¿A favor o en contra?

No sé si estoy a favor o en contra. Y les confieso que es una cuestión que me inquieta y a la que he dedicado tiempo, esfuerzo, dedicación y recursos. Quiero decir con ello que no me resulta indiferente, aunque haya veces que me canse.

En realidad, me gustaría que la cuestión me resbalara para poder pasar de ella, enarcando una ceja y mirándola de soslayo, sin prestarle más atención. Por desgracia, no es así.

He leído los argumentos de unos y los de otros. Después, me he centrado en las críticas de los otros a los argumentos de los unos. Y viceversa. Y no puedo sino concluir que ambos tienen su parte de razón. En la misma proporción que no la tienen.

Fíjense si el tema en cuestión me interesa y me preocupa que he escuchado tertulias de radio y televisión, buscando puntos de vista diferentes y originales; y he leído un par de ensayos sobre la materia, a ver si profundizando de forma honda y sesuda, terminaba por determinar si estoy a favor. O en contra.

Pero sigo sin conseguirlo. Aunque no he cejado en el empeño y sigo perseverando. He cambiado de enfoque y de perspectiva. He mudado de piel, como las sepientes, para ver si así. Y nada. He visto varios documentales y, además, he conversado en persona, por teléfono y a través de correo electrónico, con especialistas en la cuestión.

Eran tan, tan especialistas, que he conseguido deconstruir el asunto, separándolo en bloques, para ver si, a través de la fragmentación, me llegaba la lucidez necesaria para determinar de una maldita si estoy a favor o en contra. Pero no hay manera.

Eso sí: ahora soy una eminencia en el tema. Lo que podríamos llamar un experto, una voz autorizada. Pero sigo sin ponerme de acuerdo conmigo mismo, incapaz siquiera de llegar a un acuerdo de mínimos, con las líneas rojas tan bien trazadas que me resulta imposible llegar a un principio de consenso.

Los lunes, los miércoles y los viernes; estoy a favor. Martes, jueves y sábados; en contra. —¿Y los domingos?— Los domingos, de resaca. Porque llega el lunes y, misteriosamente, me encuentro otra vez posicionado. Pero en contra, esta vez.

¿Y usted, amable lector? ¿Me echaría una mano y sería tan amable de decirme si está usted a favor o en contra?

Jesús Lens

Un vaquero en Capileira

Cuando ayer les despedía aceleradamente (leer aquí la columna), diciendo que me iba a bichear por el Sendero de la Sierra que parte de lo más alto de Capileira, quizá pensaron que era un recurso dialéctico, una forma de hablar. Pero no. Era literalmente cierto.

Salí con intención de dar un paseo y hacer algunas fotos del pueblo cubierto de nieve y vi el cartel con la ruta marcada hasta la Cebadilla. Con un punto de añoranza y melancolía por el Lens de otros tiempos, pensé en lo chulo, en lo alucinante que debería ser el paseo hasta el pueblo abandonado, todo cubierto de nieve.

Una hora después, estaba allí. Y, efectivamente, el recorrido fue impresionante, corriendo sobre la nieve crujiente entre pinos festoneados de blanco, con el Mulhacén haciendo escorzos para dejarse ver. Y es que la cabra tira pal monte y no por casualidad me había calzado mis zapatillas de trail.

El camino no tenía pérdida. Al menos, para un ser humano normal y corriente. Pero dada mi facilidad para perderme hasta en el pasillo de mi casa, cuando vi a un tipo en la lejanía, que parecía ir en mi dirección, aceleré hasta alcanzarle. Y cuando me confirmó que él también volvía a Capileira, le pregunté si podía acompañarle.

Jose resultó ser un vaquero que regresaba de echarle un ojo al ganado. Vacas, nada menos. Vacas libres. ¡Qué buen rato de cháchara echamos, mientras volvíamos al pueblo! Me impresiona la gente que tiene las cosas claras en su vida y que es valiente y apuesta por ellas, jugándose el todo por el todo. Jose es un tipo así: nacido en un cortijo alpujarreño, treinta años después de que desaparecieran las últimas vacas del Poqueira, pensó que era hora de que volvieran. ¡Y vaya si lo ha conseguido!

Jose, en lontananza

Siendo un furibundo amante del western, comprenderán mi grado de nerviosismo a estas alturas de la conversación. Entonces, LA pregunta, surgida de mi fondo más noir: ¿hay cuatreros en el Barranco del Poqueira? ¿Hay ladrones de ganado?

-Prueba tú a robarle un ternero a su madre- me desafió Jose, sonriendo. -Aquí nos conocemos todos y nos ayudamos siempre que se precisa- contemporizó-. Y si vemos algo raro, nos avisamos unos a otros. Además de que solo hay una vía de salida del Barranco- apostilló señalando al Mulhacén.

Y así terminamos por llegar a Capileira…

Jesús Lens

El Quico Chirino novelista

Vamos a empezar por el principio, para evitar malos entendidos: la novela que usted debe leer este verano, “A la izquierda del padre”, publicada por la editorial Samarcanda, es de Quico Chirino. Y Quico, no solo es mi amigo, sino que también es uno de los pilares de este periódico.

