Hecho un basilisco

Hace unas semanas tuve una discusión en un bar. Todo empezó de la forma más absurda: un grupo de amigos estábamos a gusto, pasando un buen rato, cuando un camarero mostró cara de enfado, como si algo de lo que hacíamos no fuera de su agrado.

 

Yo pasé del tema y seguí con la farra, entre risas, historias, anécdotas y birras. Pero una de mis amigas, que tenía más relación con los dueños del local, empezó a agobiarse.

 

La vi en la barra, hablando con el camarero, mientras nosotros seguíamos a lo nuestro. Regresó a la mesa, pero ya no se la veía a gusto. A los pocos minutos, el camarero salió de la barra y retomó la conversación con mi amiga, que se alejó para no incomodarnos con la discusión.

 

Me acerqué a preguntar qué pasaba y no conseguí entender los argumentos por los que el tipo estaba molesto. Es decir, entendía lo que decía, pero me parecían argumentos carentes de cualquier lógica o sentido. Poco a poco, me fui irritando. El tipo estaba tan convencido de tener la razón que apenas me dejaba meter baza, haciendo ostensibles y afectados gestos de desprecio por mi forma de pensar.

 

Llegados a ese punto, yo estaba harto, sulfurado, iracundo e indignado. Hecho un basilisco. Con decirles que decidí irme del local sin siquiera apurar la caña que tenía sobre la mesa…

 

Secundado por mi gente, recogí mis cosas y me giré hacia la barra, que mi amiga seguía hablando con el camarero. Cuando iba a gritarle que lo mandara al infierno y que nos largáramos de una maldita vez, la escuché decir: “Está claro que no nos vamos a poner de acuerdo, ¿verdad?” Y el tipo le respondió que posiblemente no, pero que con el bar lleno de gente y el jaleo que había, era mejor dejarlo y hablar otro día, más tranquilos, tomando un café.

 

Mi amiga le dio dos besos en la mejilla, él se los devolvió y se despidieron amigablemente. Mientras, el basilisco que llevo dentro, me decía que quizá, y solo quizá no debería haberse sulfurado tanto.

 

Jesús Lens