SECUENCIAS DE HOLLYWOOD PARA EL RECUERDO

Hoy, en IDEAL, una doble página de esas cuya escritura resulta ser un sueño, no en vano, te “obligan” a repasar algunas de las secuencias cinematográficas que más te han impresionado en tu vida como cinéfilo… Caben muchas más, pero creemos que estas son imprescindibles… ¿o no?
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Barba de varios días, tocado con sombrero y con el látigo en el cinto, la imagen del intrépido Indiana Jones es una de las figuras que los aficionados tenemos grabada a sangre y fuego en nuestro particular imaginario cinéfilo. Sea corriendo desesperadamente mientras una enorme piedra redonda le persigue, a punto de aplastarle, sea disparando al amenazador contrincante que hace una espectacular demostración del uso de la espada frente a él; el intrépido arqueólogo interpretado por Harrison Ford se ha convertido, por derecho propio, en un icono de la cultura popular gracias, fundamentalmente, a secuencias como las descritas.


Hay películas que han pasado a la historia del cine, más allá de por haber ganado el Oscar o por haber reventado las taquillas –que también –por albergar secuencias memorables que, de inmediato, quedan fijadas para siempre en la retina del espectador. Secuencias espectaculares que justifican, por sí mismas, el pago de la entrada del cine. Secuencias que, por su potencia, su simbolismo, su capacidad de anticipación y evocación o por el virtuosismo con que fueron filmadas; siguen dando que hablar, pasados los años.

La cortina de una bañera, la hermosa Janet Leigh bajo el agua, una presencia amenazante que abre la puerta, un cuchillo y la desgarradora música de Bernard Herrmann hicieron de la secuencia de la ducha de “Psicosis”, dirigida por Alfred Hitchcock, una de las más famosas y celebradas de la filmografía de un director famoso por conseguir que la mayoría de sus películas albergaran auténticos tour de forces magistrales, como la secuencia del avión que persigue a Cary Grant en “Con la muerte en los talones” o la parafernalia musical que rodeaba el intento de asesinato del final de “El hombre que sabía demasiado”.


El cine de terror ha sido terreno abonado para las secuencias más impactantes y sobrecogedoras. Dejando aparte las interminables y cada vez más insulsas sagas de Viernes 13, Freddy Krueger y alrededores; las repulsivas imágenes de Linda Blair, la niña de “El exorcista”, vomitando sobre el padre Merrin o girando la cabeza 360 grados mientras insultaba a los sacerdotes que intentaban expulsar al demonio de dentro de ella, siguen provocando pesadillas a millones de personas de todo el mundo.


Como impactante era la aparición del voraz extraterrestre que surgía del interior de las tripas de John Hurt en “Alien, el octavo pasajero”. Una secuencia espectacular en cuya filmación, el director Ridley Scott utilizó dos litros de sangre y dos kilos de tripas de animal, para dotar de crudo realismo visceral a uno de los momentos cumbres de la película interpretada por Sigourney Weaber. En principio, se pensó en utilizar cuatro litros de sangre que saldrían a borbotones del cuerpo de Hurt, accionados por un dispositivo explosivo, pero al director le pareció excesivo y lo dejó en la mitad.

Otra película mítica de la ciencia ficción tiene una secuencia que ha pasado a los anales como la elipsis más radical de la historia del cine. Estamos en África, en los albores del tiempo. Amanece. El sol aparece por encima de un extraño monolito que ha aparecido en la falda de una montaña habitada por un grupo de simios. Uno de ellos coge el hueso de un animal muerto y, mientras la música de Wagner suena en un electrizante in crescendo, empieza a golpear el resto de despojos que yace sobre el suelo. El simio ha descubierto una herramienta. O un arma, como inmediatamente se podrá comprobar, cuando se vea atacado por un grupo de simios rivales. Tras aporrear al contrario con el hueso, convertido en mazo letal, enfervorizado, lo arrojará al cielo y, mientras cae, se convertirá en una nave espacial que, al son del Danubio Azul de Strauss, gira entorno a la tierra. La evolución del ser humano, en un puñado de fotogramas majestuosos.

Otra secuencia fascinante que aúna la música de Wagner con objetos voladores es el crudamente operístico, excesivo y barroco ataque de los helicópteros a un poblado vietnamita al son de las valquirias, en “Apocalypse now”, de Francis Ford Coppola. Comandados por el enfermizo Coronel Kilgore, al que dio vida el actor Robert Duvall, tras la masacre perpetrada por la caballería aérea norteamericana, los soldados se echaban a las aguas a hacer surf para, por la noche, organizar una barbacoa como si se encontraran en las playas de California. Uno de los mejores y más perfectamente acabados ejemplos de cómo funciona la política exterior yanqui: conquistando por la fuerza de las armas e imponiendo sus particularidades culturales allá dónde se trasladan.

También acontecía en Vietnam la truculenta secuencia de la ruleta rusa en que los personajes interpretados por Robert de Niro y Christopher Walken ponían a prueba una amistad desequilibrada por las torturas sufridas en una prisión del extremo Oriente, al caer prisioneros del Vietcong y ser obligados por sus captores a participar en el siniestro juego de dispararse a la cabeza con una pistola en cuyo tambor había una sola bala.

