Baños que son un centro cultural

Hablábamos ayer de los fastuosos Baños Árabes de Jaén (leer AQUÍ) y decíamos que su emplazamiento es de lo más singular, al encontrarse bajo el Palacio de Villasdompardo, en sus sótanos. Contábamos el porqué y nos quedábamos a comienzos del siglo XX, cuando el edificio pasó a formar parte del patrimonio inmobiliario de la Diputación de Jaén. 

Verás tú como dejen de ser pieza de museo etnográfico…

El Palacio es hoy un centro cultural que, con el nombre de los Baños Árabes, para que no haya dudas; alberga diferentes salas y espacios de usos múltiples. Pero antes, volvamos a los tiempos de los romanos, cuando aquello eran unas termas posteriormente adaptadas y usadas por los árabes. Y es que hay costumbres y tradiciones transversales y multiculturales que nunca deberían pasar de moda.  

Antes de acceder a los Baños en sí hay un ‘paseo’ musealizado que permite caminar sobre una antigua calzada romana, algo que ya saben ustedes que me gusta sobremanera. En este caso, se anda por encima de la calzada, pero sin pisarla: una superficie de sólido cristal permite pasear, ver y mirar sin horadar ni dejar huella… más allá de la fotográfica. Esos prodigios de la tecnología moderna.

Una vez que se dejan atrás las tres salas de los baños y se vuelve a las dependencias del Palacio, empieza el despliegue de salas multiusos. Por una parte, varias de ellas están dedicadas al Museo de Artes y Costumbres o lo que antiguamente conocíamos como Museo Etnográfico. 

¿Podemos decir aquello de “vista una trilla, vistas todas”? Pienso que no. Siempre resulta ilustrativo y aleccionador asomarnos a las herramientas del campo que nos han permitido llegar hasta aquí y ser lo que somos. Ver lanzas, arcos, flechas, arcabuces, armaduras y yelmos es muy excitante y peliculero. Para comer, sin embargo, los arreos del campo resultan bastante más útiles y necesarios, desde la referida trilla a las herramientas para convertir la uva en vino y la aceituna en aceite. 

También hay telares y un amplio espacio dedicado a la cerámica. En este punto, permítanme ser chovinista y sacar pecho de la vitrina dedicada a ‘nuestra’ Fajalauza, ahora que va a formar parte de la colección de una gran cadena de distribución. 

Y está la arquitectura del propio edificio, con una terraza mirador de lo más espectacular. Eso sí, como hicimos la visita a mediodía, solo nos asomamos a las vistas de la sombra, que no era cuestión de freírnos al sol. 

En otra de las salas, las piezas finalistas y ganadoras del XXV Premio Fundación Unicaja de Artesanía. Hay creaciones más convencionales y otras de lo más singular, curioso y provocador. Me encantaron unos mocasines muy locos y mi pieza favorita: ‘Niño olla’, de Chiqui Chicano, realizada en una inenarrable técnica tradicional de churros y modelado. 

No sé qué le pasaría al ‘Niño olla’ si se le fuera la pinza, pero ojalá que a Chiqui Chicano le siga funcionando el bolín —y las manos— con el mismo desparpajo y buen humor. ¡Larga vida a desacralización y a la informalidad del arte!

Jesús Lens

¡Menudos baños árabes, en Jaén!

Volvamos a Jaén en este paseo veraniego por Andalucía Oriental. Tras caminar por Almería, esa ciudad tan deliciosamente paseable, nos damos otro garbeo por las calles jienenses en busca de sus sobresalientes baños árabes.  

Hace unos años, El Legado Andalusí organizó una interesante exposición dedicada a ‘Los Baños en al-Andalus’. Tuve la suerte de hacer una visita guiada con las comisarias de la muestra, Carmen Pozuelo e Inmaculada Cortés. Me decían que Granada es la provincia española que conserva más hammam, más baños públicos de origen andalusí. 

