La cultura como antivirus para la corrupción

Tengo el argumento definitivo para defender y exigir la necesidad perentoria de mantener e incrementar el estudio de las letras, la filosofía, las artes y la cultura en colegios, institutos y universidades. En casa y en la calle. Por la mañana, por la tarde y por la noche.

Además, es un argumento irrefutable.

Si estás al tanto de la actualidad, aunque sea de forma superficial, bien sabrás en qué se gastan los (presuntos) corruptos de este país el dinero que roban, estafan, distraen y esquilman: copas, alcohol y drogas que posibilitan farras interminables; opíparas comilonas presididas por todo tipo de alimentos que hacen subir el ácido úrico hasta límites intolerables; orgías en calzoncillos, joyas, oros, cadenas y demás reluciente mercadería, trajes a medida y modelitos para el candelabro, cánticos populares y viajes a paraísos tropicales, casoplones en exclusivas urbanizaciones, unos cochazos que quitan el hipo, etcétera.

 Corrupción

A sensu contrario: ¿en qué renuncio no ha sido pillado (casi) nunca uno de estos (presuntos) corruptos?

Sacando un abono para el ballet. Visitando las exposiciones de los grandes museos que en el mundo son. Adquiriendo fondos bibliográficos de las librerías. Asistiendo a conferencias de sesudos ensayistas. Yendo al teatro alternativo. Viendo películas de autor en Versión Original. Leyendo a Heisenberg o a Wittgenstein. Etcétera.

 Corrupción chorizo

Sí. A los del Palau de la Música parecía irles, a la vez, la música clásica más exquisita y la estafa a gran escala. Pero… ¿no sería una fachada, aquel amor a la música, para poder medrar y robar a través de una institución social y cultural tan señera?

Vale. Vale. Es verdad que, a veces, uno escucha a Wagner y le dan ganas de invadir Polonia, como dijera Woody Allen. Y que había nazis ilustrados que lloraban escuchando una ópera y, al día siguiente, ejecutaban a cientos de personas.

Pero, básicamente, la canallesca putrefacta que nos roba y nos estafa, suele ser de gustos zafios y gruesos, básicos y sin cultivar. Gente que se acerca al arte y a la cultura para ver lo que puede rebañar, económicamente o en cuestión de imagen.

 Corrupcion

Así las cosas, y aunque sea solo por cuestión de probabilidad, tratemos de conseguir que los niños y los jóvenes accedan a la cultura, al arte, a la música y al pensamiento. Quizá no les inmunice contra el virus de la corrupción, pero algo ayudará.

Digo yo.

Jesús Lens

En Twitter: @Jesus_Lens

En la orilla

Cuando vi “Crematorio” quedé francamente impresionado. Hasta la fecha, es la gran serie de televisión española, con notable diferencia sobre las demás. Lo único que me fastidió de aquella historia radicada en Missent, trasunto de cualquier pueblo de la costa levantina venido a más por mor de la especulación inmobiliaria, fue que me dejó sin ganas de leer la novela homónima de Rafael Chirbes, publicada por Anagrama.

 En la Orilla crematorio

Por eso, en cuanto vi que el autor valenciano publicaba “En la orilla”, con la misma editorial, le encargué a Antonio, uno de mis libreros de referencia (1616 Books de Salobreña), que me reservara un ejemplar.

Lo empecé un viernes. Por la tarde. No llegó al domingo. Y, conste y sirva como aviso para navegantes, que no es fácil su lectura. En absoluto. Sin embargo, es fascinante. Seguro que alguna vez has pinchado uno de esos discos hipnóticos que parecen sumergirte en un trance y no puedes dejar de oírlos, una y otra vez. Pues eso pasa con la lectura de “En la orilla”. Aunque, como bien me decía mi prima Laura, una vez que lo cierras, te da miedo volver a abrirlo, asustado ante las nuevas maldades y perfidias que sus páginas te van a deparar. Pero, en cuanto tienes unos momentos tranquilos… te abalanzas sobre él.

Porque, efectivamente, “En la orilla” será uno de los libros del año igual que “Crematorio” fue elegido como uno de los títulos imprescindibles de lo que llevamos de siglo XXI.

