Jet Lag

Tengo jet lag. Tarde de domingo. Ciudad. Mes de julio. Y calor, mucho calor. Encima, el jet lag me tiene masacrado, en casa.

Es cierto que ya hace una semana que volví de Senegal. Y que, dada la intensidad de estos días, es como si hubieran pasado muchas, muchas semanas desde entonces.

Por otra parte, aún siento la frescura del atardecer en la Isla de Goree, el ruido de los mercados, la sonrisa de los senegaleses y su famosa Teranga. Escucho a Thione Seck y me acuerdo de aquella tarde, rodeado de tipos con mochilas y grandes auriculares, que trapicheaban, descargaban y vendían la mejor música africana del momento en MP3, única forma de acceder a los títulos de moda a través de los dispositivos móviles que, más o menos sofisticados, ya maneja todo el mundo.

Me acuerdo del pescado con arroz, picante. De las Flag y de los puestos multicolores de artesanía. Echo de menos mis paseos con Ndeye, su sonrisa y su cara de sorpresa al descubrir cosas de Europa. Imagino que idéntica a la que ponía yo al conocer un poco más la realidad de la sociedad africana contemporánea.

Echo de menos el sonido del balafón y la kora, el subir y bajar del barco que nos llevaba del embarcadero a la isla. Y vuelta. A Dior, Abdu, Fathu, Omar, Yara…

Pero el jet lag también me atenaza por culpa de otro viaje: el realizado entre el pasado jueves y esta mañana a Camboya.

Porque hay viajes que se pueden hacer sin moverse de casa. Unas veces será leyendo. Otras, viendo una película. O, como ha pasado estos días, descubriendo a un grupo de personas absolutamente maravillosas, como son Somaly Mam, sus hijos y algunos de sus colaboradores.

Verles ayer, a la caída de la noche, bailar en la plaza del Ayuntamiento de Granada, en mitad de una verbena popular; disfrutar de cómo convertían en una fiesta el hecho de comprar una correa para Tu tu, el pastor alemán de Nicolai o, sencillamente, ver los ojos de éste al probar el helado de vainilla; fue todo un disfrute.

La charla, después, nos llevaba hacia algunos de los rincones más oscuros del ser humano. Porque algunas de estas personas han sufrido, en sus carnes, la abyección de los tipos más despreciables del planeta tierra. Han presenciado y vivido lo más sórdido y repugnante de personas violentas, racistas, asesinas, crueles y sin escrúpulos.

Y, sin embargo, ahí están, brindando, riendo o cantando el cumpleaños feliz a su tío, por teléfono, entre risas y bromas. Disfrutando de la vida. Porque, a veces, la vida concede segundas oportunidades.

Camboya. Allí la gente es más alegre, más divertida que en Vietnam o Laos. Me lo decía Panchi, en las Sardinas de este año, obligatoriamente más cortas que otras veces. Y me lo confirmaba Somaly. Sinna, por ejemplo, es vietnamita. Y aunque también sonríe mucho y abiertamente, es cierto que la expresión de alegría de los rostros de Ning o Nicolai, por ejemplo, es más natural. Al menos, se transmite mejor.

Hablamos del día a día en la difícil, pero ilusionada vida de unas personas que, a pesar de todos los pesares, no se van de una Camboya en la que han vivido auténticas pesadillas. Pero a la que aman, claro. Y a la que nos invitan a ir y conocer.

Esta mañana, se marcharon. Llegó, otra vez, el momento de los besos, los abrazos, los intercambios de e-mail y las promesas de escribirnos y seguir en contacto. De ir. Y de volver. Entonces llega el jet lag.

Vuelves a casa, sales a correr, te duchas, comes, descansas un rato… y falta algo. Falta esa intensidad, ese derroche de vitalidad de un grupo de personas que en apenas unos días se han convertido en amigos con los que te comprometes, sin albergar la más mínima duda de que lo cumplirás, a viajar a Camboya para devolverles la visita, a conocer el trabajo de AFESIP desde dentro, a brindar por las cosas hermosa de la vida… ¡y a comer serpiente!

It is a deal!

Jesús desubicado Lens