Elogio de la morcilla

Hace unos días entré en un bar, pedí una caña y el camarero, sin preguntar, me puso una tapa de morcilla. “¡Esta es una buena morcilla, y lo demás son tonterías!”, exclamó. Estaba de lujo, efectivamente, que empiezo a ser un maestro morcillero al que, además de libros, le regalan chacinas.

La Maestranza

Sí. Me gusta la morcilla. Desde que tengo uso de razón. Y es que en esta vida, igual que somos de los Beatles o de los Rolling, de Marilyn o de Audrey, de Ford o de Hawks; hay que elegir entre la morcilla y el chorizo. Y yo, desde mis primeras barbacoas, elegí el bando negro. Me gusta cómo sabe, por supuesto. Me gusta su textura. Me gusta su olor. Me gusta ver cómo se despanzurra sobre la parrilla, echada al fuego. Me gusta picante. Me gusta con cebolla y me gusta con arroz. Me gusta en los guisos, seca y achorizada.

 

Pero mi aprecio por la morcilla va más allá de lo estrictamente culinario. Me gusta, también, porque es la comida más negra y criminal del mundo. ¡Sangre coagulada y de color negro! ¿Se puede pedir más, para un amante del Noir?

¿Y su vis cómica, viendo la cara que ponen los guiris cuando les explicabas lo que se acababan de meter en la boca? ¡Esos aspavientos! ¡Esa cara de asco! Como si la morcilla, en sus más variadas modalidades, no se comiera prácticamente en los cinco continentes, siempre que no nos pongamos excluyentes y aceptemos como morcilla el Tofu de sangre que comen en la China o la sangre coagulada de yak que se utiliza para hacer un plato tradicional en el Tíbet.

 

En México y otros países de América Central la llaman moronga, en Perú se la conoce como sangrecita y en Chile, prieta. La morcilla se come en toda Europa y, los irlandeses… ¡hasta se la desayunan!

 

Y que conste que el amor por la morcilla no es algo reciente. Ni un invento de españoles muertos de hambre y sedientos de sangre. De hecho, Homero ya hizo referencia a ella en la mismísima Odisea, al describirla como un manjar de la isla de Circe.

Hablamos, pues, de un alimento universal con siglos de historia a sus espaldas. De la anemia y el colesterol, hablamos otro día. Mientras, ojalá tengamos suerte y… ¡que nos den morcilla!

 

Jesús Lens

Ekonomía kolaborativa

¿Quién podría estar en contra de compartir un coche entre varios compañeros que trabajan en el mismo lugar? Nadie en su sano juicio. Economía colaborativa, efectivamente. Se comparten gastos, se cuida el medio ambiente y se hace comunidad. SOY, mi Robot, es un gran fan de esta modalidad económica… por lo que he tenido que escribir este artículo para IDEAL a sus espaldas. 😉

 

Día de Festival. Llenazo en la ciudad. Imposible encontrar habitación de hotel a precio razonable. ¿Te quedas en mi casa, aunque sea durmiendo en el sofá? De paso, aprovecho para hacer ese guacamole tan bueno, con los fantásticos aguacates de la Costa Tropical, y un revuelto con espárragos de Huétor. ¿Y de tapa? De tapa, morcilla picante de Güéjar, por supuesto…

¿Es lo mismo eso que Uber o Airbnb? Creo que no. De hecho, creo que ni se le parece. Como tantas veces ha ocurrido, una excelente idea que nace de abajo hacia arriba y crece de forma horizontal, termina siendo fagocitada por el hipercapitalismo extremo, experto en explotar hasta el último reducto de intimidad del ser humano.

 

Lo que más me llama la atención es cómo la izquierda ha hecho suyos los postulados de la llamada economía colaborativa, basada en la desregulación y en la supuesta libertad de contratación entre las partes, aprovechando las teóricas ventajas de las plataformas de Internet para conectar a los usuarios y obviar controles e intermediarios.

¿Se acuerdan ustedes de una antigualla, cosa viejuna donde las haya, llamada “negociación colectiva”? Está vinculada a ese otro concepto, en grave peligro de extinción: sindicalismo. Se trataba, si no recuerdo mal, de conseguir las mejores condiciones laborales y salariales para los distintos colectivos de trabajadores. Era algo por lo que la izquierda luchó, durante cientos de años, a brazo partido. Ahora, sin embargo, lo que mola es todo lo contrario. Y a mí, eso, me preocupa. Mucho.

 

Hace un par de años acompañé a un amigo a ver estudios y apartamentos. Encontramos uno al que su dueño sacaba un pastizal en Airbnb. Era un bajo comercial reconvertido, muy bien decorado y mejor vestido, pijísimo de la muerte… que robaba el agua y la luz a la comunidad de propietarios, contaba con sospechosas campanas extractoras de aire e incumplía cualquier norma básica de seguridad. Salimos de allí por piernas. Sin embargo, decenas de personas lo usarán como “alojamiento turístico”, con absoluta normalidad.

¿No habría que echarle una pensada a todo esto de la economía colaborativa, para que no acabe siendo una KK?

 

Jesús Lens