ESSAKANE: UN FESTIVAL EN MITAD DEL DESIERTO

Después de hablar de las Trenzas africanas, hoy vamos con un poco de música…

El hecho de que se pueda celebrar un evento como el Festival del Desierto, desde una visión eurocentrista y occidental, podría parecer un milagro. Y, sin embargo, el Festival existe y el supuesto milagro se viene repitiendo desde hace ocho años.

Essakane es un diminuto pueblo que dista 60 kilómetros de Tombuctú, la mítica ciudad caravanera que, a su vez, se encuentra a varios cientos de kilómetros de Bamako, la capital del país. Y tanto para llegar a Tombuctú como, después, para arribar al lugar donde se celebra el Festival, es necesario conducir largas y tortuosas horas a través de terribles pistas de tierra que suponen todo un desafío para los todoterreno, únicos vehículos que pueden transitar por la zona.

La entrada al recinto del Festival es tan austera como efectiva. Un muro con una puerta de entrada, controlada por un nutrido retén de militares fuertemente armados y una pequeña taquilla a un lado, donde se compran las entradas y te dan las pulseritas que te permiten acceder al recinto. Una vez dentro, hay que acostumbrarse a vivir, durante tres días, en un improvisado campamento en mitad del desierto. Llaman la atención las dunas de arena blanca, no excesivamente altas, pespunteadas por los árboles bajos y pequeños arbustos. Y las jaimas. Y las tiendas. Y el escenario.

Nos instalamos relativamente alejados tanto del escenario como del mercado de artesanos, para tener un poco de tranquilidad en las horas diurnas. Tras una comida fresca y sabrosa, nos lanzamos a recorrer el espacio que habitaremos durante las siguientes 72 horas, aprendiendo el camino que nos conduce del escenario a nuestras tiendas, dónde están los WC y demás cuestiones de intendencia que siempre resultan imprescindibles para sobrevivir en un festival de estas características.

A la caída de la tarde del día 10 de enero, estábamos aposentados en las dunas que rodean el escenario, atentos a la llegada de los imponentes tuareg, montados en sus majestuosos camellos. Porque este Festival hunde sus raíces en las reuniones que mantenían los Hombre del Desierto para intercambiar productos, contarse novedades, dirimir disputas o, más sencillamente, encontrarse con los amigos.

Y así sigue siendo hoy. Por cada visitante europeo o americano, hay diez africanos en Essakane, buena parte de ellos, dignos y altivos tuaregs que exhiben sus ropajes azules, sus largos turbantes y sus armas desde lo alto de sus camellos, a los que manejan con la destreza con que los cowboys manejaban a sus caballos en el Far West.

Tras los discursos protocolarios, tan largos y rimbombantes como lo son en todas partes, cuando el cielo ya se había cuajado de estrellas, comenzó a sonar la música. Los primeros grupos eran de la zona, interpretando música tradicional tuareg con instrumentos puramente artesanales, para conseguir sonidos bien apegados a la tierra, que remiten a las largas noches del desierto, sentados en torno a un buen fuego.

Fuego. Una palabra que define muy bien al Festival del Desierto. Porque en Enero, en el desierto del Sahara no hace mucho calor de día, pero sí hace un terrible frío por las noches. Así, todas las zonas aledañas al escenario están festoneadas por una especie de lámparas o antorchas de carbón que se encienden cuando cae la noche y cuyas brasas dan calor a los asistentes al festival, congregándose pequeños círculos de personas en torno a cada una de ellas.

Tras el parón para la cena, llegan los grupos de música más modernos, vanguardistas, híbridos y mestizos. Porque el Festival del Desierto procura que haya un encuentro entre grupos, bandas y artistas de distintas tradiciones y continentes, promoviendo sorprendentes encuentros sobre el escenario, unos mejor logrados que otros, la verdad sea dicha.

Y llegó el momento más emotivo del Festival, cuando el presentador anunció el homenaje a Ali Farka Toure, el bluesman meliense que falleció hace unos meses y cuyo recuerdo permanece inalterable en toda África. Comenzó un muchacho de Niafunké, el pueblo en que Ali tenía su granja, a orillas del Níger y, después, una macrobanda tocó decenas de temas del maestro, imprimiendo a sus guitarras el inequívoco aroma bluesero que tan bien supo captar Ry cooder en el memorable disco “Talking Timbuctú”, justamente galardonado con un Grammy.

Las mañanas transcurren plácidas y tranquilas. Uno se puede dar un paseo en camello o participar en una buena dosis de regateo en un nutrido mercado al que acuden artesanos de todo el Malí. Se puede tomar una cerveza sorprendentemente fresca en el bar o comer un cus cus en el restaurante. Es posible asistir a algunas actividades musicales en petit comité o bailar al ritmo de un DJ, bien cañero aún de madrugada. Es posible pegarse una buena caminata por el desierto o descansar bajo el frescor de la jaima, charlando con los compañeros de viaje. Se come en grupo y en comandita, lo que la cocinera de nuestra expedición haya preparado, mayormente cabra. Tallarines con cabra, cus cus con cabra o tajadas de carne de cabra. Y cerveza. Eso que no falte.

Musicalmente, la mejor noche fue la segunda, con un supergrupo que aglutinó a lo mejor de la música bambara de la ciudad de Segou, con una sucesión electrizante de actuaciones en las que la música y la danza se adueñaron de un escenario que vibró con toda la fuerza de la mejor música africana del momento, personificada en unos Abdoulaye Diabaté y Khaira Arby que pusieron a bailar a todo el respetable.

La última jornada de Festival, todos estamos cansados. El programa acumula retraso y pensar en la vuelta, al día siguiente, a Tombuctú, hace que no vayamos a dormir temprano, no sin quedar estupefactos ante el espectáculo de Artcirq, un grupo canadiense de Inuits que en la gélida noche del desierto africano brillaron con luz propia en un espectáculo más cirquense que propiamente musical.

