Los del veneno

En el proceso de recuperación de mi pie lesionado estoy practicando una actividad que he bautizado como Trotandar: alternar tramos caminando y otros al trote cochinero, procurando no asfixiarme en el intento.

Con el Trotandar he recuperado, también, la sana y creativa afición de buscar ideas mientras practico algo parecido al deporte al aire libre. Y con esa intención salí ayer domingo, a eso de la una de la tarde. Acababa de empezar mi recorrido e iba pensando en el gran MagoMigue y su maravillosa GranHada, cuando llegué a un paso de peatones.

 

Paró el coche que venía por el carril más cercano a mi acera, pero otro que venía más lejos, por el carril opuesto; viéndome más que de sobra y con tiempo suficiente para frenar, hizo exactamente lo contrario: acelerar y pasar él primero, pegándome un susto de muerte.

 

Imagino que, con semejante proeza, el tipo quiso demostrar el peso y el volumen de sus testículos. Supongo que será el clásico cerril que practica el espatarramiento y que, en un bar, siempre habla a un volumen lo suficientemente alto como para que toda la clientela se entere de lo que opina sobre cualquier cosa.

 

Lo peor no fue el intercambio de epítetos que nos soltamos. Lo peor de todo fue que, desde el incidente, todas las ideas que se me venían a la cabeza eran malas, negativas y pesarosas: entré en barrena mental y solo me acordaba de putadas recientes, de mala gente y de peores personas. El domingo, de pronto, se nubló.

Y entonces, pensé en él. En ese tipo que, de un tiempo a esta parte, lo envenena todo con cada aparición. Ese individuo que trata de hacer un show permanente para llamar la atención de sus fieles acólitos. Ese sujeto que utiliza los medios más mezquinos para llevar al barro y enmierdar desde su tribuna cualquier tema que toca.

 

No son las formas. No son los gestos para la galería. No son las provocaciones. No son las esposas que lleva al Congreso de los Diputados. Es el envilecimiento, el odio que genera, Gabriel Rufián, espoleando los más bajos instintos de su gente, apelando al yo animal que todos llevamos dentro. Al xenófobo. Al excluyente. Al descerebrado.

Son los Rufianes de la vida, con su odio, su veneno y su ponzoña; quienes nos separan, nos zahieren y nos dividen.

 

Jesús Lens