La nueva de los Coen

El pasado domingo, tras ejercer mi derecho al voto, decidí disfrutar de una película de estreno. La última de los hermanos Coen. Como se trata de un western, la vi en la sobremesa. En la sesión de las 15.47, exactamente. Y en versión original subtitulada.

Les confieso que me tumbé en la sala, cuan largo soy, y que nadie me llamó la atención. Además, tengo que agradecer al proyeccionista que, cuando hinqué el pico a eso de las 16.09, vencido por el sueño, interrumpiera el pase de la película para reanudarlo 20 minutos después, justo por donde me había quedado.

¿Han visto ustedes ya “La balada de Buster Scruggs”? Se trata de una de las mejores películas del año y, como les decía, está escrita, producida y dirigida por ese par de hermanos que, entre otros cientos de premios y galardones, atesoran Óscares, Globos de Oro, BAFTAs, Palmas de Oro y un etcétera más largo que las antiguas guías de teléfonos. De hecho, la más reciente película de los Coen tuvo una gran acogida en el pasado Festival de Venecia, antes de estrenarse el noviembre pasado.

¿Picados por la curiosidad? Pues no la busquen en la cartelera. No se les ocurra perder el tiempo yendo al cine. Solo se puede ver en televisión. En Netflix. ¿Se enteraron ustedes del estreno? Yo no. Y miren que suelo estar atento a los lanzamientos de la plataforma. Pero me despisté. Sin embargo, ¿quién es el guapo que no sabe del lanzamiento del “Narcos: México”, por ejemplo?

¿Lo mejor que hemos visto en mucho tiempo?

No sé qué me cansa más de las plataformas de streaming, si el tótum revolútum que es su parrilla o la tiranía del algoritmo. ¿Cómo se puede estrenar la última película de los Coen y darle el mismo tratamiento que a series infames y de medio pelo? ¿Por qué ponerla a la misma altura que otras infumables películas que no hay por dónde cogerlas?

Por no hablar de lo mucho que me hubiera gustado ver el segmento protagonizado por Tom Waits en una gran pantalla, por ejemplo. Sin embargo, y ahora que lo pienso, ¡llevo dos meses sin pisar una sala de cine! Pero ese es mi problema. ¿O no?

¡Qué contradictoria, la creciente sobreoferta televisiva del siglo XXI! ¡Qué parádojicos, los nuevos sistemas de distribución de películas! Tan cerca y, a la vez, tan lejos.

Jesús Lens

A propósito de Llewyn Davis

Hay películas que quieres que te gusten tanto que, cuando no llegan al nivel de calidad y emoción que interiormente les exiges, te defraudan casi más que si fueran un mojón de estiércol.

Y entonces te encuentras en el cine, con los dedos contraídos y crispados, cerrando los ojos, con rabia, como si fueras un niño chico, repitiendo para tus adentros: “me está gustando, me está gustando, me está gustando”. Te concentras, respiras, los abres de nuevo… y confirmas que no. Que “A propósito de Llewyn Davis” no te está gustando.

A propósito de Llewyn Davis Village

Eso no quiere decir que la más reciente película de los hermanos Coen sea mala. Que no lo es. Pero que no sea mala no es suficiente. No cuando se trata de los autores de “Muerte entre las flores”, “Barton Fink”, “Fargo” o “El gran Lebowsky”. A estos tipos hay que exigirles la excelencia y la genialidad, la capacidad de emocionar, sorprender e intrigar; la maestría, en una palabra, de la que adolece esta biografía del fracaso, personalizada en ese músico folk, Llewyn Davis.

Y ahí está la clave. En Llewyn Davis. En el personaje. Fracasado. E ignorado. Arisco. Incómodo. Ególatra y caprichoso. Y pesadito. Muy pesadito. De forma que resulta imposible empatizar con él. Y, de esa forma, lo que le pase o le deje de pasar te trae al pairo. Te importa… nada. Menos que nada. No te identificas con sus desvelos, literales o metafóricos. Con sus anhelos o ambiciones. Y eso, creo, es lo que a mí me ha impedido disfrutar de una película que, por supuesto, tiene momentos brillantes e imágenes muy poderosas.