Los baños eran los edificios más populares y comunes en la vida cotidiana de las ciudades de al-Andalus. Así lo explica la web del Legado: “Allí donde se establecía un nuevo asentamiento o núcleo urbano, lo primero que se construía era un hamman. Tal era su papel en la vida cotidiana, que la importancia de las ciudades se medía por el número de baños que tenía. Es el ejemplo de la Córdoba califal, que en el siglo X contaba, según las crónicas, con alrededor de 300. Eran construidos con frecuencia junto a las arterias principales, puertas y mezquitas. Su uso era tan extendido que se mantuvieron hasta el siglo XVI, y fueron incluidos en conjuntos arquitectónicos en época cristiana”.

Y es que, como Inmaculada y Carmen me contaban, “pocos lugares de nuestro pasado son tan evocadores como los hammam: la luz, el ambiente, el murmullo que en ellos se respira han atraído y aún atraen nuestra mirada”. Y también recuerdo su consejo: no dejes de ir a ver los de Jaén, que son soberbios. 

¡Qué razón tenían! Miren que a mí me gusta el Bañuelo, uno de los monumentos granadinos que no me canso de recomendar a quienes viajan a Granada, junto al Corral del Carbón y la Madraza. Pero los baños árabes de Jaén están en otra dimensión. Tanto por su amplitud como por su excepcional nivel de conservación. 

Se hace extraño su emplazamiento, ubicados bajo el Palacio de Villadompardo. Con una extensión de 450 metros cuadrados, son de los más grandes de los conservados en España y, aunque detalles decorativos almohades hacen pensar que pudieron ser restaurados allá por el siglo XII, su origen más lejano data de los tiempos de los romanos, que debieron ser unas importantes termas en la antigua Auringis. 

Es curiosa la historia de los baños. Tras la conquista de Jaén por Fernando III El Santo, siguieron en uso, aunque en los siglos XIV y XV cambió su uso y pasaron a ser unas tenerías. Y así llegamos al siglo XVI, cuando don Fernando de Torres y Portugal, Conde de Villardompardo y Virrey del Perú, decidió construir su residencia justo sobre los baños, literalmente hablando. Los llenó de cascotes y quedaron sepultados entre los cimientos y los sótanos del palacio, por lo que se les perdió la pista hasta que, a comienzos del siglo XX, el edificio pasó a engrosar el acervo inmobiliario de la Diputación de Jaén, volviendo a salir a la luz. 

Jesús Lens

Almería, una ciudad muy paseable

Venga va. Reconozco que tuvimos suerte. Una ola de agradable fresquito nos dio una tregua precisamente los días en que anduvimos por Jaén y Almería, interrumpiendo el infernal calor que ha presidido todo el verano. Y así fue muy reconfortante caminar, andar, pasear, deambular y transitar por sus calles y plazas.

En Almería estaba loco por volver a ver la fachada de su histórica estación de tren, donde se filmó ‘Lawrence de Arabia’. Me fascina su centenaria estructura de hierro y piedra, que abrió sus puertas en 1893. Una mezcla de modernismo, arquitectura industrial y detalles mudéjares a través del ladrillo. ¡Un espectáculo! Sin olvidar la gran cristalera y el reloj. Uno pasea por aquellos andurriales y le dan ganas de emprender un largo viaje en tren por todo el continente.

Y está el entorno de una catedral muy sorprendente que, por fuera, más parece un castillo que un gran templo cristiano. Es lo que tiene estar en ciudad marinera: los berberiscos eran una amenaza constante y había que estar prevenidos. Y protegidos. Y a fe que el templo lo está.

Me gustó mucho su fachada principal, sobria y en una plaza pespunteada de palmeras. Sobre el interior no me voy a extender: el coro es muy interesante y, sobre todo, destaca el claustro que, a tono con el aspecto militar del templo, parece un patio de armas.

