La década prodigiosa de los 70

Hace unos días veía, por fin, ‘Carga maldita’, una descomunal obra maestra de William Friedkin que transmitía una opresiva sensación de verosimilitud de tal calibre que, al terminar, estaba extenuado. Más allá del maravilloso homenaje al fatalismo de ‘La jungla de asfalto’, es una película que te hace sentir que has viajado en esos camiones.

Al comentar lo mucho que me gusta el cine de los años 70 y su autenticidad a raudales, me tiraron de las orejas por ponerme en plan abuelo cebolletas, echándome en cara —con cariño, respeto y amplias dosis de buen humor, creo y espero— las muchas veces que he criticado la actitud ‘antes, todo esto era campo’.

Le he estado dando vueltas y sigo defendiendo la fuerza de muchas películas de los 70 (cada década tiene las suyas, obviamente), cuando los cineastas, fuera del sistema de estudios y gracias al desarrollo tecnológico que permitía filmar con cámaras cada vez más pequeñas, se echaron a las calles para mostrar lo que pasaba en ellas. La autenticidad de la que hablábamos hace unos días.

Fue un cine libérrimo en el que los directores tenían manga ancha, poder y compromiso con unas historias pegadas a la realidad de la calle, muy humanas en todos los sentidos de la expresión y sin sentido peyorativo. Después, en los 80, las grandes corporaciones se hicieron con el control y el cine cambió radicalmente. Otra vez. 

Hace poco vi ‘The French Connection’, del propio Friedkin. ¡Qué pasote de película, con ese Gene Hackman enfrentado a nuestro Fernando Rey! ¿Habrá habido mil y una persecuciones en coche mejores en años posteriores? Seguro. Pero ésta tiene un ‘je ne sais quoi’ muy especial. Como la de ‘Bullitt’ por las calles de San Francisco, aunque sea de 1968… ¿Han visto ustedes ‘A la caza’, con Al Pacino? Es de las que no se olvida. Como ‘Serpico’, por supuesto. Esas calles y callejones, esos bares, ese cuero, esos autobuses y metros…

Nueva York es, posiblemente, la ciudad más y mejor filmada en los 70, de ‘Taxi Driver’ a las icónicas ‘Manhattan’ y ‘Annie Hall’. Son películas que fijan el imaginario urbano en el espectador que, cuando viaja a la Gran Manzana, busca esos perfiles, esos ambientes, esas perspectivas. Aunque ya no existan y estén sólo en su imaginación. Quizá por eso adoro la serie ‘The Deuce’, de David Simon y George Pelecanos. Es reciente, pero hace una recreación tan portentosa de aquellos años que me sentí transportado a las malas calles de Scorsese, incluidas las noctámbulas y siniestras de ‘After Hours’, una de mis películas favoritas por siempre jamás, aunque sea de 1985. 

Dejo para otra vez, si eso, la huella de la guerra del Vietnam en películas míticas como ‘El cazador’ o ‘Apocalypse Now’ para reivindicar una de las películas más ‘pequeñas’ de Coppola: ‘La conversación’. Y, por supuesto, clásicos del noir más desencadenados como ‘La huida’ y ‘Quiero la cabeza de Alfredo García’ de ese genio loco que fue Sam Peckinpah. La primera tiene un maravilloso hálito romántico basado en la traición, la duda y la redención (o no) y la segunda… pues eso. Que me hubiera encantado acompañar a Warren Oates en su sucio y violento peregrinar.

Termino invitándoles a una excursión. ¿Quién se viene a descender en canoa el río Cahulawassee, en Georgia, antes de que una presa convierta sus rápidos y aguas salvajes en un remanso de paz y tranquilidad?

Vean ‘Deliverance’ y convendrán conmigo en que, para paz, la que se encuentra en la naturaleza profunda, en contacto con el buen salvaje de Rousseau. ¿Verdad? 

Jesús Lens

La vuelta de Dominique Manotti

Dominique Manotti ha vuelto. De hecho, nunca se fue, pero las veleidades del mercado editorial español han hecho que, durante muchos años, la combativa escritora francesa estuviera desaparecida de los anaqueles de nuestras librerías.

Estamos de enhorabuena, por tanto, ya que la editorial Versátil acaba de editar en nuestro país la novela ‘Oro negro’, publicada originalmente en 2015 por la editorial Gallimard.

Desde el título ya sabemos qué hay de fondo en la trama argumental de una novela en la que, efectivamente, el petróleo desempeña un papel esencial. Y eso que el prólogo, cuya acción transcurre en la Nueva York de 1966, nos hace barruntar que la cosa irá de minerales, diamantes y otras fruslerías, pero la acción no tarda en trasladarse a Marsella, a un año muy especial: 1973.