A propósito de Llewyn Davis gato

Como el episodio de Chicago y la audición improvisada con el mefistofélico personaje interpretado por el cada vez mejor F. Murray Abraham: ese viento, esa nieve y ese sueño acumulado transmiten toda la fisicidad que, sin embargo, esquiva al propio Davis, por mucho que fume sin descanso y, de vez en cuando, monte alguna escenita, algún numerito de artista genialoide e incomprendido.

A propósito de Llewyn Davis

Me gustan los dueños del gato. Y hasta el gato. Pero no me gustan ni Llewyn ni su no-novia. Vamos, que me preocupa más la suerte del felino que la del músico. Me gusta la estructura circular del viaje a ninguna parte que emprende Llewyn, desde su primera actuación en el “Luz de Gas” neoyorquino hasta la última y final. Que, en realidad, es la primera. Y la misma. Como dijera Marx (*), de la nada, es capaz de alcanzar las más altas cotas de la miseria.

Y, por si fuera poco, con el desaforado personaje interpretado por el inmenso John Goodman, que suele ser garantía de éxito, también tengo mis reservas.

A propósito de Llewyn Davis Goodman

En fin.

Que lo siento mucho, pero que “A propósito de Llewyn Davis” no va a figurar en mi personal antología de “Lo mejor de los Coen”.

Pero, por supuesto, esta no es más que mi opinión. Y, como dijera ese otro gran filósofo, “El sargento de hierro”, las opiniones son como los culos. Cada uno tiene el suyo.

A prpósito de Llewyn Davis

¿Y a ti? ¿Te ha gustado la última de los Coen?

Espero respuesta.

(*) ¿Por qué tenemos que especificar, cuando citamos a Marx, que hacemos referencia a Groucho, cuando el humorista es mucho más parafraseado que el bueno de Carlos?

Jesús Lens

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Valor de ley

Yo pensaba que nunca había visto “Valor de Ley” (True Grit. 1969). dirigida por Henry Hathaway, porque no quería ver a John Wayne en sus últimos momentos, por mucho que el papel de alguacil tuerto al servicio de una niña tan valiente como insolente le reportara el Oscar a la mejor interpretación. Aquello, en realidad, fue más un homenaje que otra cosa.

Sin embargo, después de haber visto la joya escrita, producida y dirigida por los hermanos Coen, con el mismo título que la película de Hathaway, sé que la razón por la que nunca vi el canto del cisne de El Duque fue el no condicionar el visionado de esta nueva “Valor de Ley”, un impecable y glorioso western de largo aliento, tan trágico como poético.

Yo no sé si habréis leído el libro que mi querido amigo Fran y un servidor publicamos hace un par de años, “Hasta donde el cine nos lleve”. Posiblemente, los paisajes más emocionantes que conseguimos escribir son los dedicados al western. Lo decíamos entonces y lo reitero ahora: parece que los Lumiere inventaran esto del cine para que los directores americanos filmaran películas del Oeste, con vaqueros a caballo, enormes praderas delante de los ojos y, a la caída de la tarde, hogueras crepitantes y el aroma al café que hierve sobre el fuego.

Desde que tengo uso de razón, el mejor cine, el que más me llega, el que me arrebata con locura, viene empaquetado bajo el marchamo de western.

Por eso, películas como “Valor de ley” hacen que ir al cine me haga sentir como a buen seguro se sentía mi padre cuando iba a ver los clásicos de Hawks y Ford que, después, volvíamos a ver en casa, con pasión desaforada, mi hermano y yo.

Sacar una entrada de cine para ver un western es viajar en el tiempo. Es conectar con el inconsciente colectivo de millones de espectadores que, desde finales del siglo XIX, hemos cabalgado por las Rocosas, vencido en tensos duelos al amanecer y luchado a brazo partido contra forajidos y asesinos de la más baja estofa.

Ir a la taquilla del cine y pedir una entrada para un western debería ser una actividad cultural y sentimental de especial protección por la UNESCO. Como mínimo.

No creo que a estas alturas de reseña, haya que decir nada más sobre “Valor de ley”, ¿verdad?

Jesús western-man Lens