En las paredes exteriores de la catedral, el famoso Sol de Portocarrero es todo un símbolo de la ciudad, convertido en icono turístico. Se trata de un bajorrelieve que muestra un sol espléndido y radiante con cara humana de lo más bonachona, rodeado de cintas. No sé yo si con esto del cambio climático seguirá contemplándose con simpatía o irá transmutando en socarrona amenaza: “¡Sus voy a freír a tós!”. También me gustó la aparente fiereza de los mascarones que pespuntean los muros del templo de la Encarnación.

Ayer, cuando les hablé de la exposición callejera de 50 fotos icónicas de la historia de España insistí en la cuestión de la imagen, pero hay que destacar que todas las fotografía van acompañadas de un texto explicativo sobre su contexto histórico y artístico. Conviene leerlos con atención, que son apasionantes, para que el visionado de la muestra adquiera todo su sentido.

Seguimos caminando por Puerta de Purchena y sus soberbios edificios, con la Casa de las Mariposas a la cabeza. Me encantó el recoleto Teatro Apolo. Y ojo a la rica estatuaria almeriense, como las gárgolas de bronce de Javier Huecas que parecen escrutar a las personas que pasan por delante del teatro. “¿Les habrá gustado la función?”, parecen pensar.   

Me gustó la figura del presidente de la I República, Nicolás Salmerón, en actitud caminante, y el recuerdo a John Lennon, que ‘toca’ la guitarra sentado en un banco de la plaza de las Flores. Nos quedamos sin ver los refugios de la Guerra Civil, que la visita estaba petada, ni la Casa del Cine, con horarios francamente complicaditos. ¡Para la próxima!

Jesús Lens

Por la Alcazaba de Almería

No piensen que ya he terminado con Jaén, que les quiero hablar de sus portentosos baños árabes y de Vandelvira, cuya figura es necesario reivindicar hasta el infinito y más allá. Pero como ahora ando por Almería, voy a ir alternando narraciones, que el cuerpo me pide comentar nuestra visita a su estupenda Alcazaba. 

La del jueves fue una mañana soleada, claro. Pero fresquita y agradable. Y como la pertinaz ola de calor amenaza con aplastarnos de nuevo, prefiero rememorar hoy el viento fresco y la suave brisa del aire libre antes de meternos otra vez bajo tierra o al amparo de los climatizadores. 

A la Alcazaba de Almería se entra, también, por una elegante y señorial Puerta de la Justicia, aunque no encontramos rastro de mano y llave con las que alimentar la leyenda. Y es que el ‘granaíno’ que llevamos dentro salta a las primeras de cambio. Una visita, gratuita, que comienza por una zona ajardinada al modo de la Alhambra. 

Los paneles informativos que jalonan el recorrido lo explican de forma contundente: Prieto-Moreno hizo una restauración historicista en la que primaba el ‘bonitiquismo’ por encima de lo científico y lo arqueológico. Y aunque trabajos posteriores han tratado de ser más respetuosos con la realidad constructiva del entorno, parte del aspecto actual de la Alcazaba se debe a ese afán de belleza a toda costa, aunque sea impostada. 

El paseo por el Primer Recinto, todo ajardinado y salpicado de fuentes y estanques, es grato y amable. Las vistas son espectaculares. Y una curiosidad: como el acceso a todas las torres está vedado, no corres el riesgo de contraer agujetas, como nos pasó tras triscar por los pronunciados desniveles de los monumentos jienenses. Aun así, subir a la Alcazaba con unas sandalias de cerca de 10 cm de plataforma, como hacía alguna turista, tampoco es plan. 

Me gustaron más el Segundo Recinto y el Castillo Cristiano, más despojado, más auténtico y realista. Y ojo al gran aljibe. Ahora que estamos en tiempos de sequía, se contempla con arrobo y adoración. La vista desde la Alcazaba permite disfrutar del puerto de Almería y del mar. De las vistas al barrio de La Chanca y de una curiosa Estación Experimental de Zonas Áridas en la que hay gacelas africanas. ¡Hasta unas cabras montesas amenizaron nuestro paseo, saltando entre almenas!