Pero volvamos al universo de Francis Ford Coppola, en cuya trilogía de “El Padrino” hay decenas de secuencias memorables, pero quizá ninguna tan fuerte y tan descriptiva como la de la cabeza del purasangre cortada, tirada en la cama del productor cinematográfico que desairó a Don Corleone. Los gritos de Jack Woltz retumbando en su mansión vacía y la posterior cara del Padrino, charlando con sus hijos y preparando la reunión con El Turco, es uno de los mejores resúmenes de la forma de arreglar los problemas que tenía Don Vito.

Expeditivo. Como Harry Callahan, cuya imagen tras un Magum del 44, espetando al delincuente de turno que había tenido suerte de salir con vida después de haberse enfrentado a tan poderosa arma, se relacionaba directamente con esa otra imagen justiciera, personificada en un Robert de Niro desquiciado que, convertido en el insomne “Taxi driver” de Martin Scorsese, se dirigía a un espejo para, armado con una pistola y sintiéndose todopoderoso, enfrentarse a un enemigo imaginario: “¿Me estás hablando a mí?” Después, en la intimidad de nuestra habitación, todos hemos emulado alguna vez a Travis y, por supuesto, hemos conseguido intimidar a nuestro propio reflejo imaginario.

Pero si hablamos de Nueva York, es obligatorio referirse a “Manhattan”, de Woody Allen. Antes de mudarse a Europa y sucumbir a los encantos de Londres o Barcelona, el diminuto director judío le dedicó una carta de amor a la Gran Manzana en una película que conseguía captar los matices más íntimos y sensuales de la ciudad, mientras sonaba el clarinete de la mítica “Rapsody in blue”, de George Gershwin, y el puente de Brooklyn aparecía entre las brumas de un glorioso amanecer en el blanco y negro más luminoso jamás filmado.

Y ya que estamos en blanco y negro, repasemos tres clásicos del cine que forman parte del acervo cultural del siglo XX. Decenas de años después, la imagen de Chaplin atrapado en los engranajes de una cadena de montaje, en “Tiempos modernos”, sigue siendo la mejor y más poderosa crítica que se ha hecho al capitalismo salvaje desde una pantalla de cine. Y, por supuesto, está el famosísimo camarote de los Hermanos Marx de “Una noche en la ópera”. Todavía hoy, cuando nos referimos a un lugar abarrotado e impracticable, tiramos del célebre habitáculo marxista. ¡Y también un huevo duro! Puro surrealismo.

Como surrealista es lo que pasa con la famosa bofetada de “Gilda”. Porque se dice así. La bofetada de Gilda. Lo que podría hacernos pensar que fue ella, la sensual aventurera interpretada por Rita Hayworth quién abofeteaba a Farrell, el buscador de fortunas al que puso rostro Glenn Ford.

Y no. En realidad, era Gilda la que, además de hacer un sensual strip tease con un guante, desnudando provocativamente su brazo, recibía un sonoro tortazo por parte del macho viril. Aunque también es verdad que ella le sacudía dos bofetadas y le propinaba unos cuantos puñetazos en el pecho. Pero la bofetada famosa, la bofetada que pasó a la historia del cine y por la cuál “Gilda” se hizo célebre, se la propinó él a ella.

CÉLEBRES ALOCUCIONES

El cine es imagen. Por supuesto. Pero también, desde que Al Johnson interpretó al cantor de jazz, es sonido. Hemos comentado algunas secuencias que, en parte, son famosas por la música y banda sonora que las acompañan. Pero también hay momentos célebres en la historia del cine basados en las vibrantes alocuciones de los protagonistas de algunas películas.

Loa filmes basadas en obras de Shakespeare, en ese sentido, son modélicas. Del “Julio César” de Mankiewicz al “Otelo” de Orson Wells, los discursos y diálogos de estas adaptaciones son grandiosos. Pero, por quedarnos con un ejemplo más cercano, recordemos a Mel Gibson, con la cara pintada de azul, instigando a las tribus escocesas a luchar contra los ingleses, apelando a una palabra mágica: libertad. Un discurso encendido que levantaba a las masas y conseguía enardecer al patio de butacas de los cines en que se proyectaba la película.

Y, por supuesto, tenemos que recordar a Escarlata O´Hara, jurando no volver a pasar hambre, en Technicolor, mientras el cielo se teñía de rojo luminoso por la combinación cromática del sol poniente y las nubes lejanas. Como Rojo era el mar que Charlton Heston, transmutado en Moisés para la ocasión, conseguía partir en dos para permitir que los judíos huyeran de la ira del faraón en “Los diez mandamientos”, un puro espectáculo visual de Cecil B. de Mille que, en su momento, causó conmoción.


Para la secuencia más espectacular de la película se filmó cómo se vertían en un tanque más de un millón de litros de agua y, después, se proyectaba al revés dicha filmación, lo que creaba la ilusión óptica de que el agua retrocedía ante el poder de Dios invocado por Moisés, para inmediatamente después, ahogar a los soldados egipcios que perseguían al pueblo prometido.

