Menos pedir y más hacer

Se cuenta que, en el siglo XIX, le preguntaron a un viajero romántico inglés que había pasado varios meses en España por lo que más le había sorprendido de nuestro país. Y él respondió que no se esperaba que la mayor parte de los españoles fueran hojalateros: todo el tiempo con que si ojalá esto, ojalá lo otro, ojalá lo de más allá.

Cada arranque de año me acuerdo de esta historia, cuando escucho todas las peticiones que le hacemos, en este caso, al 2017. A principios de enero le hablamos al nuevo año como si fuera un Papa Noel o un Rey Mago susceptible de oficiar diferentes milagros. Y de ello hablo en IDEAL, hoy.

Gracias Alev Oder por compartir.

La realidad, tozuda, no tarda en imponerse a la hojalatería, poniéndonos los pies en el suelo y recordándonos el viejo adagio de que el que algo quiere, algo le cuesta.

Este 2017, en concreto, no se ha andado con muchas contemplaciones: en sus primeras horas de andadura, los terroristas de ISIS se cobraron cerca de cuarenta vidas en Estambul y, en Madrid, una mujer de 40 años fue la primera víctima mortal del año de esa lacra que es la violencia machista.

De poco sirven las peticiones y las rogativas, si no van acompañadas de una decidida acción en pos de la consecución de lo que sea que nos hayamos propuesto. Que comprarse unas carísimas zapatillas de running está muy bien, pero que luego hay que ser más prosaicos y salir… a correr. Y, en inglés, o te empapas de phrasal verbs, o no evolucionas.

En Granada, a 2017 le reclamamos más o menos lo mismo que le venimos pidiendo desde principios de siglo: el AVE, el Metro, nuevas fórmulas para estrujar la Alhambra, el Legado de Lorca… Le pedimos empleo, de calidad a ser posible; tapas más grandes en los bares y que toque la lotería del Niño, por supuesto.

Menos mal que el año también ofrece algunas perspectivas distintas, más basadas en la acción, el compromiso y el trabajo bien hecho que en el voluntarismo y la hojalatería. El movimiento contra la fusión hospitalaria ha sacado a la gente a la calle, exigiendo con contundencia los dos hospitales completos; y el proyecto IFMIF-Dones, tras años de trabajo científico, especializado, sordo y silencioso, llega al momento decisivo muy bien posicionado en una carrera que no debemos perder.

Jesús Lens

Comanchería, obra maestra del Westernoir

Resulta extraño, a 4 de enero, estar hablando ya de una película que, a finales de año, estará en lo más alto de lo mejor del 2017. Y es que “Comanchería” es una joya, una obra maestra del cine que pone el listón altísimo a la cinefilia de los próximos doce meses.

Estrenada en la sección “Una cierta mirada” del Festival de Cannes, “Comanchería” está nominada a tres Globos de Oro, además de haberse alzado con varios premios de la crítica norteamericana. Pero, sobre todo, “Comanchería” ya se ha convertido en un clásico de culto, quintaesencia de la fusión de los dos géneros cinematográficos por excelencia: el western y el noir.

Cuando se estrena una pequeña-gran película como “Comanchería”, que no cuenta con estrellas de relumbrón en su reparto ni está dirigida por ningún maestro consagrado del séptimo arte, lo primero que hacemos es buscar referentes con los que compararla.

En este caso, la propia publicidad de la distribuidora habla de “Fargo” y de los Coen, lo que ha llevado a mucha gente a emparentar a “Comanchería” con “No es país para viejos”, por ejemplo. Por extensión, se habla de Cormac McCarthy y también podríamos citar a las “Malas tierras” de Malick e, incluso y salvando las distancias, a “Thelma & Louise” y a “Paris-Texas”.

Y cierto es que no andaríamos equivocados. Tal y como señala David Mackenzie, el director de la película: “En mis primeros trabajos como director siempre trataba de alejarme de los clichés del cine de género. Pero después de hacer “Convicto” me di cuenta de que estaba equivocado. “Comanchería” tiene mucho de western, pero también es una buddy film y una road movie. Y, por supuesto, un drama familiar”.

Y un noir de tomo y lomo, añadiríamos. Porque “Comanchería” cuenta la historia de dos hermanos que, en la Texas asolada por el estallido de la burbuja inmobiliaria que arruinó a miles de familias, se lanzan a atracar bancos. Pero no bancos en general: Toby y Tanner Howard (tremendos Chris Pine y Ben Foster) solo atracan las sucursales del banco que amenaza con desahuciarles del viejo rancho familiar, sobre el que su madre constituyó una hipoteca inversa en el tramo final de su vida, con unas condiciones leoninas.

Atracos que realizan, siempre, a primera hora de la mañana, para evitar que haya clientes que puedan resultar perjudicados. Porque los hermanos Howard tienen una ética de trabajo que tratan de aplicar a rajatabla. Solo que los planes, muchas veces, se complican. Y ya se sabe que de buenas intenciones está empedrado el camino del infierno…

Tras los pasos de los atracadores, una de esas imposibles parejas de polis: el viejo y taciturno Marcus Hamiltom, al que interpreta un inconmensurable Jeff Bridges; y Alberto, un mestizo indio-mexicano interpretado por un sobrio y contenido Gil Birmingham.

Toda la acción de “Comanchería” está concentrada en un puñado de días: los que quedan para la ejecución de la hipoteca. Y el portentoso guion de Taylor Sheridan, autor de esa otra joya del westernoir contemporáneo que es “Sicario”, nos conduce por la Texas profunda, permitiéndonos conocer a camareras que trabajan todo el día por un sueldo de miseria, a las cajeras de los bancos que se juegan el tipo por un puñado de dólares, a las recepcionistas de hotel, a abogados y banqueros y, también, a esa otra gente que se pasa el día entero sin hacer nada. Esperando que algo suceda. Y que, cuando sucede, no duda en desenfundar su arma…

El western es un género fundamentado en la huida y en la persecución, sobre todo, tras el atraco a un banco. El testigo de aquellos pistoleros que cruzaban el Río Bravo para escapar a México con el botín, fue tomado por los gángsteres que, armados con sus estruendosas metralletas Tommy Gun, recorrían la América rural de la Depresión por sus caminos polvorientos, entre robo y robo.

Tras los años dorados del western y del cine negro más clásicos, directores como Sam Peckinpah filmaron obras maestras de ambos géneros, fusionándolos en muchas ocasiones. Vean “Quiero la cabeza de Alfredo García”, por ejemplo. Y llegaron el western crepuscular. Y el neonoir.

Porque el cine es un arte que sabe cómo reinventarse, una y otra vez, adaptando los temas clásicos de siempre a los formatos, escenarios y situaciones más rabiosamente contemporáneos.

Y ahí radica la grandeza, la magnificencia de una película tan aparentemente discreta como “Comanchería”: partiendo del mismísimo Shakespeare, el espectador tiene frente a sus ojos el abigarrado fresco de la América profunda del siglo XXI que ha elegido como presidente a Donald Trump.

Una América que tiene en antena, veinticuatro horas al día, a telepredicadores fundamentalistas, que ha convertido las reservas de los indios en casinos en los que blanquear dinero y que ha cambiado los caballos por picks up con tracción a las cuatro ruedas. Pero que sigue siendo la misma.

La América en la que la gente se toma una birra a la caída de la tarde, sentado en el porche de casa. Solo que la casa ya no es suya. Y, por eso, es una América cansada, harta y cabreada. Una América que no tiene empacho en echarse a la carretera a atracar bancos… o en elegir al presidente más improbable de su historia.

Jesús Lens