 En la orilla

Tratar de explicar de qué va el libro de Chirbes sería un ejercicio de total y absoluta futilidad. Porque no va de nada. Y va de todo. Es decir, lo que cuenta es la crisis que estamos viviendo. Sus causas. Sus causantes. Sus consecuencias. Sus perjuicios. Y sus perjudicados. Y lo cuenta a través de un deslumbrante ejercicio de pura literatura: cambio de voces y puntos de vista, de estilos, de personajes… No hay acción. No hay trama. Apenas si hay un MacGuffin: el hallazgo de un cuerpo en el pantano de Olba. Punto. A partir de ahí, literatura. Torrencial. Verborreica. Eterna.

Todas y cada una de las palabras que emplea Chirbes en “En la orilla” son perfectas. La palabra justa, oportuna y necesaria. Todas tienen sentido. Porque todas describen una situación conocida: el que sabe de vinos, el del pase a un apartamento para trincar la plusvalía, el comisionista, el financiero, el de los coches, el de la mesa de mantel de lino, los de las rayas… Y los inmigrantes. Los que trabajan en la huerta. Los que cuidan viejos. Los que entraron en la carpintería. Y se fueron. Los que ponen gasolina. A los que se les cierra el grifo. Y las mujeres. Las que se fueron. Y triunfaron. ¿O no?

Irse o quedarse. ¿Resistir es vencer? Los fantasmas del pasado pesan como una losa en “En la orilla”. Y la manipulación de la realidad. De la historia. Sobre todo, en una España que solo quería mirar hacia delante y pasar página… utilizando la táctica del avestruz. Ojos ciegos. No mirar. No saber. No preguntar. Una España que, de pronto, era moderna. Más moderna que ninguna. Y rica, claro. Aunque el pantano de Olba siguiera oliendo a los detritus y a la mierda de siempre.

 En la orilla pantanosa

Foto: Anthony Coyle. www.pollitolibros.com

Lo que más me gusta de este prodigioso artefacto literario es que te levanta sobre sus hombros y te permite tener una visión panorámica de la España de aquí y de ahora. 360 grados que te permiten mirar hacia delante, hacia atrás y hacia los lados. Sin ángulos muertos ni espacios vacíos. Sin puntos ciegos. Porque en “En la orilla” está todo. Todo. Y está tan maravillosamente apuntado, insinuado y descrito que cada párrafo, cada diálogo, cada personaje no son sino la punta de un iceberg en el que el lector encontrará la biografía reciente de un amigo, de un vecino, de un conocido, de un familiar, de un compañero de trabajo.

Si ahora mismo viniera un extraterrestre y quisiera saber qué es esto de la crisis, cómo hemos llegado aquí y el porqué; yo le daría a leer “En la orilla”, en la plena convicción de que no necesitaría más para entender la España de 2013.

Y, reitero, desde el compromiso que Chirbes tiene con la literatura más pura que he leído en los últimos años. ¡Ni una concesión!

 En la orilla Chirbes

Si te consideras y te defines como lector, tienes que leer “En la orilla”. No prometo que te vaya a resultar fácil. Pero sí que, cuando la termines, me darás las gracias.

¡De nada!

Jesús Lens

En Twitter: @Jesus_Lens

Sobras

– ¡Las sobras! ¡Yo le pedí que me diera las sobras! Las sobras del solomillo, para que se las comiera mi  perro… -sostenía el pobre hombre, mientras sangraba profusamente por las numerosas heridas causadas por la paliza que le dio el maitre del restaurante, indignado al pensar que le estaba exigiendo un soborno.

¿Me copias? @Jesus_Lens

 

 

El límite de la cartera

No es fácil ser Gestor de Fondos, como se pone de manifiesto en el artículo que publicamos hoy en IDEAL:

Como buenos amigos, pusimos un mocho para afrontar los gastos del fin de semana, en Sevilla, en el festival de música Territorios Sur. Y, por una vez, la gestión del fondo común recayó en mí, responsabilidad de la que procuro rehuir siempre que puedo, dicho sea de paso.