Si son ustedes buenos aficionados al noir, recordarán una de las grandes películas de la historia del cine: ‘The French Connection’. Dirigida por William Friedkin. En España se estrenó como ‘Contra el imperio de la droga’, pero todo el mundo la conoce por el título original. La trama de la película tiene al tráfico de heroína como elemento central: se embarcaba en el puerto de Marsella y se distribuía por Estados Unidos.

Dicen las malas lenguas más conspiranoicas que aquello fue una operación de estado encaminada a laminar los movimientos contraculturales que sacudieron los Estados Unidos de finales de los sesenta, llenando de caballo los ambientes hippies y rockeros que estaban convulsionando al país. Sin embargo, cuando el consumo de heroína se fue de madre y empezó a enganchar a una juventud más conservadora y bien peinada, las autoridades cortaron el suministro a través de operaciones como la descrita en ‘The French Connection’, sustituyendo los opiáceos por la cocaína colombiana, supuestamente menos letal y destructiva. Y más rentable.

El joven inspector parisino Theodore Daquin llega a Marsella proveniente del Líbano. “Veintisiete años, estudios brillantes, Ciencias Políticas, licenciatura en Derecho, escuela de comisarios de la que ha salido entre los primeros de su promoción, y un año en la Embajada de Francia en Beirut en los servicios de seguridad, muy lejos de la calle marsellesa”.

A su llegada, el domingo 11 de marzo de 1973, un asesinato sacude la ciudad mediterránea. Aunque, en realidad, nada ni nadie queda sacudido, más allá del fiambre tiroteado en plena calle. Porque Marsella está acostumbrada a que la violencia se enseñoree de sus calles tras la mencionada desactivación de la French Connection.

Cuando todavía no ha terminado de instalarse, Daquin se enfrenta a otro asesinato. Y no tardará en producirse un tercero, en Niza. ¿Conexiones entre ellos? Más que probables. El problema es que, cuando Daquin y su equipo empiezan a investigar y a tirar del hilo, se encuentran con reacciones extrañas entre sus propios jefes…

“Tiene el físico poderoso de un jugador de rugby, deporte que practica ocasionalmente, juega como delantero de tercera línea; un rostro cuadrado, enérgico, sin asperezas, ojos y cabellos castaños. Un aspecto bastante corriente, en suma, pero de una presencia intensa cuando se anima”. Además, no tardaremos en saber que Daquin en homosexual. Y no es fácil serlo en la Marsella de comienzos de los 70.

Aunque Daquin ya había protagonizado otras novelas anteriores de Dominique Manotti, en ‘Oro negro’ le descubrimos en su primer caso, cuando todavía es extremadamente joven. De ahí que sea una inmejorable ocasión para conocer a uno de los personajes esenciales del género negro europeo.

“Si te gusta la novela negra y no has leído a Manotti estás de enhorabuena: leyéndola te va a gustar más”. Así escribe Carlos Zanón sobre una autora referencial cuya nueva arribada a nuestras librerías es, efectivamente, una de las noticias más gozosas de este arranque de 2020.

Manotti es una autora que estudió Historia, pero dejó de ejercer como historiadora “porque no me permitía entender mi presente y empecé a dedicarme a la ficción. El trabajo de un historiador cae en el olvido mucho antes que una novela, género mucho más importante que la Historia para dar cuenta del viaje de mi generación”.

Activa militante política y sindicalista convencida, Dominique Manotti utiliza sus novelas para mostrar las contradicciones de un sistema que perpetúa las relaciones de poder, expulsando a todo el que se enfrenta a ellas. Así, sus novelas tratan temas como la especulación inmobiliaria, la corrupción, el tráfico de armas y las relaciones entre el fútbol y el poder político. En este sentido, ¿terminará presentándose Rajoy a las elecciones de la Federación Española de Fútbol, frente a Rubiales e Iker Casillas?

Y una ciudad, Marsella, que es un universo en sí misma. “Una multitud mediterránea, franceses, corsos, italianos, argelinos, todos bronceados y surcados de arrugas, hombres jóvenes en vaqueros y sudaderas, que arrastran los pies calzados con zapatillas de deporte, y viejos proletarios cansados, una mezcla de lenguas y de culturas en un clima de pobreza inquieta”. ¿No es maravillosa, Manotti? Háganse con ‘Oro negro’. La van a gozar.

Jesús Lens

The French Connection

Pocos nombres tan reconocidos, sonoros, usados y hasta abusados en el lenguaje cotidiano, más allá del ámbito negro criminal en el que tuvo su origen.

The French Connection Rincón Oscuro

The French Connection es a la vez el título de una mítica y magistral película y el nombre con que se bautizó a una trama criminal utilizada para inundar los Estados Unidos de heroína. Trama que no ha dejado de formar parte del mejor cine de gángsteres, empezando por “El Padrino”. ¿Se acuerdan de Virgil Sollozzo, alias, El Turco? Un tipo muy hábil con el cuchillo y el primer personaje en poner en un brete a la Familia por excelencia: los Corleone.