Al bajar, paramos en un garito que ofrecía zumos y batidos. La limonada helada con hierbabuena tenía buena pinta, pero opté por medio litro de un mejunje que incluía remolacha, zumo de naranja, jengibre y alguna cosa más.

Menos mal que un rato después estábamos en una mesa alta del Chele, recomendación de la imprescindible Ana María Gutiérrez, tomando un verdejo muy fresquito y dando buena cuenta de unas coquinas sin parangón. Y de unas sardinas, navajas, gambas, bacalaíllas, atún, aguja, calamares y, sobre todo, de unos salmonetes que quitaban el sentido. Y de un pescado raro emparentado con las pirañas de cuyo nombre no puedo acordarme. Rico, rico. 

Jesús Lens

La espada y la cruz

Hablábamos ayer de la catedral de Jaén. En realidad, la primera vez que sus torres gemelas te saltan a la vista es cuando llegas en coche desde Granada. Y por encima de ellas, el castillo de Santa Catalina y la enorme Cruz Blanca desde la que disfrutar de una perspectiva aérea inconmensurable de la ciudad y sus alrededores. Una vista icónica que, como dice nuestro compañero Jorge Pastor, hay que contemplar al menos una vez en la vida. 

Antes de entrar en la ciudad propiamente dicha, subimos al castillo, que también alberga al Parador jienense. A ese lugar le tengo un cariño especial, que acogió durante muchos años el acto de entrega de los Premios Literarios Jaén de CajaGranada. Y, sin embargo, nunca había visitado el castillo como tal. Las incongruencias de la vida acelerada. 

Ya se lo he contado otras veces. Jaén es tierra de castillos, fortalezas y torreones. La historia del enriscado castillo de Santa Catalina es buen ejemplo de lo azaroso de la Reconquista. Asentado sobre roca viva, el cerro estuvo habitado desde la Edad del Bronce y los íberos elevaron uno de sus oppidum. De ahí que los musulmanes aprovecharan para hacerse fuertes allí arriba desde el siglo VIII hasta 1246, cuando Fernando III, apodado el Santo, consiguió doblegar a Al-Ahmar. 

No les cuento más batallitas sobre el castillo de Santa Catalina. Solo recordar, eso sí, que las tropas de Napoleón se aposentaron y acomodaron en su interior, donde estuvieron tan a gustito. Lo visitamos el pasado martes, un día de viento fresco, afortunadamente. La visita al castillo podríamos describirla como ruidosa. A la entrada, una máquina se encarga de abrir y cerrar el torno, pero falla bastante, por lo que no deja de sonar un incómodo pitido.

Y luego, desde mitad del patio y al acercarte a una de las torres, se oye el runrún incesante de un documental que, en bucle y en alta voz, no sé si con prisas pero desde luego sin pausas, cuenta una historieta de guerra, peleas y broncas. Oírse, se oye. Escucharlo, no lo escuchaba nadie. Pero qué ruidazo. En la zona de la prisión, por lo visto, hay un maniquí parlante que te cuenta sus desdichas, pero afortunadamente estaba bien calladito.

Salimos huyendo de allí, como si un ejército enemigo nos acechara el lontananza, y subimos a otro espacio elevado, más alejado, desde el que se divisaban tanto la ciudad como la campiña de Jaén y algunos de sus picos más conocidos, como Jabalcuz. En otras torres del castillo también hay multimedias, audiovisuales, cartelones, pantallas táctiles y otros ‘adelantos’ técnicos. ¡Menos mal que estaban apagados! 

Siempre es un gusto visitar un castillo. Más, si tiene la historia y las vistas del de Santa Catalina. Eché de menos, eso sí, una sencilla audioguía que ponga en situación a quien esté interesado, en vez de tanto barullo. Rematamos la visita tomando una Milnoh en el Parador, que es parte del propio castillo y donde se está en la gloria. 

Jesús Lens