Hogar Fray Leopoldo

Ayer fue un día grande. Grande y especial. Porque ayer inauguramos el Hogar Beato Fray Leopoldo. Y digo bien “inauguramos” porque fui parte activa en uno de los acontecimientos del año, como acredita el pequeño ladrillo con el rostro de Fray Leopoldo que tengo frente a mí.

El ladrillo puede ser una estupenda y rica metáfora, pero a duras penas conseguí encajarlo en mi presentación, ante el riesgo de resultar inoportuno o poco afortunado. Que un ladrillo es algo noble y sencillo; útil, práctico y necesario… pero cargado de connotaciones negativas en los últimos años.

 

Hace unas semanas subí a visitar lo que yo creía que era una residencia de ancianos. Lo que me encontré, sin embargo, fue un Hogar. Su director, Mateo Torres, me mostró las instalaciones y créanme cuando les digo que sentí un punto de orgullo: en Granada podemos presumir de tener, ahora mismo, la residencia más inteligente de España. Una residencia Cinco Bastones, en afortunada expresión de un Tico Medina al que echamos de menos y al que enviamos un cariñoso saludo.

Gracias a la empresa Novatec, cada residente está perfectamente localizado y monitorizado en todo momento y, en el caso de que pase ocho segundos a menos de diez centímetros del suelo, el personal es alertado automáticamente.

 

Un extraordinario desarrollo tecnológico realizado por una empresa granadina que se ha hecho justo merecedor del Premio Conectividad en Salud del Colegio Oficial de Ingenieros de Telecomunicación, un galardón que reconoce a los centros sanitarios que mejor integren las telecomunicaciones en su diseño para humanizar la asistencia al paciente.

 

Pero si las instalaciones y la tecnología han propiciado un magnífico edificio inteligente, son las personas que allí trabajan quienes lo convierten en un auténtico Hogar. Cincuenta empleados para cien residentes, de los que un 60% son personas sin recursos. En riesgo de exclusión, como se dice ahora. Pobres, como se ha dicho toda la vida. Y como decía Fray Leopoldo.

Foto: Pepe Marín Zarza

Personas sin recursos que han encontrado un merecido refugio. Un hogar. Como debe ser. Un hogar construido, ladrillo a ladrillo, con las partidas del Ministerio de Sanidad, Servicios Sociales e Igualdad, pero también con las aportaciones voluntarias de miles de personas que, a cambio de su generosidad, recibieron un pequeño ladrillo conmemorativo, dándole un sentido completamente diferente al objeto que ejemplificó la época del pelotazo, el derroche y la especulación.

 

Jesús Lens

Cáscara

Lo que importa, cada vez más, es la cáscara. La superficie. Lo de fuera. La imagen. La apariencia. Como es lo que primero entra por el ojo… Y sí. Es cierto. Es lo más fácil de ver. Pero, si no quitamos la cáscara, ¿cómo sabemos a qué sabe la fruta?

Antes, cuando iban a comprar sandías, nuestros mayores no solo las cogían y las apretaban entre sus manos, tratando de desentrañar los crujidos de su interior, sino que en las tiendas y mercados, el frutero les hacía calas para que el cliente pudiera probar y constatar su calidad.

 

Ahora, el generalizado cartel de “Prohibido tocar el género” nos disuade de acercarnos siquiera a oler la fruta, generalmente cubierta con plástico transparente. Ahora, nos contentamos con mirar su aspecto, de lejos, no quedándonos más remedio que fiarnos de la palabra del frutero.

Con lo del Orgullo ha pasado lo mismo. En vez de hablar de homofobia o discriminación, nos quedamos con la parafernalia de las carrozas. Y fíjense si importa la imagen que el remedo de un mal clown de un circo de provincias no solo ha llegado a ser Presidente de los Estados Unidos, sino que persiste y persevera en sus boutades, payasadas y salidas de tono.

La última de Trump… por el momento

Parece mentira que, con las herramientas e instrumentos tan sofisticados que tenemos a nuestro alrededor, cada vez rasquemos menos en los intersticios de cualquier asunto, quedándonos en la cáscara y en lo básico, comentando si tiene mejor o peor aspecto, pero sin analizar orígenes, causas y consecuencias.

