Las espaldas de la Alhambra

Viviendo en Granada, uno no puede empezar una serie veraniega soslayando la Alhambra, por lo que el domingo pasado desafiamos a la ola de calor y nos fuimos a sorprenderla por la espalda y bien temprano, aunque no a traición. 

La idea era madrugar y, antes de que la chicharra diera demasiado el cante, subir por el Realejo, llegar al Llano de la Perdiz, volver por Valparaíso y, ya sí, asomarnos a la Alhambra desde la Silla del Moro, antes de regresar al Zaidín. Ni que decir tiene que todo nos salió (más o menos) mal.

Lo de madrugar, por ejemplo. Uno se acuesta tarde el sábado después de ver una película y, aunque deje la ventana abierta de par en par, temprano lo que es temprano, no se levanta. Y como en esta vida se puede perdonar cualquier cosa menos el moroso desayuno del domingo, ya íbamos tarde cuando nos metimos entre los pinares de junto al Cementerio de San José. 

Calor, hacía. Agua, no llevábamos. ¿Total para qué, si apenas iba a ser un paseíto periurbano de un par de horas? La chicharra cantaba cara al sol con la misma energía que Rosalía al pollo teriyaki. Llegamos al Llano y rápidamente localicé el sendero que debía llevarnos camino del Darro. Solo que no era ese sendero. 

Tras media hora larga tratando de disimular que sabía dónde estábamos, oímos las campanas de la Abadía del Sacromonte, pero no sabía dónde. Y como no quería que doblaran por mí —ya sentía la asesina mirada del tigre clavada en mi espalda— reculamos para deshacer el camino y subir a la Silla del Moro por dónde se sube a la Silla del Moro, sin mayores complicaciones. 

Me encanta la vista de la Alhambra desde aquel entorno, cargado de magia. Se la contempla por la espalda y desde arriba, por lo que ofrece una perspectiva diferente y original. Es como mirar una maqueta, pero a tamaño natural. 

La Silla del Moro es una inmejorable atalaya para, además de la Alhambra, deleitarse con el valle del Darro, la Abadía del Sacromonte… y los restos calcinados del incendio de San Miguel Alto. En lontananza, la vega de Granada, el torreón de Albolote y hasta Moclín. Al menos, eso dice un cartel, que la solana impedía fijar la vista tan lejos. 

Ya de vuelta y como apenas pasaba de la una de la tarde, nos acercamos a Jardines Alberto por si nos dejaban tomar una cerveza, que teníamos sed sahariana nivel Lawrence de Arabia. “Una y nos vamos”, prometimos mientras poníamos cara de cervatillo desvalido de película de Disney.

¡Qué placer, ese primer trago de cerveza cuando estás muerto de sed! Cumplimos nuestra promesa, bajamos por el bosque de la Alhambra y a eso de las dos de la tarde, con 16 kilómetros en las piernas, pudimos decir aquello de “Hogar, dulce hogar”. Y de inmediato, una idea, un propósito: el próximo domingo madrugamos, pero madrugamos de verdad, y vamos a…

Jesús Lens

De Teatro a Mercado

Se me hace extraño escribir de cualquier cosa diferente a las elecciones, pero a estas alturas de periódico ya lo sabrán ustedes todo sobre los avatares electorales de Sánchez, Rivera, Iglesias y los demás. Permítanme que les hable de Cartagena y de su maravilloso Teatro Romano, un prodigio de intervención arquitectónica de Rafael Moneo.

Un grupo de periodistas gastronómicos tuvimos el privilegio, ayer domingo, de que la directora del Museo del Teatro Romano, Elena Ruiz, nos hiciera una completa visita guiada por una singular concatenación de edificios que se convierten en una prodigiosa máquina del tiempo.