Tendríamos que hablar de King Kong en lo alto del Empire State Building, manoteando desesperadamente por evitar las balas con que las ametralladores de los aviones le aseteaban. O al cruel gángster interpretado por James Cagney, en “Al rojo vivo”, invocando a su madre para demostrarle que había llegado a la cima del mundo, antes de volar por los aires. Pero, para terminar, queremos recordar otro célebre discurso pronunciado desde las alturas: el de Pepe Isbert en “Bienvenido Mr. Marshall”, cuando, en el balcón del Ayuntamiento, se afanaba en el deliciosamente célebre “Como alcalde vuestro que soy, os debo una explicación. Y esa explicación que os debo, os la voy a dar…”

Pues eso. Que hemos dado un repaso por algunas de las secuencias más recordadas, mentadas, imitadas y comentadas de la historia del cine. Aunque no están todas las que son, pensamos que son todas las que están. Por supuesto, hay muchas más. Pero ésa ya es otra historia…

Jesús Lens Espinosa de los Monteros.

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DE LA GUERRA DE LOS FOGONEROS A UN POSTRE AMARGO

Dedicado a mi sorprendente y sorprendida Alter Ega, Cristina Macía,
cuyo esencial y necesario tratado gastronómico “Dame la lata”,
imprescindible para solteros, supervivientes y estresados
ya está encargado a mi querido agente del Círculo de Lectores.

Tenía unas ganas locas de tomar partido en la denominada Guerra de los Fogones que enfrenta a Santamaría, como abanderado de la comida de toda la vida, con Adriá & co., defensores de las deconstrucciones, el guisado con nitrógeno y las cocinas termoespaciales de diseño, más parecidas a un laboratorio de artista que a una honrada trastienda en que trajinar con alimentos.

Estaba afilando la pluma, presto a enfangarme en el debate, cuando caí en la cuenta de que nunca he ido (ni presumiblemente iré) a ninguno de esos templos de la nueva gastronomía. Ni de la vieja, que Santamaría habla mucho, pero cobra a precio de oro nitrogenado cada una de las judías ultrabiológicas que sirve en un plato de fabes.

Así que, dejo que sea Forges el que hable por mí en esto de la Guerra de los Folloneros, digo Fogoneros. Y también le cedo la palabra a Cristina, que una vez me leyó escribir mal sobre Adriá y me amenazó con decostuirme los morros de un sopapo.

Y vamos con un tema gastronómico más de andar por casa, rebajando el alcance de la guerra de las cocinas a ámbitos más domésticos. Hace unas semanas escribimos unas notas tituladas “Cómo perder un cliente en media hora” en que comentábamos lo acontecido en una cafetería con un camarero un tanto chungo.

El sábado pasado, cenando en el restaurante La Bella Dama, Sacai y yo nos enfrentamos a una situación, llamémosla curiosa, de esta nuestra Granada hostelera y gastronómica. En este caso, voy a referir los hechos de la manera más objetiva, fría y desapasionada, recabando vuestra opinión sobre lo que pensáis del hecho. Sin hacer juicios de valor previos.

Un hecho intrascendente, que conste, pero desde mi punto de vista, muy ilustrativo de… Bueno. Luego lo comentamos.

El caso es que nos habíamos tomado una tabla de ahumados y una fondue de carne, unas cervezas y unas coca-colas. Y pedimos el postre. Nos apetecía terminar de castigarnos el cuerpo con una fondue de chocolate. Las había de varios tipos. Nos decidimos por la de chocolate a la menta.

A Sacai le encantan las fresas así que le preguntamos al camarero que con qué fruta ponían la fondue.

– Con bizcocho, piña y melocotón.
– ¿Puede ser con fresas?
– Pues fresas hay en la cocina, pero voy a preguntar.

Al minuto, regresó el camarero para decir que sí. Que podía ser con fresas. Pero que tenían que ir como complemento del postre. Efectivamente, nos trajeron la piña, el melocotón, el bizcocho… y un cuenquito con siete fresas partidas en tres cada una. Y digo siete siendo generoso.

Nos tomamos la fondue, pedimos la cuenta y, por las fresas, nos cobraron 3,21 euros.

Llegados a este punto, podría decir lo que opino del tema y las sensaciones provocadas por el detalle en cuestión. Pero prefiero escuchar vuestro parecer. Y que conste que la cosa no tiene que ver con el dinero. Yo, como buen cinéfilo, sé que hay que dejar un 10% de la cuenta en concepto de propina. Cuando la propina es merecida.

En este caso, y sintiéndolo por el camarero, serio y profesional, no hubo propina. Que hubiera sido de seis euros. Luego pensé que el hombre podría haber dicho que no. Que no había fresas. Y listo. Es verdad que el tema de los 3,21 no era responsabilidad suya. Pero, en aquel momento, el cuerpo no me pedía dejar propina, precisamente. Aunque si nos dice que no hay fresas y luego otro comensal las pide…

En fin. Que no sé qué piensan ustedes de este método de gestión hostelero-gastronómico.

¡Pasapalabra!

Jesús Lens Espinosa de los Monteros.

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