La otra economía

Estaba desayunando en Sevilla, dentro de un bar en el barrio de Nervión. Fuera había mesas al sol, pero todavía hacía fresco y preferí entrar. El hilo musical ponía canciones de entonces, pasando de la escuela de calor al tipo aquel al que le dolía la cara de ser tan guapo. Un parroquiano habitual se estaba hincando una tostada de manteca colorá que daba miedo y entonces entró ella. Un ciclón.

Chiquita, pero matona. Morena, baja y fuerte. Y una verborrea que anonadaba. Entre piropo y piropo al dueño de la cafetería, joven pero bien dispuesto, proclamó a los cuatro vientos que llevaba levantada desde las tres de la mañana y que venía del campo de coger naranjas.

 

No tardaron en ponerse de acuerdo con el precio. -¡Por el montacargas! ¡Súbelas por el montacargas! -le decía el dueño del bar al maromo que acompañaba a la mujer y que, hasta ese momento, no había dicho esta boca es mía.

 

-Anda guapo, ponme un refresquito que no veas que noche llevo- dijo ella, mientras esperaba a que le pagase las naranjas, operación en la que no medió albarán o factura alguna, por supuesto. Y me acordé de que hace un mes, en Málaga, mientras me tomaba una caña y un adobo en una terraza, apareció un tipo que, de forma más discreta que la naranjera, preguntó por el dueño del garito y, cuando salió, le dijo que tenía una cola de rape recién pescado, fresca, fresca. Que se la dejaba muy bien de precio. También se pusieron de acuerdo, rápidamente, el uno y el otro. Se notaba que había confianza. Que ya habían hecho negocios juntos antes.

Que haya sido testigo de este par de irregulares transacciones en Málaga y Sevilla es pura casualidad. Que no dudo que también sean habituales en nuestra tierra. Que no hay más que darse una carrerilla por la Fuente de la Bicha o un paseo por el Zaidín para ver improvisados puestecillos de venta de fruta y verdura, muy bien acogidos por el público.

¿Podría nuestro país sobrevivir a la crisis sin este tipo de economía alternativa, sumergida o flotante? Porque si uno ve las estadísticas sobre pobreza y exclusión en España, lo extraño es que las calles no estén ardiendo en llamas. Además, supongo que el rape y el zumo de naranja estarían excepcionalmente buenos.

 

Jesús Lens

El peso

Me lo encontré de golpe, al entrar en el ascensor.

Ya sabes, esas veces en que estás distraído, mirando el móvil u hojeando la prensa mientras esperas y, cuando por fin llega, se abre la puerta y entras como un autómata, dando por supuesto que está vacío.

Esa mañana, sin embargo, me di de bruces con él. Un tipo alto, ojeroso y desgreñado, que me miraba fijamente. No era la primera vez que le veía, claro, pero ese sábado lo encontré especialmente avejentado y perjudicado.

Tampoco es que yo estuviera mucho mejor, volviendo del desayuno tras una noche de juerga: la barba sin afeitar, despeinado, canoso y la cara un tanto abotargada.

Permanecimos en silencio.

Ese silencio incómodo que siempre se hace en los ascensores.

Salí.

Mientras abría la puerta de casa, miré hacia atrás. El ascensor ya se iba, pero el sujeto también había salido y esperaba en el rellano, impaciente.

Aunque intenté cerrarle la puerta en las narices, no conseguí evitar que se colara en casa. Y ahí sigue, pegado a mí, recordándome el peso del tiempo cada vez que nos vemos a través de un espejo.

Jesús Lens

Veamos los 17 de octubre de 2008, 2009, 2010 y 2011

El culo de mi vecina

Mi vecina tiene un culo glorioso. Y punto. No voy a detenerme en describirlo. ¿Para qué? Que cada uno piense en el tipo de culo que más le guste y así podrá entender que, cada vez que me cruzo con ella, no pueda evitar echarle una buena mirada.

A veces, hasta demasiado larga, visible y comprometedora, debo reconocer.

Hoy, al salir del trabajo, vi que mi vecina cruzaba el paso de peatones de enfrente de mi oficina así que decidí seguirla, sin alcanzarla, para disfrutar un buen rato de la visión de esa maravilla de la naturaleza que es su culo, mientras íbamos para casa.

Me extrañó que, en vez de recortar por la calle Almuñécar, siguiera por la Avenida Fernando de los Ríos, pero mira… ¡así podría admirarla por más tiempo!

Y ahí iba yo, embebido en su contoneo juguetón, cuando empezó a sonarme el móvil. Entontecido como estaba, traté de contestar, pero ya habían colgado. ¿Quién estaría tan ansioso, o tan aburrido, como para molestar a las tres y cuarto de la tarde?

El sol no me dejaba ver bien quién había telefoneado y, cuando comprobé que era un Número Oculto, menté a la madre que parió a las operadoras y sus trucos comerciales, máxime porque, con el trajín, me había despistado de mi vecina, que ya cruzaba por el semáforo que comunicaba con el Carrefour.

“¡Hasta aquí hemos llegado!”, pensé. Máxime cuando me pareció ver a lo lejos la mole de mi vecino, que debía estar esperándola. Tras un beso fugaz, le abrió la puerta, la cogió del talle y la acompañó adentro.

Enfilé calle arriba, saqué las llaves, abrí el portal y recogí una factura del buzón, mientras me quitaba las gafas de sol.

– Qué triste, a lo que ha quedado reducida la correspondencia postal tradicional, ¿verdad?

Me quedé de una pieza.

Desde sus casi dos metros de altura, mi vecino estaba esperando a que llegara el ascensor, cargando con una bolsa del Mercadona por la que asomaba una barra de pan.

– ¡Ya te digo! Por cierto, el pan del Carrefour está mejor que el del Mercadona. ¡Como de aquí a Lima! Más crujiente y curruscante. Y, si lo pillas calentito… ¡un escándalo! Es que ni te cuento.

Jesús cabroncillo Lens

Veamos si en anteriores 23 de mayo estábamos tan graciosillos: 2008, 2009, 2010 y 2011