La gran estafa americana

Sería una enorme exageración decir que la más reciente película de David O. Russell es una gran estafa, jugando con su título, pero sí es verdad que me esperaba más de una de las películas que más premios y nominaciones han obtenido a lo largo del 2013. Por no hablar de su descomunal reparto. Y, por supuesto, sin olvidar que el género de ladrones, pícaros y timadores es uno de mis favoritos.

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El pasado viernes, pues, no me sentí estafado al salir del cine, pero reconozco que al ver que la película “solo” había durado dos horas y cuarto, sí que me llevé una monumental sorpresa: ¡a mí me había parecido que superaba las tres horas, como “El lobo de Wall Street”!

Y es que el bueno de Russell le da demasiadas vueltas a una historia estupenda, pero que hubiera ganado, y mucho, de haber sido condensada en aquellos maravillosos 90 minutos, las tres bobinas que tanto hicieron por la evolución del cine, al convertir la sala de montaje en una especie de segunda dirección en la que se eliminaba todo lo superfluo y accesorio a la trama principal.

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Vueltas que da la trama, sobre todo, para poder presentar a una serie de personajes, perdedores y soñadores irredentos, cuyo mayor logro es pasar por tipos importantes, dando igual que se trate de estafadores de poca monta que de agentes del FBI. Y para tratar de impresionar a los demás, hay que cuidar la imagen.

Ríos de tinta (y de tinte) han corrido a cuenta del bisoñé que el personaje interpretado por Christian Bale se encasqueta en la primera y morosa primera secuencia de la película. Los mismos que se merecían los rulos del otro coprotagonista de esta farsa, Bradley Cooper y sin menospreciar el fabuloso tupé de Jeremy Renner, los escotes de Amy Adams o las uñas de Jennifer Lawrence.

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La imagen es tan importante que el director le dedica minutos y minutos de metraje al aspecto de los personajes, sin que la historia avance lo más mínimo, con la cámara deteniéndose en ellos, por delante y por detrás, de frente y de perfil, mientras caminan, se sientan en el coche o toman copas en los bares, en muchas ocasiones, demasiado forzados y acartonados.

Y así nos vamos hasta esos 138 minutos que lastran la que hubiera sido una estupenda película protagonizada por encantadores timadores del tres al cuarto en la Nueva York de los años setenta.

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Porque el argumento es asaz interesante: un par de estafadores de poca monta son detenidos por el FBI y, para quedar en libertad, aceptarán trabajar con ellos en la detención de algún que otro sinvergüenza. Solo que el agente del FBI a cargo de la operación tiene altas miras y muchas veleidades, por lo que empezará a apuntar a piezas que vuelan cada vez más alto, complicando de esa manera la vida de todos.

Mención aparte merece la construcción de los personajes, las relaciones que establecen entre ellos y, sobre todo, la resolución de la película. Ahí sí luce el trabajo de un guion que respeta al máximo a cada una de sus criaturas y que resulta excepcionalmente antimaniqueo.

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Pero de ser válida la opción de calibrar una película según la intención de volver a verla en los próximos cinco años, me temo que “La gran estafa americana” no pasaría el corte.

Jesús Lens

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El lado bueno de las cosas

Si yo hubiera cumplido con mi propósito de leer, la pasada Navidad, “Sexo, mentiras y Hollywood”, de P. Biskind; ahora mismo estaría en muchas mejores condiciones de hablar de la multitud de candidaturas al Óscar de una película, “El lado bueno de las cosas”, que, siendo resultona, no tenía las hechuras necesarias como para triunfar de la manera que lo ha hecho.

El lado bueno de las cosas

¿Mejor película del año? ¡Por favor! Dentro de unos meses, cuando la pasen a mediodía por algún canal de televisión, nadie se acordará de que había sido nominada a más de diez Óscar, incluyendo los de mayor categoría. Ni dará crédito a que se haya hecho con los Spirit Awards que premian lo mejor del cine independiente.

Salvo que reparen en un nombre. En dos, mejor dicho: Bob y Harvey Weinstein.

Hace poco veía un documental sobre la historia de estos dos sujetos, posiblemente, junto a los artífices de Pixar, los más influyentes en el cine mundial en lo que va de siglo XXI. Uno de esos documentales “no autorizados” en el que Biskind(*) se despachaba a gusto.

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Estos dos sujetos han cambiado, total y absolutamente, las reglas del juego de Hollywood. Para bien o para mal. Yo creo, sinceramente, que para bien. Pero ya hablaremos de este tema más adelante.

Volvamos a “El lado bueno de las cosas”, una comedia agridulce protagonizada por un hombre al que nos encontramos saliendo de una institución mental, en la que ha pasado ocho meses por agredir al amante de su mujer. El tipo en cuestión, interpretado brillantemente por el cada vez más solvente, apreciado y deseado Bradley Cooper, vuelve a casa de sus padres, interpretados por Jacki Weaver y por un Robert de Niro que, a pesar de su repertorio habitual de muecas y gestos más o menos cómicos, está mucho mejor que en la mayoría de sus últimos trabajos.

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Y entonces aparece ella. Tiffany, interpretada por la Jennifer Lawrence que, al subir a recoger su Óscar como mejor actriz… se pegó un morrocotudo golpazo. Tiffany es… ¡todo un carácter!

Y, a partir de ahí, el guion y la dirección de David O. Russell conducen al espectador por un camino conocido y transitado, sin grandes sorpresas ni sobresaltos; amable, divertido, ácido y sarcástico. Con su punto de crueldad, sus dosis de ternura y salpimentado de unas lagrimillas de afecto y cariño.

El lado bueno de las cosas

¡Pues claro que me ha gustado “El lado bueno de las cosas”! Es una buena película. El guion está muy bien construido, los personajes bien trazados y algunos secundarios son un lujo. Hay momentos, como la confesión entre De Niro y Cooper, realmente emocionantes. Y el final, claro.

¡Pues claro que sale uno sonriendo del cine! ¡Pues claro que es una inyección de positivismo y vitalidad, no excesivamente azucarada ni almibarada!

Pues claro que sí.

Pero, ¿será una película memorable? ¿La volverás a ver? ¿Voluntariamente? Porque esa debería ser la cuestión.

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En Twitter @Jesus_Lens

(*) Este autor escribió uno de los libros fundacionales del nuevo cine, que pudo ser, pero no terminó de serlo: “Moteros tranquilos, toros salvajes”. Imprescindible.