Por todo ello, usted deberá poner en cuestión todo lo que voy a escribir a partir de ahora, ¿de acuerdo? Y es que, digámoslo ya, “A la izquierda del padre” es una de las mejores novelas negras que he leído en los últimos tiempos. Y, créame: he leído muchas. ¡Muchísimas! Y vuelva a creerme: yo, de novela negra, sé. Un rato.

Ojo: “A la izquierda del padre” es novela negra. Muy negra. Trata sobre el mundo de la droga y la marginalidad en la Sevilla de los años 80 y su acción transcurre en el asentamiento chabolista de El Vacie. Los protagonistas: dos muertos, quemados en una choza, un niño berreando y un joven periodista que se interesa por el asunto, tratando de ir más allá de la verdad oficial. Y lo que va a descubrir será complicado de digerir.

Así las cosas, que nadie espere una novela del Quico Chirino periodista en la Granada contemporánea, entre operaciones Nazaríes, mociones de censura y políticos locales. Porque Quico ha sido mucho más valiente que todo eso y ha puesto su descomunal prosa al servicio de una historia fascinante, protagonizada por personajes trágicos que, como los héroes del western, están llamados a trascender.

Les garantizo una cosa: ustedes van amar a Angelita la Negra y a su hermano Manuel. Y eso que los van a conocer ya muertos. Y chamuscados. Y enganchados a la heroína. Porque Quico Chirino ha titulado La última escena al primer capítulo de “A la izquierda del padre”, poniendo las cartas sobre la mesa desde el arranque de la novela, para que el lector compruebe que no hay trampa ni cartón.

Hay que ser muy buen novelista para hacer eso. Hay que estar muy seguro de tener una historia potente entre manos y a unos personajes sólidos para sustentarla, cuando uno arranca la historia por el final.

Por todo ello, duden de esta columna, pero compren la novela en su librería más cercana, léanla este verano y, en septiembre, nos juntamos para comentarla. Palabrita (noir) de Niño Jesús.

Jesús Lens

¡Bonnie & Clyde viven!

Cuando me desperté, el pasado lunes, me encontré con que el escritor Fernando Marías me había etiquetado en una foto de Facebook que mostraba a un engalanado Warren Beauty con cara de no entender nada, concentrado en el tarjetón que sostenía entre sus manos, mientras Faye Dunaway le miraba fijamente, sonriendo con socarronería.

Lo que ocurrió a continuación bien lo saben ustedes, que la noticia tardó escasos segundos en dar la vuelta al mundo y abrir las ediciones digitales de todos los periódicos.

Y la pregunta es, por supuesto: ¿se trató de un lamentable error, tal y como reconoció PwC, la empresa auditora encargada de custodiar los sobres y de velar por la legalidad de la entrega de los premios Óscar o, como algunos malintencionados preferimos pensar, fue una tentativa de atraco, a mano desarmada, en la que Bonnie Parker y Clyde Barrow se apropiaron de los cuerpos de los actores que les dieron vida, hace ahora cincuenta años, en la mítica película filmada por Arthur Penn?

A medida que pasan las horas, más convencido estoy de que el espíritu de Bonnie y Clyde sigue vivo y que, no conformes con el Óscar a la opresiva y cortante “Moonlight”, trataron de beneficiar a “La La Land”, una película filmada a la antigua usanza, rebosante de luz y color. Y lo hicieron de la única manera que saben: a través de un atraco. A la vista está que por “Bonnie and Clyde” no pasa el tiempo…

 

La película cuenta la trágica y sangrienta de dos jóvenes atracadores, secuestradores y asesinos que aterrorizaron varios estados del centro y el sur de los Estados Unidos en sus correrías, durante los años de la Depresión, entre 1930, cuando comenzaron su carrera criminal, y el 23 de mayo de 1934, cuando fueron masacrados a tiros por las fuerzas del orden que con tanto ahínco les perseguían.

Les dispararon tantas veces, aquel día, en una carretera secundaria de Luisiana, que podían haberlos matado hasta ocho veces seguidas, en palabras de un testigo. Y es que el grupo comandado por Frank A. Hamer, de los Rangers de Texas, no estaba dispuesto a que se volvieran a escapar, como tantas veces había ocurrido.

 

La carrera criminal de Clyde Barrow comenzó siendo muy joven, siguiendo la estela de uno de sus hermanos mayores. De familia muy pobre, a los catorce años fue condenado a prisión, ingresando en la durísima Eastham State Farm, donde fue acosado sexualmente y posiblemente violado por un preso… al que más adelante mató a golpes, en la ducha, con un trozo de tubería que consiguió esconder.

 

Tras cortarse el dedo de un pie, para evitar los trabajos forzados, y después de que otro preso condenado a cadena perpetua se atribuyera la muerte del violador, Clyde fue puesto en libertad y, en 1930 conoció a Bonnie Parker, una mujer joven y hermosa cuyo marido, un delincuente habitual que solía pegarle, cumplía condena en prisión.

Clyde se había jurado a sí mismo que jamás volvería a prisión. Bonnie no quería sabes nada de la aburrida vida que llevaba en casa de sus abuelos, a la espera de que su violento marido saliera de prisión. Ambos eran jóvenes, soñadores y con ansia de libertad.