Lo mejor de este Museo es que sigue siendo un proceso vivo y en plena evolución desde que, en 1991, apareció el primer indicio de que el Teatro Romano pudiera estar allí. ¡Que estaba! Ya les digo si estaba… Para ‘sacarlo’ al centro de Cartagena, Moneo conectó la fachada de la Casa-Palacio de la condesa de Peralta con los restos de la iglesia de Santa María a través de corredores subterráneos y escaleras mecánicas convertidos en museo arqueológico.

Suelos de caliza y paredes de travertino fósil acogen esculturas clásicas, frisos, capiteles y un largo etcétera de objetos hasta llegar a un corredor mágico que, en 20 metros de longitud, acumula restos de 10 culturas diferentes, de la visigoda y medieval a la árabe y cristiana. ¡Alucinante! 20 metros que se convierten en una lección de arte antes de desembocar en el inmenso Teatro.

Para los próximos años está prevista la excavación de una parte sorprendente de las espaldas del Teatro: el llamado Pórtico. En el siglo V, con la crisis —de la época— no había quien sacara adelante la gestión del Teatro, por lo que se remodeló para convertirse en una zona comercial, con sus chiringuitos, tiendas y puestos de mercado.

Paradójicamente, tras varios lustros cerrada, la sede de la central de Correos de Murcia se ha convertido en un popular y frecuentado gastromercado. ¡Ay, los romanos, la cantidad de cosas que nos enseñaron! A hacer de la necesidad virtud, por ejemplo, reutilizando los edificios obsoletos en espacios vivos y excitantes.

Jesús Lens

Viajar lejos, viajar alto

“Comenzamos el legendario trekking a Ciudad Perdida. Serán seis días atravesando selvas montañosas, pasando por comunidades indígenas y visitando restos arqueológicos perdidos en las cumbres”.

Este párrafo fue el que terminó por decidirme, cuando estaba viendo a dónde irme este verano y qué tipo de viaje quería hacer. Ciudad Perdida. ¿No resulta evocador, tan solo el enunciado? Que sí. Que ustedes ya me conocen y sospechan que, en realidad, elegí ese viaje por haber disfrutado, tantísimo, de “Z. La ciudad perdida”, esa maravilla del cine de aventuras con el que James Gary nos deleitó hace unos meses.

 

Y no les faltará razón, pero es que -y mueran ustedes de envidia- el trekking solo ocupa la tercera semana de un viaje mucho más extenso, que atraviesa Colombia entera, de sur a norte. Sin ánimo de ser muy exhaustivo, les invito a que cojan un mapa y sigan la siguiente ruta: de Bogotá a Popayán, ciudad situada al sur del Valle del Cauca y fundada en 1537, en la ruta entre Cartagena y Quito.

Nos adentramos en los Andes, por la zona de San Agustín y hasta el Parque arqueológico Alto de las Piedras, Alto de los Ídolos y el Salto Mortiño, todo ello Patrimonio de la Humanidad de la UNESCO. Nos asomaremos a lo más salvaje del Río Magdalena y seguiremos hasta Tierradentro antes de regresar a Bogotá.

 

Tras visitar la capital de Colombia y la vecina Villa de Leyva, volamos hacia el Caribe, al Parque Nacional Tayrona y sus playas vírgenes junto a los bosques tropicales y los enigmáticos manglares. Y después, ya sí, el trekking hasta llegar a la mítica Ciudad Perdida.

 

Reconozcan que el periplo se las trae y que resulta tan atractivo como duro y complicado, con mucho saco de dormir, mucho campamento en plena naturaleza y, sobre todo, notables manos de andar.

 

Tantas que, después de tener el viaje preparado y planificado, he tenido que desistir: una lesión en el pie, que me viene amargando todo el año y que terminó de reventar tras la Carrera de las Dos Colinas, me sigue impidiendo caminar hasta por el Zaidín desde hace un par de meses. Así que, calculen ustedes, triscar por las montañas de Colombia.

Ciudad Perdida… del Zaidín

Por ello, la Ciudad Perdida tendrá que esperar y, este verano, me quedo en casa. ¡A ver en qué invierto las vacaciones!

 

Jesús Lens