Comanchería, obra maestra del Westernoir

Resulta extraño, a 4 de enero, estar hablando ya de una película que, a finales de año, estará en lo más alto de lo mejor del 2017. Y es que “Comanchería” es una joya, una obra maestra del cine que pone el listón altísimo a la cinefilia de los próximos doce meses.

Estrenada en la sección “Una cierta mirada” del Festival de Cannes, “Comanchería” está nominada a tres Globos de Oro, además de haberse alzado con varios premios de la crítica norteamericana. Pero, sobre todo, “Comanchería” ya se ha convertido en un clásico de culto, quintaesencia de la fusión de los dos géneros cinematográficos por excelencia: el western y el noir.

Cuando se estrena una pequeña-gran película como “Comanchería”, que no cuenta con estrellas de relumbrón en su reparto ni está dirigida por ningún maestro consagrado del séptimo arte, lo primero que hacemos es buscar referentes con los que compararla.

En este caso, la propia publicidad de la distribuidora habla de “Fargo” y de los Coen, lo que ha llevado a mucha gente a emparentar a “Comanchería” con “No es país para viejos”, por ejemplo. Por extensión, se habla de Cormac McCarthy y también podríamos citar a las “Malas tierras” de Malick e, incluso y salvando las distancias, a “Thelma & Louise” y a “Paris-Texas”.

Y cierto es que no andaríamos equivocados. Tal y como señala David Mackenzie, el director de la película: “En mis primeros trabajos como director siempre trataba de alejarme de los clichés del cine de género. Pero después de hacer “Convicto” me di cuenta de que estaba equivocado. “Comanchería” tiene mucho de western, pero también es una buddy film y una road movie. Y, por supuesto, un drama familiar”.

Y un noir de tomo y lomo, añadiríamos. Porque “Comanchería” cuenta la historia de dos hermanos que, en la Texas asolada por el estallido de la burbuja inmobiliaria que arruinó a miles de familias, se lanzan a atracar bancos. Pero no bancos en general: Toby y Tanner Howard (tremendos Chris Pine y Ben Foster) solo atracan las sucursales del banco que amenaza con desahuciarles del viejo rancho familiar, sobre el que su madre constituyó una hipoteca inversa en el tramo final de su vida, con unas condiciones leoninas.

Atracos que realizan, siempre, a primera hora de la mañana, para evitar que haya clientes que puedan resultar perjudicados. Porque los hermanos Howard tienen una ética de trabajo que tratan de aplicar a rajatabla. Solo que los planes, muchas veces, se complican. Y ya se sabe que de buenas intenciones está empedrado el camino del infierno…

Tras los pasos de los atracadores, una de esas imposibles parejas de polis: el viejo y taciturno Marcus Hamiltom, al que interpreta un inconmensurable Jeff Bridges; y Alberto, un mestizo indio-mexicano interpretado por un sobrio y contenido Gil Birmingham.

Toda la acción de “Comanchería” está concentrada en un puñado de días: los que quedan para la ejecución de la hipoteca. Y el portentoso guion de Taylor Sheridan, autor de esa otra joya del westernoir contemporáneo que es “Sicario”, nos conduce por la Texas profunda, permitiéndonos conocer a camareras que trabajan todo el día por un sueldo de miseria, a las cajeras de los bancos que se juegan el tipo por un puñado de dólares, a las recepcionistas de hotel, a abogados y banqueros y, también, a esa otra gente que se pasa el día entero sin hacer nada. Esperando que algo suceda. Y que, cuando sucede, no duda en desenfundar su arma…

El western es un género fundamentado en la huida y en la persecución, sobre todo, tras el atraco a un banco. El testigo de aquellos pistoleros que cruzaban el Río Bravo para escapar a México con el botín, fue tomado por los gángsteres que, armados con sus estruendosas metralletas Tommy Gun, recorrían la América rural de la Depresión por sus caminos polvorientos, entre robo y robo.

Tras los años dorados del western y del cine negro más clásicos, directores como Sam Peckinpah filmaron obras maestras de ambos géneros, fusionándolos en muchas ocasiones. Vean “Quiero la cabeza de Alfredo García”, por ejemplo. Y llegaron el western crepuscular. Y el neonoir.

Porque el cine es un arte que sabe cómo reinventarse, una y otra vez, adaptando los temas clásicos de siempre a los formatos, escenarios y situaciones más rabiosamente contemporáneos.

