Trans-formación

Da igual la sección de los periódicos que ustedes elijan: la palabra de moda, la que está en boca de todo el mundo, es transformación. Las páginas salmón dedicadas a la Economía hablan de la transformación del mundo de las finanzas, las de tecnología son una pura y encendida loa al concepto y las de arte y espectáculos insisten con pasión desbocada en ella.

En política, el que no está por la transformación corre severo riesgo de fosilización y desaparición y todos los análisis sociológicos insisten en ello: vivimos sin vivir en nosotros, en un acelerado e imparable proceso de transformación que, además, es vertiginosa.

 

Trasformar es convertir una cosa en otra, bien por acción externa o bien porque algo se transforme por sí mismo. Y ahí radica el quid de la cuestión: dado que los procesos de cambio parecen inevitables, mejor anticiparse y adaptarse a la realidad, procediendo a la transformación por nosotros mismos. Pero, claro, eso se dice muy fácil. Lo realmente complicado es hacerlo. Y hacerlo bien. Con sentido y mesura. Que no hay nada más peligroso que un mutante desbocado y en plena efervescencia.

Y ahí es donde debería entrar la formación. Y hacerlo en los dos sentidos del concepto: producir una forma determinada y, por supuesto, enseñar.

 

La escuela, la universidad y la enseñanza en general también están en pleno proceso de transformación, faltaría más. Ya habrán oído ustedes aquello de que un porcentaje de entre el 65 al 75 por ciento de nuestros estudiantes más jóvenes desempeñarán, en el futuro, profesiones que ahora mismo no existen.

 

De ahí la gran paradoja: ¿cómo formar a los jóvenes en disciplinas que no existen? La única respuesta posible, la única que se me ocurre, es que resulta imperioso formar a los niños y a los jóvenes en la misma disciplina en la que debemos formarnos a nosotros mismos: la adaptación al cambio.

Más allá de la autoayuda, resulta imprescindible aceptar y asumir que, efectivamente, vivimos en tiempos de cambios vertiginosos, dos palabras que forman un binomio perfecto, como brutal paliza, marco incomparable, situación dantesca u orgullo y satisfacción.

 

Una vez aceptado y asumido, resulta imprescindible dotarnos de las herramientas necesarias para adaptarnos al cambio, nos lleve a donde nos lleve este imparable proceso de transformación en que estamos inmersos. Aunque sea para terminar en los brazos de un robot encantador.

 

Jesús Lens

Escritor de falsas biografías

¡Máxima atención, headhunters, cazatendencias y prosprectores del futuro laboral! Después de ver la segunda parte de “Blade Runner” y de tragarme íntegramente la serie “Westworld”, veo muy claro cuál será una de las profesiones del futuro: la de escritor de biografías falsas.

O, mejor dicho, la de inventor de biografías, que no es lo mismo. Biografías para esos robots que, según los profetas, nos acompañarán de aquí a nada, en cuanto la inteligencia artificial sea una realidad tangible y palpable en vez de un argumento para apocalípticas distopías de ciencia ficción.

Porque los robots -denominación que urge actualizar, que “robot” tiene unas connotaciones que para nada les favorece- también tienen su corazoncito, aunque sea de metal. Y nos van a exigir un relato para sus vidas. Las célebres preguntas que todos nos hacemos en las noches de verano -sobre todo, después de unas sangrías- tumbados en la arena de la playa o sobre la hierba del prado, mirando al cielo estrellado; los robots se las harán desde el instante en que cobren conciencia de sí mismos: ¿Quién soy? ¿De dónde vengo? ¿A dónde voy?

Replicantes en animada conversación conversación con sus creadores

Y ahí es donde entramos nosotros, los humanos. Sobre todo, los cuentistas. ¡Nos vamos a poner la botas, con este nuevo género literario! Ojo, que tampoco es nada realmente novedoso: John Ford ya escribía las biografías completas de los protagonistas de sus películas y se las daba a los actores, para que interiorizaran sus personajes y les sirvieran para comprender sus reacciones y comportamientos.

Hace un tiempo invité a algunos amigos a un divertimento / experimento literario: escribir una biografía fingida de nosotros mismos, en primera persona y en un máximo de 500 palabras. ¿O eran 1.000? Quizá fueran 300… Da lo mismo. Lo importante era fabular, imaginar, soñar y, por supuesto, mentir. Como bellacos.

Recuerdo que me divertí mucho con aquel experimento. Lo que nunca imaginé es que, en el futuro, pueda ser una profesión, una forma de ganarnos la vida; un género literario en sí mismo que requerirá de un agresivo formato transmedia para que nuestros hermanos robots nos compren las historias que, sobre ellos, vayamos inventando.

Este tiene hechuras de escalador, por ejemplo

Y ahí sí que no caben el tongo o la manipulación. El consumidor tendrá la última palabra y será quién decida si hacer suya la vida que tú le has inventado… y continuar con ella. ¡Qué curiosidad! ¡Qué responsabilidad!

Jesús Lens