 

Empezaron a dar pequeños golpes en gasolineras, estaciones de autobuses, tiendas y restaurantes. En parte por el dinero. Pero, sobre todo, por la adrenalina. Y así comenzó una de las historias criminales más famosas de la crónica negra norteamericana que, gracias al poder amplificador tanto de los medios de comunicación como del cine, se hizo universal.

 

A lo largo de cuatro años, la banda de Clyde y Bonnie puso en jaque a las fuerzas del orden de la mitad de los Estados Unidos, en primer lugar, porque siempre cometían sus atracos en zonas fronterizas entre diferentes estados y  en tiendas y locales bien comunicados y con fácil acceso a las carreteras secundarias que con tanto ahínco recorrieron a lo largo de su carrera criminal.

De esa forma, tras un atraco, conducían mil kilómetros antes de acomodarse en alguna zona en la que nunca hubieran delinquido. Para ello utilizaban el mejor coche del momento: el potente Ford V8 con el que, gracias a la arrojada conducción de Barrow, conseguían dejar atrás, sistemáticamente, a los vetustos vehículos de la policía que trataban de perseguirles y darles caza.

 

Y estaba el tema de las armas, auténtica obsesión de Bonnie y Clyde, quienes no dudaron en atracar armerías e incluso dependencias gubernamentales en las que había metralletas del ejército, para hacerse con el arsenal más moderno… y letal. De nuevo, la policía local y los shérifs de pueblo, armados con sencillos revólveres, no podían siquiera soñar con hacerles frente. Y los que lo intentaron, murieron en el empeño.

Fue necesaria la traición del padre de uno de sus compinches para que dos de los delincuentes más buscados de Estados Unidos cayeran en la trampa que acabaría con sus vidas.

 

Recién muertos, el coche repleto de agujeros de bala en el que fallecieron fue exhibido ante el público… con sus cadáveres aún dentro. Y la gente, enfervorizada, se apelotonaba y peleaba, tratando de hacerse con algún recuerdo de los famosos gángsteres, fuera un mechón de pelo o un trozo de ropa. De la misma manera, miles de personas pasaron junto a sus cadáveres, expuestos públicamente en Dallas, antes de ser enterrados.

Se trataba de demostrar que, efectivamente, Bonnie y Clyde habían muerto. Esta semana hemos comprobado, sin embargo, que su espíritu sigue vivo, aunque hayan refinado sus métodos y se hayan adaptado al signo de los tiempos, tratando de cometer un postrer atraco… utilizando un sobre como arma.

 

Jesús Lens

 

Sobrenatural experiencia lectora

Anoche soñé con mis padres. Con los dos. Juntos. Soñé que me los encontraba, paseando, por la granadina Avenida de la Constitución. Iban de la mano y, al cruzarnos, nos paramos a charlar. De literatura, claro. ¿De qué si no? Fueron unos minutos mágicos, maravillosos y emocionantes. Después, ellos siguieron su camino y yo el mío, quién sabe con qué rumbo o dirección. Pero esos tres minutos, ahí quedan para el recuerdo. Tres minutos de color… en los que mis padres volvieron a la vida.

Es posible que hubiera soñado con ellos, anoche, aunque el sábado no hubiese terminado de leer la novela más reciente de Pere Cervantes. Pero lo dudo. Lo dudo mucho. Porque estoy convencido de que “Tres minutos de color”, publicada por la imprescindible editorial Alrevés, fue el catalizador para que mis padres volvieran. Aunque fuera momentáneamente.

A partir de ahora, cuando se plantee la siempre espinosa cuestión de la utilidad de la literatura, contaré esta íntima experiencia lectora, vívida y electrizante, como ejemplo del porqué y del para qué de los libros.

 

Es posible que la emoción haya sido tan intensa, también, porque he leído el libro con ansia y avaricia, al estar postrado en el sofá, sin poder moverme. He leído con glotonería y delectación, disfrutando de muchas horas seguidas a disposición de la lectura, sin nada mejor (ni peor) que hacer.

 

En “Tres minutos de color”, Pere Cervantes se la juega. Como los valientes. Son 350 páginas cuya primera mitad cuenta una clásica investigación policial: la búsqueda de un inspector desaparecido que estaba husmeando en un asunto de pornografía infantil en una red de abuso de menores. A la vez, una neurocirujana obsesionada con las ECM (Experiencias Cercanas a la Muerte) y un forense adicto al World of Warcraft, empiezan a experimentar cosas extrañas.

Y, de golpe, el shock. La sorpresa. El impacto. Porque en la página 178 ocurre algo que lo cambia todo. Y que nos lleva a una dimensión desconocida en el noir contemporáneo. Una dimensión de la que no voy a hablarles para no arruinarles la sorpresa. Porque, llegados a este punto, ustedes deberían de haber dejado de leer estas líneas para abalanzarse a su librería más cercana a comprar el libro. Les dejará huella.

 

Gracias, Pere Cervantes, por una novela que cada lector podrá sentir como propia, única y personal.

 

Jesús Lens