreza.
Quisiera explicarle que las leyes de la naturaleza son las únicas artífices de este mundo, pero prefiero que mis palabras calen como la lluvia fina sobre la tierra fértil, mientras intento hacerle sentir la belleza del cielo roto de este atardecer bíblico por el que de un momento a otro parece que vendrá Moisés imponiendo sus leyes sobre el orden natural.

EL SUEÑO HA TERMINADO

Mientras alguien cuenta cómo fue la muerte, me suelto de su mano huyendo del colegio y corro bajo un techo de glicinas y voces del verano, y me lanzo a la piscina y todo se vuelve rumor de palabras exactas: cloro, sulfato y cal. Y avanzo por el fondo de un agua de hiedra y las palabras son labio, beso y piel, hasta que un niño me cierra la puerta de la que ha descolgado una placa en la que está escrito en bronce el nombre de mi padre. Salgo a la superficie y corre hacia mi la perra blanca de Hagerty que lame mis dedos y agoniza en el manto de glicinas secas. La mano yerta, como un guante antiguo sobre un páramo de escombros, me dice adiós convirtiéndose “en tierra, en humo, en polvo, en sombra, en nada.”