Tenía que ser un trabajo discreto

Lo más difícil, en mi profesión, no es tanto matar cuanto encontrar el lugar, el momento y las circunstancias más apropiadas para hacerlo.

Y aquel trabajo se presentaba complicado.

Su domicilio estaba más blindado que el búnker de Hitler y su oficina, en el piso más alto de un rascacielos, resultaría inaccesible hasta para el Tom Cruise protagonista de “Misión Imposible”.

Lo peor era, sin embargo, que fuera de casa y al salir de la oficina, el objetivo siempre estaba rodeado de gente.

En los restaurantes. En el gimnasio y en la sauna. En la piscina. En la pista de squash. –“¿No se podría haber pasado al running, como el resto de pringados convencidos de que el exceso de sudor ahuyenta a la edad y espanta a la muerte?” –pensaba para mis adentros, maldiciendo mi suerte.

Y, por la noche, en las escasas ocasiones en que salía, tenía pase VIP para los clubes más selectos de la ciudad, en los que le trataban como a una estrella. Por no hablar del palco del estadio de fútbol…

– Si algo nos ha demostrado la historia es que se puede matar a cualquiera.

Más o menos eso era lo que sostenía Albert Neri, el lugarteniente y sicario de Michael Corleone en “El Padrino”.

Sin embargo y por primera vez en mi carrera, empezaba a pensar que era imposible matar a aquel tipo. Al menos, matarle de forma discreta, como era mi especialidad. Lo que se esperaba de mí. Por lo que me pagaban auténticas fortunas.

Más allá de lo profesional, matar a aquel tipo se convirtió en una obsesión. ¿Dónde podría pillar al sujeto, solo? A la iglesia, por supuesto, no iba. Y no debía tener carné de conducir, ya que siempre le traían y llevaban en coche, fuera su chófer o, rara vez, un taxista de confianza.

Tampoco iba de putas. Jamás. ¡Si ni siquiera tenía una maldita amante que le hiciera bajar la guardia!

Era de noche. Insomne y desvelado por la ansiedad y la frustración, estaba tumbado en el sofá de casa, viendo un reportaje sobre la crisis y los efectos del incremento del IVA a los productos culturales. Y fue escuchando los lamentos de los creadores y sus críticas a Montoro, Wert y Rajoy cuando se me encendió la lucecita. ¡Claro que sí, joder! ¡Ya lo tenía!

¿Cómo había podido estar tan lento de reflejos?

Una para la sala tres.

– ¿Para “Elisyum”, en edición digital, a las 17 horas?

– Sí señorita.

– Nueve euros y medio.

– Una. He pedido solo una entrada.

– Sí señor. Una entrada para “Elisyum”, en edición digital, a las 17 horas. ¿Es correcto?

– Correcto.

– Nueve euros y medio.

De vuelta en mi coche, mientras me limpiaba de sangre y desinfectaba la navaja, pensaba en la sorpresa que se llevaría su chófer cuando fuera a buscarle, preocupado por su tardanza, y se encontrara el fiambre que le había dejado en la fila 13 asiento 24 del inmenso y desierto patio de butacas de aquel cine. Porque dudo que ni siquiera la gente de limpieza se molestara en entrar a la sala, entre una sesión y otra.

Por supuesto, estaba contento por haber podido solucionar aquella difícil papeleta, pero también sentía una cierta desazón: al terminar un trabajo, siempre me tomaba unos días para reflexionar sobre el mismo, analizarlo concienzudamente y sacar enseñanzas para próximos encargos. En aquella ocasión, sin embargo, sabía que dicho ejercicio sería absurdo, ocioso y gratuito. ¡A ver dónde iba a encontrar en el futuro a otro lila que pagara diez pavos por ver una película en el cine; refrescos y palomitas aparte!

Menos mal que, al menos en aquel caso, además de haber visto casi entera la aventura galáctica de Matt Damon, podría facturar a mi cliente el precio de la entrada.

Que manda huevos, diez euros y la sala vacía…

Jesús Lens

En Twitter: @Jesus_Lens