Mono de tiempo

Las dos semanas previas ya son un caos. Decenas de mails diarios, incontables llamadas de teléfono y el güasap ardiendo las 24 horas del día. Después, cuando arranca el festival, el vértigo te arrastra y sólo sabes en que día vives gracias al programa que llevas permanentemente en el bolsillo. ‘Si estoy comiendo con Justo Navarro es que hoy es viernes’, llegas a pensar.

El riesgo de acabar a palos

Entonces llega el final. O casi. Porque en Granada Noir hacemos una extensión que nos lleva por diversos pueblos de la provincia. Y así, entre proyecciones y charlas, vuelan las tardes. Termina siendo un mes en que vives fuera de tu ser normal, si es que tal cosa existe. Semanas en las que tu propia casa es el trasunto de un hotel, con el sofá reprochándote tu falta de atención, mimo y cariño.

Días y días en los que apenas saco tiempo para leer dos o tres páginas de una novela antes de caer rendido, cerrándoseme los ojos, sin remisión. Ojos que, sin embargo, se abren a las 4 de la mañana y se niegan a plegarse de nuevo, con el cerebro mandando órdenes perentorias y mensajes de obligado cumplimiento entre espasmos y movimientos reflejos. Un mes sin tocar un tebeo, sin pisar un cine. Semanas en las que tardo hasta tres días en terminar de ver una película, entre cabezada y cabezada.

El paraíso es, hoy por hoy, una ensalada verde, queso fresco y un yogur natural. Agua abundante y una cama recién hecha. Horas por delante, el teléfono en modo avión y ni un sólo ‘tengo que’. Una agenda vacía y una mesa llena de libros, discos y películas. De periódicos y revistas, para volver a tomarle el pulso a la (otra) realidad. A la de ahí fuera.

Tiempo. Tiempo para pasear, charlar y perder, en el mejor sentido de la expresión. Tiempo para llenar de forma espontánea, sin planes preconcebidos, compromisos ni obligaciones. Porque una vez resueltas las necesidades básicas de la vida, ser rico es más cuestión de atesorar y disfrutar del tiempo que de ninguna otra cuestión material.

Jesús Lens

Sin vuelta atrás

Esta ha sido una semana dura, complicada, exigente y rebosante de sinsabores. Una semana de ansiedad y nervios, de poco dormir y de mucho cansancio.

Aun así, salí a correr.

Y mira que el cielo amenazaba lluvia, gris plomizo, las nubes cargadas de agua.

En realidad, salí pensando en darme pronto la vuelta, sin cumplimentar ninguno de mis recorridos habituales. ¡Ni el más corto, el de 12 kilómetros!

Y lo tuve más claro aún cuando empecé un suave trotecillo y las rodillas y los tobillos me recordaron la paliza que les dí el pasado miércoles, jugando al baloncesto.

Cuando llevaba dos o tres kilómetros, con el resuello perdido y unos parciales horripilantes, pensé que aquello era absurdo. Hacía frío, no cogía un ritmo ni medio digno y todos los pensamientos que me cruzaban por la mente parecían teñidos del ambiente hostil de este mediodía.

Date la vuelta…

Date la vuelta…

Date la vuelta…

Al llegar al kilómetro cinco, donde los senderos empiezan a estrecharse e introducirse en el bosque, sí que estuve realmente a punto de volverme: me iba a llenar las zapatillas de barro y a meterme en todos los charcos habidos y por haber. Además, había empezado a chispear.

Date la vuelta…

Date la vuelta…

Date la vuelta…

Llegué al kilómetro seis, donde los senderos se bifurcan y el límite de mi recorrido corto. Creo que nunca había tardado tanto en llegar hasta allí.

Inicié el regreso.

Un par de cuestecillas me volvieron a cortar el resuello e hicieron crujir las rodillas, al bajar, con especial saña.

Y volvió el runrún a la cabeza:

Date la vuelta…

Date la vuelta…

Date la vuelta…

Fue entonces cuando reparé en aquel absurdo: ya no cabía darse la vuelta. Era imposible. Una vez alcanzado aquel punto, pensar en darse la vuelta carecía de toda lógica o sentido.

Ya que estaba volviendo, solo me quedaba una solución: apretar los dientes y cumplimentar el recorrido de la forma menos lesiva posible.

Al no caber la opción de darme la vuelta, me sentí liberado de aquella estúpida presión autoimpuesta en la primera mitad del recorrido. Y apreté el paso. No mucho, claro. Seguía teniendo los músculos cargados y el cuerpo cansado. Pero empecé a pensar en la comida, en la ducha y en la siesta. Volví a perder el resuello.

Claro que podría haberme parado y haber empezado a caminar, pero eso no haría sino alargar la vuelta a casa y era mejor seguir trotando. Es lo que siempre he hecho y lo que se me da mejor. ¡Jamás me he parado en mitad de una carrera, por cansado que estuviera, para ir andando! ¡Ni en la agónica Maratón de Sevilla, con la pierna izquierda cascada desde el kilómetro 25!

No iba a empezar hoy…

También habría podido salir a la carretera para tratar de que alguien me llevara. De hecho, había empezado a llover de verdad. Pero no me apetecía. Había salido a correr y volvería a casa corriendo. O al trote. Aunque fuera arrastrándome. Ni iba a tomar atajos ni me iba a rendir, por mucho que hiciera frío y que estuviera empapado. Y exhausto. Por mucho que la única recompensa, al terminar, fueran la ducha y un plato de macarrones.

Y la siesta, claro.

Jesús sin-vuelta Lens

A ver los 26 de octubre de 2008, 2009, 2010 y 2011