A hachazo limpio

Ahora mismo, “El libro de la madera” es el más vendido en España, entre los de No-ficción. Escrito por un noruego, este tratado sobre el arte de cortar madera se ha convertido en un fenómeno mundial que arrasa en las librerías. Y a dicho fenómeno dedico hoy unas palabrejas en IDEAL.

Lo confieso: de joven, yo también soñé con viajar a Canadá, a cortar enormes secuoyas, vestido con una camisa de franela a cuadros, rojos y negros. A hachazo limpio, por supuesto. Era una edad en la que también pensaba irme al Yukón, a buscar oro: si no lo encontraba, al menos podría descender sus aguas en kayac, alimentarme de salmones arrebatados a los grizzlis y viajar en trineo.

 

Un fin de semana, sin embargo, mi hermano y yo acompañamos a mi padre al cortijo de San Javier, al 10 miserables kilómetros de casa. Fuimos a podar unos olivos. Calculo que no pasaría un cuarto de hora cuando, con las manos reventadas por las ampollas, dejamos la vil hachuela clavada en la madera, incapaces de asestarle un golpe más al árbol, bajando los brazos como púgiles que arrojan la toalla.

Apenas habíamos sido capaces de cortarle unas ramitas al árbol, un pequeño olivo sin apenas entidad, y ya estábamos suplicándole a nuestro padre que comprara una sierra mecánica como la de Leatherface en “La matanza de Texas”.

 

Le echo un vistazo, por encima, al libro de la madera. Y me encuentro con tesis parecidas a las que yo mismo he usado, por ejemplo, cuando hablo de correr en la montaña. Les ahorro, por reiterativos, los detalles que conectan el esfuerzo físico al aire libre con su dimensión místico-filosófica.

 

El caso es que me sorprende el abrasador éxito de un libro que dedica muchas páginas a cómo apilar la madera recién cortada, algo que será muy interesante, útil y habitual en Noruega, pero que, en esta España nuestra, no termino yo de verlo claro.

Aun así, es posible que prenda la llama y que de aquí a nada veamos en los gimnasios españoles espacios dedicados a cortar madera: igual que se ha puesto de moda la práctica del boxeo, para ponerte en forma a la vez que alivias tensiones pegando mamporros; pronto nos encontraremos sudando… a hachazo limpio, una disciplina muy exigente que requiere de práctica y entrenamiento, pero que, bien ejecutada, debe resultar de lo más gratificante. Y relajante.

 

Jesús Lens

El río de la luz

Yo no sé si leer a Javier Reverte, cuando no puedes viajar, debería ser absolutamente recomendable o estar radicalmente prohibido.

Porque estás en tu casa, en tu sofá, varado en tu vida de siempre, y te asomas a las páginas de “El río de la luz. Un viaje por Alaska y Canadá” y sientes el frío de las montañas sacudiéndote la cara, el rumor del viento entre los árboles y el murmullo y la fuerza del agua del poderoso Yukón, fluyendo a tu alrededor.

Luego, claro, sacas los ojos del libro y te das cuenta de que no. De que realmente sigues en tu casa, en tu barrio, en tu ciudad. Que no tienen nada de malo, pero que no invitan a buscar oro entre las arenas del lecho del río, precisamente. Aunque, se rumorea, el Darro granadino todavía lleva oro… pero esa es otra historia.

Por eso, hace tiempo que tomé una determinación: para no agobiarme y maldecir la suerte de una vida pacífica, tranquila y sosegada como la nuestra, sólo leo a Reverte cuando estoy de viaje. Aunque sea un viaje cercano y sencillo. Pero leer a Javier cuando estás en movimiento, aunque sea en un sencillo On the road camino de Sevilla o en la furgona que nos trae y nos lleva a Madrid, mitiga los demoledores efectos de una prosa capaz de contagiarte la necesidad de los espacios abiertos y, sobre todo, la sed de aventura.

El viaje que hace Javier, a través de un río poderoso como el Yukón, es tan impactante como el que hizo por los grandes ríos africanos o por el Amazonas. Y no es cualquier cosa, navegar un río. El mismo autor lo dice al comienzo de la obra: “Un río es algo más que un gran caudal de agua. Yo creo en el alma singular de los grandes ríos. En cierto modo, nos hablan, y no siempre lo que nos dicen posee un significado benigno. Lo he sentido en todo momento cuando los he navegado.”

Además, navegar por el Yukón es uno de los viajes que, de niños, todos hemos querido hacer. Bueno, de niños, y de mayores. ¡Qué le pregunten a mi hermano! Al menos, todos los niños que tuvimos la suerte de leer a Jack London y las películas sobre los buscadores de oro, los tramperos y la Policía Montada del Canadá. Sin entrar a valorar el daño que el Disney Channel está haciendo entre la chiquillería del siglo XXI, adoro estos libros que hablan de viajes basados en otros libros, en otras películas, y que siguen las huellas de antiguos viajeros y aventureros que, a su vez, también estaban enfermos de literatura, mitos y fantasías provocadas por las leyendas y las quimeras.

En esta ocasión, Javier Reverte se embarca en un viaje que sigue las huellas del éxodo provocado por la fiebre del oro de Alaska, con Jack London como principal “excusa” para recorrer los salvajes, espectaculares, inmaculados y brutales paisajes del noroeste de los Estados Unidos y el Canadá.

No sé vosotros -y dejo lanzada la pregunta- pero yo, cuando he pensado en huir bien lejos y escapar de la monotonía de esta existencia, siempre tenía a Alaska como posible destino. Para unos, es Australia. Las antípodas. Para otros, una gran ciudad como Nueva York y Los Ángeles. Pero yo siempre quise escapar a Alaska. Sobre todo, tras disfrutar de las desventuras del Dr. Fleischman, aquel imposible y urbanita doctor, más perdido en Cicely que un marine yanqui en la campiña afgana.

Sobre la cantidad de citas memorables y libros que dan ganas de leer cuando lees “El río de la luz. Un viaje por Alaska y Canadá”, hablamos más adelante, que esta reseña ya va larga.

Jesús Lens Espinosa de los Monteros.