El día 13 amaneció nublado, sorprendentemente. A lo largo de toda la noche se había ido marchando bastante gente. Unos ponían rumbo hacia Tombuctú, la civilización. Otros, sin embargo, enfilaban en dirección contraria, dirigiéndose a lo más profundo del desierto. Mientras veíamos como nuestro campamento desaparecía, como por arte de magia, nos invadió una cierta melancolía. La perspectiva de darse una ducha o dormir una cama no compensaba la tristeza por la finalización de un Festival de Música que es mucho más que una mera sucesión de conciertos.

El contacto con la gente, las cervezas en torno a una hoguera, la artesanía de los Tuaregs, las carreras de camellos, las charlas imposibles con las mujeres del desierto, las conversaciones con el resto de viajeros… una conexión muy especial que hace del Festival del Desierto una cita muy especial, única e irrepetible; impregnada de una magia imposible de conseguir en otras latitudes y otros escenarios. Unos días de música, arte, encuentros, descubrimientos y amistad para mantener vivos en el recuerdo.

Jesús Lens Espinosa de los Monteros.

TRENZAS

Dedicado a Silvia, Pilar, Chusi, Pamela y Mariluz, extraordinarios compañeros de viaje.
Y a Ibrahim, Yaya, Mohammed y Mulay, los mejores guías.
Y al enigmático Prosper, claro.
Sacai quería hacerse las trenzas, pero le daba un poquito de miedo el pensar cómo quedarían. Se lo comentó a Ibrahim, nuestro hombre en Bamako, un guía para el que la palabra “No” no figura en los diccionarios; y después de comer en un restaurante senegalés de cuarta categoría, en un arrabal de la capital del Malí, nos plantamos en la peluquería, donde dos jovencitas daban buena cuenta de unos bocatas estilo shawarma.

Tras una buena discusión sobre el precio final del peinado más el pelo postizo a añadir, Sacai se quedó sentada en el sillón de la peluquería mientras Silvia, Mari Luz y un servidor se iban con Ibrahim y Mohammed al mercado, a buscar máscaras y demás elementos artesanales decorativos que, cuando llegas a casa, te cuestan un disgusto a la hora de elegir dónde ponerlos.

Pero ésa es otra historia. El caso es que dejamos a Sacai, cerca de las cuatro, en la pelu. Y quedamos en recogerla a eso de las ocho, que trenzar toda una cabeza no es moco de pavo.

Regresamos al local ya entrada la noche, pero nos habíamos adelantado un poco a la hora convenida. Mi Sacai tenía buena parte de la cabeza bien anudada. Tres mujeres se afanaban sobre su pelo, cogiendo pequeños mechones, añadiendo el postizo y retorciendo el resultado en larguísimos tirabuzones que terminaban descansando, elegantemente, sobre los hombros.

Y nos quedamos. La peluquería, que mediría diez o quince metros cuadrados, albergaba a cuatro chicas y un bebé. En cuanto Ibrahim se hizo cargo del infante y empezó a hacerle monerías, la cuarta chica se abalanzó sobre Sacai y se unió a la fiesta de la trenza. El caso era que las chicas, cuando veían a alguna amiga o conocida por la calle, le gritaban. Entraba y anudaba dos, tres o las trencitas que pudiera, antes de de seguir con sus quehaceres.

Sacai nos dijo cómo se habían pasado la tarde cascando, bailando, riendo, viendo telenovelas y escuchando música. Pero trabajando. Sin parar. Entonces apareció una voluminosa señora. Una señora que, ella sola, abarcaba un cuarto de la peluquería con su gran humanidad. Arrebató al mocoso de los brazos de Ibrahim y se puso a mecerlo con convencimiento. Era (debía ser) la abuela de la criatura.

Entonces, la chica más alta dejó el trabajo y se fue al fondo de la sala. Se puso un manto negro sobre su traje marrón y un pañuelo en la cabeza, estiró una manta y se puso a rezar, levantándose y tendiéndose discretamente, pero a la vista de todos y mientras la tele atronaba con los videoclips.

Llegó la hora de la merienda del churumbel, que todavía tomaba el pecho. Sin problema. Un rincón del sofá de eskai era suficiente. Entraron dos mujeres, saludaron, se rieron y se fueron. Seguían las voces y el cachondeo. Y el trabajo. Y volvió a ser hora de rezar para la chica alta. Y, para calentar agua, una de las peluqueras se salió a la calle y encendió un hornillo.

Al haber entrado hombres en la pelu, las mujeres ya se habían quedado más serias, más compuestas, más en su papel. Como dice mi amigo peluquero del Zaidín, es difícil que triunfen las peluquerías unisex. A ellas les gusta la intimidad de la compañía femenina, pudiendo hablar de sus cosas, libremente, sin que la presencia de clientes hombres haga que se corten, sin tener necesidad de mantener una compostura formal y gestual que el ejercicio de la peluquería no contribuye a fomentar, precisamente.

Así, no es de extrañar que el Bagdad de los peores momentos de la Guerra de Irak, las peluquerías fueran objetivo primordial de los integristas. Las peluquerías son reductos de libertad para unas personas que gustan de hablar, reír, comentar y discutir en unos locales que fomentan la relación social y comunitaria de las personas.

Para Sacai, trenzas aparte, la velada en la peluquería de Bamako fue una muestra del natural amable, cariñoso y gentil de unos malienses que son, sin duda, los mejores embajadores y relaciones públicas de un país que, como tantas veces hemos dicho, tiene una magia especial.

Jesús Lens Espinosa de los Monteros.