 

Nos escandalizamos con los titulares, pero no somos capaces de leer el desarrollo completo de la noticia. Nos enardecemos con el eslogan, pero no hacemos por saber si se sustenta en datos, cifras o hechos. Nos aprendemos el estribillo, pero no le hacemos caso al resto de la canción. Y no digamos ya a los arreglos musicales. Tiramos de tópicos, argumentarios manidos y frases hechas, pero no mostramos curiosidad por saber en qué están realmente basados.

 

Todos sabemos que las cosas no son lo que parecen. ¿Por qué nos conformamos, sin embargo, con mirar la cáscara, lo de fuera, a la hora de emitir juicios, pareceres y consideraciones? ¿Por qué nos cuesta tanto ir más allá de lo aparente? ¿Por qué conformarnos con la etiqueta, cuando tenemos a nuestro alcance la ficha técnica y el manual de instrucciones, completo?

 

Jesús Lens

Eres lo que compartes

Andrea, Lucas y Fernando estaban de visita en Granada. Pasaron el día recorriendo algunos de los lugares más reconocibles de la capital nazarí y, para cenar, se habían sentado en una terraza de la plaza de La Romanilla.

 

—Espero que no tarden mucho en traer la cena. Estoy muerto—dijo Lucas.

—Y yo. Hecha polvo—convino Andrea.

Fernando era el que se mostraba más entero y animoso. Aún así, se alegró de que llegaran las tostas con aguacate y se disponía a echarle mano a una cuando Lucas y Andrea exclamaron al unísono:

 

—¡Pero a dónde vas, ansia viva! ¿No puedes esperar a que hagamos la foto?

 

La foto. La dichosa foto. Fernando, de fotos, estaba hasta lugares de su anatomía que no vamos a repetir. De fotos… y de selfis, filtros, instagrames, vídeos y megustas. De posados, robados y, sobre todo, de fingidos.

 

—Claro. Como eres un dinosaurio para la Red…

—Será eso. Pero el revuelto de morcilla con piñones se está enfriando.

—Un minuto: comparto la foto y lo pruebo.

—¿Para qué? Probarlo, quiero decir. Si ya habrás publicado que está de muerte…

Al día siguiente, Lucas y Andrea no llegaron a la cena. Estaban tan cansados, pálidos y ojerosos que, por la noche, no salieron del hotel. Eso sí: la Red les felicitó por haber batido otro récord.

 

—Así aprovecháis para interactuar con vuestros contactos, ¿no?—ironizó Fernando.

 

Pero es que él no lo entendía. La presión que supone la Red. “Eres lo que compartes”, leía la popular Andrea en la pantalla de su teléfono, sempiternamente operativo. “Que sepan lo que se están perdiendo”, era el mantra que su smartphone repetía a Lucas, a todas horas, muy consciente de su gen egocéntrico y competitivo.

 

Y estaban las recompensas diarias que ofrecía la Red: medallas virtuales y menciones online, siempre que conseguían hitos como postear 25, 50 o 100 fotos o alcanzar un elevado número de likes.

 

“Tú energía es nuestra fuerza”. Pero Andrea ya no consiguió salir del hotel, la  tarde siguiente. “Contigo, somos más”. Pero Lucas ni siquiera llegó al almuerzo: necesitaban del wifi de sus habitaciones para seguir operando.

“Ya somos dos mil millones”, proclamaba la Red. Dos mil millones de usuarios en todo el mundo que, libremente, alimentaban la creciente e insaciable sed de cíbersangre que demandaba la Red para nutrir a sus criaturas.

 

Jesús Lens

De diez

Ayer estuvimos celebrando una de nuestras citas obligatorias del año: reunirnos para comer sardinas como inauguración del verano y cerrar la temporada de baloncesto. Que al baloncesto no jugamos, pero que la temporada hay que despedirla. Eso es inexcusable.

 

Entre los comensales, José Manuel, al que ustedes conocerán porque ha sido el estudiante que mejores resultados ha obtenido en la pasada Selectividad. O Pebao, como se llama ahora.

No voy a decir que a José Manuel lo hemos criado en nuestros pechos, expresión cariñosa, pero enormemente egoísta. Porque, a José Manuel, lo han educado sus padres, Regina y el otro José Manuel. El nuestro. Eso sí, y siendo honestos… ¿saben ustedes la alegría que nos ha dado la noticia y lo que hemos presumido estos días?

