Jazz en la Costa 2014

Me pidieron colaboración para el Blog de la Concejalía de Cultura del Ayuntamiento de Almúñecar, sobre el Festival de Jazz en la Costa. El primer artículo que preparé fue éste. El segundo, por desgracia, no pudo ni siquiera ser escrito: el tiempo se congeló y fui arrollado por las circunstancias. Quizá más adelante.  

Para los granadinos de la capital y alrededores, el Jazz en la Costa suele ir acompañado de un verbo, “bajar”, que tiene muchos significados añadidos al puramente geográfico.

 Jazz en el Lago 2014 cartel

El primero, por supuesto, es la música. Hablamos de un Festival de primer orden mundial, que reúne sobre su escenario a lo mejor y más granado del jazz internacional, músicos que, unos días antes o unos días después, pasan por Vitoria, Donosti, Getxo, San Javier y demás escenarios de reconocido prestigio.

Este año, que el Festival de Jazz en la Costa se abriera con el maridaje oficiado por Fernando Trueba y que mezclaba a Chano Domínguez con Niño Josele era un lujazo, por ejemplo. Un concierto preciosista, íntimo y delicado. Un milimétrico encaje de bolillos que el público recibió en actitud casi reverencial, manteniendo un cómplice y respetuoso silencio absoluto. La conjunción de guitarra y piano no es nada fácil: ambos son instrumentos líderes y, enfrentarlos uno contra uno supone un reto muy ambicioso del que ya salieron airosos Tomatito y Michel Camilo o Gonzalo Rubalcaba y Al di Meola, aunque éste no tocara la guitarra flamenca en su encuentro con el pianista cubano.

Motril Digital
Motril Digital

Chano y Niño tocaron juntos y por separado y, en ambos casos, su actuación estuvo llena de matices, guiños y de una complicidad maestro-alumno que, personalmente, me gustó. Hasta los gritos de las gaviotas en el cielo oscuro de la noche almuñequera parecían acompañar.

Pero bajar al Jazz en la Costa tiene más componentes, todos ellos luminosos y festivos, empezando por lo puramente gastronómico: ¡ese pescado frito y a la plancha de El Lute! Que no dudo que habrá otros sitios, pero El Lute es nuestro preferido. Aunque, a veces, cierra. Y entonces no tenemos empacho en ponernos moraos de papas a lo pobre, morcilla y huevos en un enclave puramente alpujarreño en el corazón de la costa, como es “La Cabaña”.

 El Lute y Jesus

Y están los mojitos. Que no soy yo muy mojitero, pero que el Majuelo me despierta el apetito de ron con hierbabuena. Será el enclave. Será el sabor tropical. Será ese exquisito servicio de barra y de platea que hay este año. Será, será.

Y están los amigos. Pero de los amigos hablamos mañana, cuando nos refiramos al concierto de Enrico Rava. Porque bajar al Jazz en la Costa es más, mucho más que ir a escuchar conciertos.

Jesús Lens

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La cueva

Es posible que justo ahora andes mirando el tema de las vacaciones y los viajes -ahora conocidos como “escapadas”, imagino que para no aparentar una riqueza o desahogo económico excesivos- de cara a lo que queda de verano.

Ojo. ¡Ojito! Y mucho cuidado. Que unas vacaciones siempre son susceptibles de complicarse, torcerse y terminar convertidas en algo parecido a un infierno. Por ejemplo, si te vas a una idílica isla del Mediterráneo a hacer acampada libre, en la montaña, frente al mar.

 La cueva poster

Al menos, eso es lo que nos cuenta el principio de “La cueva”, la película de Alfredo Montero, cuyo arranque muestra unas tiendas de campaña vacías, mientras se escuchan varios mensajes grabados en los móviles de sus ocupantes, todos ellos pidiendo a sus titulares que den señales de vida, que ya van siete días sin noticias. La cámara, mientras, recorre la piedra gris de la montaña. Piedra caliza. Karst. Hasta detenerse en una oquedad. Oscura. Atrayente. Enigmática. Como son las bocas de cualquier cueva del mundo.

Lo comentábamos mi hermano yo, la otra tarde, mientras corríamos por los bosques de alrededor de Granada: ¡qué pesadilla, aquella vez que nos metimos en las Cuevas de Sorbas y tuvimos que reptar para atravesar lo que parecía una rendija en la tierra, encajonados, cuan largos éramos, sin poder avanzar ni retroceder! Que sí. Que es verdad que esa cueva es una maravilla y ahora la han adecentado para hacer visitas turísticas. Pero que hace veinte años, aquello daba yuyu. Imposible no recordarlo viendo “La cueva”, a medida que los protagonistas se van internando en el corazón de la montaña y los espectadores se retuercen en sus asientos.

 La cueva cartel

Pero, ¿quiénes son los protagonistas? Un grupo de amigos que están de vacaciones. En realidad, son más conocidos que amigos, pero ya va bien para pasar unos días de relax en una hermosa isla. Entre ellos, un aficionado al cine con pasión por la cámara. Y ahí radica lo novedoso de la propuesta de Montero: buena parte de los ochenta minutos de metraje son las supuestas tomas de vídeo casero que el émulo de Scorsese va tomando con su cámara.

Efectivamente. Si estás pensando en referentes como la saga de Rec o la bruja de Blair, aciertas.

Y ahí lo dejamos. Porque ésta es una de esas películas de las que si cuentas demasiado, pierden la gracia. Por completo. Aunque gracia, gracia, lo que es gracia… poca. Bueno, a ver, al principio sí. Muchas risas y cachondeo. Lo típico de un grupo de veinteañeros en camiseta y pantalón corto de vacaciones. Luego ya…

 La cueva afiche

Atentos, además de a lo puramente formal, al sonido. Toda la banda sonora es diegética (los espectadores solo oyen lo mismo que los personajes) y, en el interior de la cueva, los ruidos contribuyen sobremanera a aquilatar la sensación de agobio, claustrofobia y angustia que el lector ya habrá anticipado que va a sentir cuando se siente a disfrutar de “La cueva”. Porque, si te gusta el cine de terror, la vas a disfrutar.

Y sí. También es cierto: la duración de la cinta, ochenta minutos, hace que la historia no de muchas vueltas sobre sí misma: planteamiento, nudo y desenlace. Fuerte, duro y a la cabeza.

Jesús Lens

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