¿SECRETARIO?

Quiénes me conocen saben que, vistiendo, soy un desastre. Pantalones vaqueros y camisetas, calzado cómodo y, emulando a Los Soprano, también uso habitualmente chándal y sudadera.

Pero en el trabajo, fuera de los meses veraniegos, suelo llevar traje y corbata. ¡Qué le vamos a hacer! Va en el sueldo. El caso es que estos días, en Madrid, durante la celebración de la Asamblea General de “mi” Asociación Internacional de Crédito Social, en mis labores de Secretario General, no sólo visto con el susodicho uniforme sino que procuro aparentar una severidad gestual, una seriedad y una apostura que no son del todo reales.

Pero me obligo a meterme en el papel de sesudo hombre de leyes y concienzudo hombre de números para estar a la altura de un plenario repleto de personas experimentadas en el mundo de la banca, las finanzas, los negocios, la universidad, etcétera.

Por tanto, esta mañana, última jornada de la Asamblea, entraba yo en la flamante sede de la Confederación Española de Cajas de Ahorros, a las nueve, después de un desayuno de trabajo, leyendo las noticias económicas de El País sobre la crisis financiera y saludando firmemente a mis colegas. Llevaba un traje gris, una corbata discreta e, inusualmente, iba (casi) bien peinado.

A todo ello había que unir mis serias gafas de astigmático y mi profesional maletín negro de ejecutivo, que sustituye a la habitual mochila en que llevo mis cosas.

Un auténtico business man, vamos.

De esa guisa, firme y erguido, voy atravesando el hall de CECA, me dirijo hacia la sala de plenarios y, entonces, una voz estentórea femenina me deja paralizado sobre el terreno.

– ¡Carlitos!

Fue como si un francotirador me hubiese alcanzado con un certero balazo.

– ¡¡CARLITOS!!

No podía ser. Aquello no podía estar pasando. Aquello era ciencia ficción… ¿o no? Efectivamente. Como habrán deducido, Carlitos era, soy yo. O lo fui. ¿O lo sigo siendo?

Algunos de ustedes deben saber que, además del Jesús por el que la mayoría me conocen, mi segundo nombre es Carlos, añadido a mi partida de nacimiento como homenaje a un primo de mi padre fallecido en trágicas circunstancias. Y, en Carchuna, yo no soy Jesús. Soy Carlos. Y cuando era niño, claro, era Carlitos.

De repente, a mis cerca de cuarenta años, cuando a este Jesús sólo le faltaba la gomina en el pelo para parecer un tiburón cualquiera de las microfinanzas sociales e inclusivas… una voz amiga, restallante como un látigo, me devolvió a mi más tierna infancia.

– ¡Carlitos!

No podía dar crédito. Ni yo, ni buena parte de mis asociados, que enmudecieron al darse cuenta de que el tal Carlitos no era un chavalito que se había colado en la CECA sino su flamante Secretario General.

Me di la vuelta y allí estaba. Guapa como siempre, pero más guapa que nunca. Con esos preciosos ojos que heredaron sus hijos. Allí estaba la sin par madre de Jaime, a la sazón, traductora de inglés y contratada para atender en nuestra Asamblea a los colegas angloparlantes.

La madre de Jaime. Jaime. Su bar. Carchuna. La playa.

Sin poderlo evitar, una inmensa sonrisa se me abrió en la cara, sobreponiéndose al intenso rubor que me había asaltado a las mejillas. Dos besazos y unas risas antecedieron a la curiosidad de mis colegas quiénes, alborozados, no dejaban de reír y de burlarse cariñosamente de mí. Porque el tal Carlitos, para colmo, mide más de 1,90.

La madre de Jaime (porque para mi hermano y para mí, Esperanza es y será por siempre jamás la madre de Jaime, como yo soy Carlitos para ella) es una mujer de personalidad arrolladora, fuerte e independiente, con la que hemos compartido decenas de estupendas veladas en aquellas noches sin fin de los veranos carchuneros.

