El barrio, chapado

Ayer sábado decidí imitar el periodismo gonzo de Hunter S. Thompson, pero solo conseguí estar a punto de arder a lo bonzo.

En esta época del año, el amanecer se comporta como si fuera un mozo almonteño loco por saltar la verja, despertando antes de las 6 de la mañana.  Los pájaros cantan y, como no hay ni atisbo de nubes, los que nos levantamos somos nosotros. Que a las 7 ya es de día y a las 8 luce el sol, esplendoroso.

Así, no es de extrañar que el Zaidín bulla de vida, tan temprano, con la Avenida de Cádiz repleta de gente que va y que viene, menguada la pila de IDEALES del quiosco de Paco y ni un hueco en la barra de El Madero.

En sábados como el de ayer da la sensación de que todos necesitamos finiquitar cuanto antes las tareas rutinarias: hacer la compra, recoger los paquetes en la agencia de transporte, pasear al perro, cumplir con las rutinas deportivas… Era tal el meneíllo del barrio, tan pronto, que decidí volver a salir unas horas después, a ver qué se cocía.

El barrio, recocido.

Y lo que se cocía eran las aceras. Porque, apenas pasada la una de la tarde, no quedaba un alma en el Zaidín. Al menos, a la intemperie. Volví a hacer mi ruta mañanera y solo me topé con una señora sentada a la sombra de un árbol, en la parte más fresca de la Avenida, y con un par de vecinos rezagados que apuraban al perro tras comprar el pan. Las tiendas, cerradas o vacías. Y en la puerta de una ferretería que vende flores y macetas, una planta que se había quedado al sol presentaba un aspecto de lo más inquietante. Solo el imprescindible Rey del Pollo Asado concitaba vida a su alrededor.

Al borde la lipotimia, entré en un bar, siguiendo las recomendaciones médicas sobre la conveniencia de estar hidratados y no pasar demasiado tiempo expuestos al sol, aunque apenas hayamos pasado el 40 de mayo. Como había salmorejo, pedí uno al camarero. En recipiente grande. XXL. Tanto que, la cerveza, me la puso de tapa.

El antiguo Puerto Madero, ahora reconvertido

Recuperado, volví a casa. Ardían las calles, al sol de poniente. Ni un alma. Solo el sonido lejano de una persiana metálica que, al caer, daba por chapado el barrio, hasta el lunes por la mañana.

Jesús Lens