Mi cartera tiene dos habitáculos destinados a guardar billetes, separados por una estrecha franja de tela. Acumulé mi dinero personal en uno de ellos y coloqué el comunitario en el otro. Cerca, muy cerca, pero claramente separados.

Modelo de cartera para próximos Festivales

Tras pagar la Zona Azul del parking y acomodarnos en la habitación del hotel, llegamos a la Isla de la Cartuja, donde canjeé parte del mocho por la moneda propia del festival, llenando el bolsillo izquierdo de mi pantalón con un buen puñado de fichas azules, muy parecidas a las que se usan en las mesas de juego de los casinos.

Escuchando el desgarrado blues de la guitarra de Lolo Ortega, Pepe me pidió unas fichas para ir en busca de unas birras. O quizá fue Álvaro. El caso es que era absurdo que, cada vez que alguien quisiera una cerveza, tuviera que pedirme liquidez, como si fuera yo una sucursal de andar por casa del BCE. Así que tomé un puñado de fichas y, con la displicencia propia del nuevo rico, las repartí con alegría: ¡tomad y bebed!

Llegó el momento de escuchar a Tortoise, pero hacía frío y, antes, pasamos por el mercadillo del Festival, en busca de algo de ropa. Mis compañeros, tipos duros, no compraron nada, pero yo me llevé puesta una sudadera. Saqué la cartera y, cuando ya tenía el billete en las manos, me di cuenta de que lo había sacado del mocho en vez de mi depósito particular. Después, disimuladamente, rehice la contabilidad y aquí paz y después gloria.

A la mañana siguiente, tras comprar los periódicos y desayunar, me hice un pequeño lío con el cambio, las monedas, las fichas sobrantes de la noche anterior, la vuelta del taxi y los bolsillos del pantalón. Pero como era cuestión de apenas unos euros, no había que darle importancia. ¡Los que entran por los que salen!

Comimos como hay que comer en Sevilla, en plan de cañitas y tapas. Que si caracoles y cabrillas en una terracita, que si acedías y puntillitas en un mesón, que si un carajillo… Y ahí estaba el tío, cartera en ristre, pagando en un sitio y en otro, teniendo que pedir reposición de fondos a los compañeros, que bromeaban sobre lo mal gestor del mocho que era, que lo había esquilmado en menos de veinticuatro horas, haciéndome sentir como un dirigente griego cualquiera.

Llegó la segunda noche de Festival. Y nuevamente el tráfico de fichas, que no era fácil ajustarlas para que ni sobraran ni faltaran al final de la jornada. De hecho, tratamos de pagar el arroz con curry y los fideos thai de la cena con euros de los de verdad, aunque, a esas horas de la madrugada, yo ya no distinguía qué dinero era el real y cuál el del Monopoly.

Y entonces, con la cartera en la mano y mirando los billetes, separados por la estrecha franja de tela; escuché una vocecilla que me susurraba: “Tío, con el coñazo que ha sido esto del mocho y teniendo en cuenta que, seguramente, habrás pagado tú algún café y alguna caña que era del grupo, ¿por qué no deslizas uno de esos billetes y lo pasas del compartimiento común al individual? Total, nadie se va a enterar y, por la cantidad de la que hablamos, ni Pepe ni Álvaro se van a sentir perjudicados… Además, es una justa compensación por las molestias, ¿no?”

Levanté la vista y miré a mis compis. A su vez, éstos me miraban a mí. Y el camarero que nos había servido la cena, nos miraba a los tres, esperando.

Saqué el dinero, lo conté escrupulosamente y, azorado, pregunté:

– ¿Os parece que dejemos una propina? ¿Cuánto dejamos? Por cierto, mañana en el desayuno, echamos cuentas para cuadrar esto del mocho y comprobar que no me haya liado, que ya sabéis que soy desastre…

Riendo, Álvaro y Pepe me dieron una palmada en la espalda:

– Anda ya, chalao. Da la propina que quieras, déjate de cuentos y vamos zumbando, que empieza el concierto de Iggy Pop.

Moraleja

Jesús Lens

A ver los 24 de mayo de 2008, 2009, 2010 y 2011