Pues el personaje de Sollozzo y toda la primera parte de la saga de “El Padrino” están basados en el cambio de paradigma que la llegada masiva de heroína supuso para la mafia y el crimen organizado de los Estados Unidos. Y ese desembarco de polvo blanco fue posible gracias al corredor abierto entre Turquía, Marsella y Estados Unidos.

Durante la primera mitad del siglo XX, el cultivo de opio para su uso en productos químicos y medicinales estaba permitido en Turquía y parte del excedente que sobraba a los agricultores terminaba en manos de una serie de mercaderes que traficaban con él, ya convertido en morfina. Un turbio negocio que creció exponencialmente cuando la pasta de morfina empezó a procesarse en heroína. Y llegaron la II Guerra Mundial, la postguerra y la Guerra Fría. Y todo cambió.

The French Connection poster

Francia. François Spirito y Antoine Guérini, dos ciudadanos corsos de carácter notoriamente violento e inmoral, se asociaron a un tipejo llamado Auguste Ricord, que había hecho fortuna gracias a sus conexiones con la Gestapo, durante la ocupación alemana, atesorando un enorme capital que fue invertido en restaurantes, bares, casinos, salas de fiestas, etcétera.

Aprovechando un desmesurado exceso de tesorería, los corsos, Ricord y otro par de mafiosos franceses contrataron a algunos de los mejores químicos del mundo e instalaron en Marsella los más avanzados laboratorios para el procesado de droga, consiguiendo transformar el opio turco en una heroína de pureza rayana en el 98%. Teniendo en cuenta que la mayoría de productores de heroína asiáticos no conseguían una pureza superior al 60 o el 70%, la droga procesada por los franceses se convirtió en un producto fuertemente demandado por los mafiosos norteamericanos más poderosos.

La elección de Marsella como centro neurálgico de la French Connection no fue casual, que su condición de gran ciudad portuaria hacía que los envíos de heroína a Nueva York fueran mucho más fáciles de organizar. Por supuesto, los mafiosos corsos, con la anuencia de la CIA, controlaban el puerto de Marsella, no moviéndose ni un contenedor sin que ellos lo supieran, impidiendo de paso que el poderoso Partido Comunista Francés penetrara en un enclave estratégico tan significado.

The French Connection

La década de los 60 fue la época más floreciente de la French Connection, moviéndose miles y miles de kilos de heroína. El declive de la trama criminal comenzó en los 70, cuando Turquía prohibió el cultivo de opio y la colaboración policial entre los Estados Unidos, Francia, Italia y Canadá posibilitó la detención de decenas de gángsteres y de los capos mafiosos que se encontraban al frente de la Conexión. Se desmantelaron los laboratorios en Francia, se purgó a los policías corruptos franceses y norteamericanos y se cortocircuitaron las redes de distribución.

A partir de entonces cambiaron las reglas del juego y la cocaína se convirtió en la droga de moda. Pero esa es otra historia. Porque ahora toca hablar de dos películas que, muy distantes en el tiempo, hablan de esta trama: la mítica “The French Connection”, dirigida en 1971 por William Friedkin, protagonizada por Gene Hackman, Roy Scheider y Fernando Rey; y que forma parte de la Historia, con mayúsculas, del cine negro y criminal.

Una película que exuda realismo y autenticidad en cada fotograma y que, filmada en las calles de Nueva York, tiene una de las persecuciones más memorables del Noir cinematográfico.

Cambiando de continente, hace poco que el cineasta francés Cédric Jiménez filmó “Conexión Marsella”, una cinta interpretada por Jean Dujardin, Gilles Lellouche y Céline Sallette; en la que se cuenta la historia del desmantelamiento de la French Connection desde Francia.

Conexión Marsella

El duelo interpretativo entre los dos protagonistas nos muestra a un juez incansable e incorruptible enfrentado al líder de la mafia corsa que tiene a toda Marsella en su bolsillo. Un juez que se implica de forma decidida en la guerra contra las drogas, lo que le granjea enormes problemas, angustias y contratiempos. El mafioso, por su parte, es un personaje complejo, muy bien trabajado y que da el contrapunto perfecto al héroe de la función.

“Conexión Marsella” es una ambiciosa película de acción que permite adentrarse en el funcionamiento de las mafias y que, con un cuidadísimo diseño de producción y una espléndida banda sonora, transporta al espectador a los terribles años de plomo en los que la sangre corría abundantemente por la Costa Azul.

The French Connection. Una muestra más de cómo el buen cine negro y criminal camina a lomos de la realidad más cruel y sangrienta.

Jesús Lens