Y ahí radica la grandeza, la magnificencia de una película tan aparentemente discreta como “Comanchería”: partiendo del mismísimo Shakespeare, el espectador tiene frente a sus ojos el abigarrado fresco de la América profunda del siglo XXI que ha elegido como presidente a Donald Trump.

Una América que tiene en antena, veinticuatro horas al día, a telepredicadores fundamentalistas, que ha convertido las reservas de los indios en casinos en los que blanquear dinero y que ha cambiado los caballos por picks up con tracción a las cuatro ruedas. Pero que sigue siendo la misma.

La América en la que la gente se toma una birra a la caída de la tarde, sentado en el porche de casa. Solo que la casa ya no es suya. Y, por eso, es una América cansada, harta y cabreada. Una América que no tiene empacho en echarse a la carretera a atracar bancos… o en elegir al presidente más improbable de su historia.

Jesús Lens

 

LA CARRETERA

Monocrómica. Aunque el corrector del tratamiento de textos me lo subraya en rojo, como palabra incorrecta, me gusta esa palabra inventada, tan sonora y evocadora. Y, desde luego, si hay un calificativo para describir «La carretera» sería ese: monocrómica.

 

Ahora me da rabia no haber leído la novela de Cormac McCarthy en que está basada. Su «No es país para viejos» me gustó mucho y disfruté más de la película de los Coen después de haberla leído. Tengo «La carretera» en casa, en una de las primeras ediciones de Mondadori, de gris riguroso. ¿O tengo la edición negro total?

 

Negra, gris y marrón. Oscura. Monocrómica. Angustiosa. Densa. Pastosa. ¿Hemos dicho angustiosa? Sí. Pues hay que repetirlo. ¡Angustiosa! Desde que empieza hasta que termina. Así es la película de John Hillcoat. Desde luego, si estás bajo de ánimo, deprimido o un poco nublado y ceniciento, no es la mejor película para recuperarte. O quizá sí. Lo mismo, al ver lo que le espera a la humanidad, decides dejarte de melancolías, nieblas, nubes y tormentas y empiezas a disfrutar de la vida.

 

Porque «La carretera» cuenta la historia de un padre y su hijo, en un mundo post apocalíptico.

 

Pero no nos confundamos. No estamos ante una epopeya tipo Roland Emmerich, repleta de efectos espectaculares que barren los monumentos más famosos de la historia de la humanidad de la faz de la tierra, entre olas gigantescas y tornados huracanados. De hecho, ni siquiera llegamos a saber qué ha provocado el apocalípsis que ha oscurecido la luz del sol, haciendo enmudecer a cualquier ser vivo de forma que sólo el crujir de las ramas secas de los árboles que caen se confunde con el rumor del viento.

 

Y en medio de esa desolación, un padre y su hijo avanzan por la vacía, resquebrajada y solitaria carretera que debería conducirles hasta el Golfo de México donde se supone que el mar, fuente de vida, les deparará algo parecido a un futuro. Padre e hijo que arrastran sus posesiones en un carrito de la compra, como un Sísifo transmutado en zombie.

 

Esa imagen, la del carrito, hace que este apocalípsis sea creíble y cercano. Porque es una imagen que nos resulta familiar, acostumbrados a ver a los homeless de los EE.UU. de esa guisa. Y es lo que comenta el director, que en su recreación del universo de McCarthy, ha utilizado una identificable iconografía del desastre que el espectador conoce bien, tras el paso del Katrina o la caída de las Torres Gemelas.

 

Porque «La carretera» es cualquier cosa menos espectacular. El hecho de que bandas de personas supervivientes al apocalípsis se hayan convertido en caníbales y que la mayor amenaza para los protagonistas venga constituida, precisamente, por otros seres humanos, habla bien a las claras del sentido de esta historia. Porque el padre, interpretado por un intensísimo Viggo Mortensen, en su desesperado intento de proteger a su hijo, también pierde el norte y amenaza con convertirse en una alimaña sin sentimientos.

 

Y en esa dialéctica transcurre una película absolutamente radical y a contracorriente, única, especial y muy recomendable, en las antípodas del cine-entretenimiento que, se supone es la patente de corso del cine estadounidense.

 

Valoración: 7

 

Lo mejor: La secuencia de la llegada a la playa y la primera visión del mar. Sin palabras.

 

Lo peor: Que es imposible mantener el ritmo de la historia sin que, a veces, haya algún bajón en la misma.