 

Durante la comida tratamos de chinchar a José Manuel, de tensionarlo un poco, metiéndole caña a ver si le sacábamos los colores. No hubo forma. Que de casta le viene al galgo y la naturalidad, sencillez y humildad con la que asume lo que, para él, no ha sido más que una casualidad, es pasmosa. Aunque él bien sabe que, de fortuito y casual, poco. Pero no hace ni un alarde.

A José Manuel le conocimos, sobre todo, jugando al baloncesto, cuando era un chavalín y había que dejarle tirar a canasta sin ponerle tapones.

 

Un día, tras tiempo sin jugar con él, volvió a la cancha. Y el niño había crecido. Y nos machacó, en ataque y en defensa, con la misma naturalidad con la que ahora ha sacado una buena colección de dieces. Como si robar balones y meter triples fuera tan normal como respirar.

 

Le preguntamos por el futuro, pero no es algo que parezca preocuparle. José Manuel sabe que va a estudiar lo que quiere y lo que más le apetece y, después, ya se verá.

 

Su confianza, carente de cualquier atisbo de divismo, duda o zozobra, es un extraordinario ejemplo para una panda de cuarentones que todavía tenemos mucho que aprender.

Cuando se habla de la juventud, y se escuchan tantos tópicos, yo procuro abstraerme y no entrar al trapo. Desde ahora, además, recordaré el ejemplo de nuestro José Manuel, un chaval extraordinariamente normal. O normalmente extraordinario. Deportista, inteligente, currante y con las ideas muy claras: el futuro es algo que se construye día a día, con trabajo, esfuerzo, alegría y sencillez.

 

Jesús Lens

Lo que usted hace mal

¿No les resulta ofensivo ese nuevo lenguaje directo, que les interpela a ustedes como lectores, desde las ediciones digitales de los medios de comunicación, webs, blogs y redes sociales?

Así, sin acento. ¿Para qué tanto saber?

Me refiero a ese tipo de comunicación que titula así: “Diez cosas que usted hace mal cuando lee columnas de opinión”. Por ejemplo. Porque, y esa es la otra cuestión, resulta que usted y yo lo hacemos prácticamente todo mal, desde tiempos inmemoriales. Desde las diez cosas que hace usted mal al lavarse los dientes por la mañana a los diez errores más habituales que comete al desayunar y, por supuesto, las diez atrocidades que hace usted antes de irse a la cama y que no le permiten conciliar el sueño.

 

Que uno lee estos decálogos y lo que no entiende es cómo la raza humana no se ha extinguido ya, dada la cantidad de cosas que hace mal, tomadas de diez en diez.

Mire usted, señor gurú de la disciplina que sea: usted no sabe cómo me lavo los dientes, y, por tanto, no me puede decir qué hago mal. Y me cabrea, mucho, que se tome la libertad de llamarme poco higiénico, dentalmente hablando. Y, créame, ese estilo entre lo coloquial y lo faltón, a mí no me incita a pinchar en su decálogo, generalmente estúpido, reiterativo y poco o nada informativo.

 

Reconozco que, en su momento, compré y me divertí con libros como “1001 películas que hay que ver antes de morir”, pero es que hasta estas publicaciones, frescas, juveniles e irreverentes; son respetuosas con el lector. Que, ya puestos a ser ingeniosos, se podrían haber titulado: “1001 películas que, si usted no ha visto, le convierten en todo un cateto”.

 

Lo sé. Soy viejuno. Pero no le encuentro el sentido a tachar de imbécil al lector. Me parece muy bien que los supuestos especialistas desmonten tópicos de la falsa sabiduría popular como que un filete no engorda si mastica usted 3.741 veces cada bocado de carne y gira el bolo alimenticio de izquierda a derecha y viceversa. Pero de ahí a que cualquier indocumentado me diga que no sé comer, a estas alturas, media un abismo.

¿Le salva el «O a lo mejor sí»?

Qué pena que la monetarización del entorno digital, en vez de apelar al rigor y a la calidad de contenidos, se nutra de virales inanes y chorradas sin criterio.

 

Jesús Lens