Y, durante unos minutos, volví a ser el Carlitos de hace tantos años, revoltoso, amigo de Jaime, despreocupado, feliz. Estuvimos charlando de la playa, de sus hijos, de mi hermano y mi sobrina, de las plantas, los arriates y el mar. Durante unos minutos no hubo ni Asamblea, ni mesa redonda, ni cuotas o memoria económico-financiera de gestión.

Sólo con una palabra, Carlitos, la madre de Jaime me convirtió en el niño que una vez fui y que, espero, en parte aún sigo siendo, aunque encerrado bajo la coraza de este Jesús supuestamente mayor y responsable que, después, sentado en la mesa del plenario, no se atrevía a cruzar la mirada con ella, no fuera a ser que nos diera por recordar alguna anécdota chuchera y terminaran por echarnos de allí, a Carlitos y a la madre de Jaime.

Jesús Lens Espinosa de los Monteros.
Carlitos.

MANDA CRISIS

Dejamos la columna de IDEAL, sobre la crisis. Sí. La crisis.

Es la palabra del año. Crisis. Llevamos con la crisis en la boca desde hace meses. Sólo que lo de estas semanas ya trasciende lo crítico para entrar, directamente, en lo luctuoso. La cosa empezó con algunos grandes bancos del extranjero, muy sofisticados ellos, que dejaron de ganar el pastizal que ingresaban cuando las vacas, más que gordas, eran obscenamente obesas.


Después empezaron a perder. Y aquello ya nos sonaba raro. Porque, sabido es, la banca siempre gana. Pero es que, ahora, además de perder, quiebran. Se hunden. Desaparecen. Los grandes bancos. Los Lehman Brothers y alrededores.

Hace unos años, cuando la crisis de las empresas Punto.com, justificamos aquel despiporre de dinero con la añagaza de que, a fin de cuentas, nada de todo aquello era real. Sólo virtual. Sin embargo, el dinero, pensábamos, era cierto, contante y sonante.


Pero ha resultado que no. Que tampoco. Que el dinero no era real. Que los grandes estrategas de las finanzas hicieron magia, lo convirtieron en un producto de ficción y, a través de hipotecas sin valor, engordaron sus cuentas corrientes personales. Los directivos estrella de pelo engominado, los yuppies que Tom Wolfe nos contara en aquella teóricamente lejana “La hoguera de las vanidades”, resulta que han corrompido el mercado internacional de las finanzas y han provocado una epidemia sistémica que nos tiene a todos estrangulados.


Las Bolsas acumulan pérdidas históricas y el pánico se adueña de los mercados. La caída del Imperio Financiero Internacional, tal y como lo conocemos, parece un hecho factible y entonces… entonces todos los gurús del libre mercado y la libre competencia, los Neocons más radicales y hasta los derechistas más ultra que caben a la derecha de Bush, aplauden cuando el Presidente yanqui, como si de una película de indios y vaqueros se tratara, acude a salvar los restos humeantes de un Wall Steet incendiado desde dentro.


Yo ya soy mayor. Lo reconozco. Y me he ido haciendo naturalmente conservador. Por lo que aplaudo el plan de intervención de los mercados financieros internacionales orquestado por la Reserva Federal y los Bancos Centrales más poderosos del mundo. Pero también me da vergüenza. Y mucha. Porque la tan traída crisis, al final, se va a salvar con dinero público. Pocos análisis tan concluyentes e ilustrativos de la situación como el que hace El Roto en una de sus clarividentes viñetas, con una señora que, angustiada, se pregunta: “Si nada ganamos cuando se forraban, ¿por qué hemos de perder cuando se la pegan?”

Pues eso. Que la crisis provocada por la avaricia del sistema la va a acabar pagando la gente a la que el propio sistema siempre ha excluido y menospreciado. Y eso, si en este mundo quedara algo de conciencia social y ardor juvenil, habría hecho que millones de airadas personas se lanzaran a la calle, todos a una, para poner en jaque el orden establecido que privatiza los beneficios y socializa las pérdidas.

Jesús Lens Espinosa de los Monteros.